"Mi percepción a medida que envejezco es que no hay años
malos. Hay años de fuertes aprendizajes y otros que son como un recreo, pero
malos no son. Creo firmemente que la forma en que se debería evaluar un año
tendría más que ver con cuánto fuimos capaces de amar, de perdonar, de reír, de
aprender cosas nuevas, de haber desafiado nuestros egos y nuestros apegos. Por
eso, no debiéramos tenerle miedo al sufrimiento ni al tan temido fracaso,
porque ambos son sólo instancias de aprendizaje".
Balance del año según el Monje Mamerto Menapace. Regalo de mi
prima Adriana.
Cuesta retomar la rutina.
Movimientos que parecían aceitados, de repente se pierden, se olvidan, no se
extrañan. Y ya que tipeo sobre añoranzas, mi desgana al escribir puede estar vinculada con
tanto cambio, con las muchas despedidas, que si bien intento encarar como un
hasta luego, la soledad iniciática de mi nuevo destino, me confirma que nos
veremos pronto, pero de momento, todo me parece mucho más lejos que esas dos
horas de avión, del que no dispongo a cada momento.
Hasta hace más de una década, estaba
muy acostumbrado a tantos rituales vinculados con el calendario. Uno de ellos era la despedida
del año. Una de mis tías siempre encaraba la Nochevieja con la misma arenga:
"Por suerte se va este año tan malo y tengamos fe porque el que se viene,
va a ser distinto, mucho mejor. Es par (o impar), estará regido por tal signo
zodiacal o del horóscopo chino (siempre aferrándonos al que mejor cuadre), y
las profecías lo señalan como el año inicial de un cambio espiritual que
recupere la esencia humana", podría ser una síntesis precisa del buen
sentir de mi tía Coca. Juro que me apoyaba en sus predicciones, al extremo que
en la mañana siguiente, la del primer día del año, mientras el resto aun
dormía, a mi me encontraban en la avenida Cabildo, buscando señales de las transformaciones necesarias.
Hace un par de años, las uvas y el
brindis por un año nuevo, nos encontró a mi mujer y a mí, entre buenos amigos.
Mesa de las largas, tres familias amenas, besos y deseos de bien común, por la
ventana algunos fuegos artificiales. Necesitaba un cambio y no lo estaba
generando. Necesitaba creer en mi tía, en la modificación abrupta del destino y de
la suerte, con la simple caída de una última hoja del almanaque. Y mientras
continuaba la ronda en busca de mi esposa para desearnos el bien común, no pude
evitar escuchar los deseos de un matrimonio amigo: "Qué este año sea como
el que se va". Me quedé observando en silencio, ese deseo contrariaba con
mi necesidad de transformación, y me preguntaba como haría el destino para
cambiar mi dicha sin tocar la del prójimo, que pide que al menos nada cambie. Y
me acordé de mi tía, que seguramente en ese momento en Buenos Aires, estaría
gritando a los cuatro vientos, que lo malo ya se terminaba.
Este fin de año lo pasé con las
mismas familias, a la que se sumó una más, de paso desde Buenos Aires. Esta vez
no me detuve en las frases que se mezclan por el camino, esta vez sólo pensaba
abrazarme con mi mujer para reafirmar que el cambio nos debía encontrar bien de
la mano. En el medio, me encuentro con el llanto del hijo de un amigo, Federico,
un adolescente al que en verdad, quiero sin disimulo. Y me detuve un instante
para consolarle. No sabía el motivo de su emoción, yo sólo temía que el efecto
fuera contagioso. Unos días después, el destino me marcaba Breda como camino. Y
ese cambio tan pedido, tan necesario, en ese momento asustaba, y si podía lo
retrasaba aún unos días más.
Y entre tantas rutinas o costumbres,
me quedé sin la última entrada del año, aquella que marca la octava del mes, y
que confirma la precisión de mi rutina. Estaba en duda si escribir sobre el
resumen literario de mi año, o sobre mi despedida de esta linda etapa
plenciana. Se acercaba el ultimo día del año y yo que no me podía sentar a
encarar las también rutinarias seis carillas habituales. Y me deje estar, al
extremo de ver mi PC fraccionarse en tres cajas de la mudanza, con destino
orange y no se aún fecha de arribo. Y no me apenó, tal vez me dio la satisfacción
de evitar ese momento que no me inspiraba la habitual serenidad de los últimos
años.
El cambio deseado estaba por llegar,
y yo al mismo tiempo, me preguntaba que giro debía darle a mi escritura en el
blog. Es que acostumbrado a la tradición de mi tía, por modificar las cosas a
partir de los 1 de enero, suponía que al encarar la primera entrada del año,
algo debía modificarse. La extensión de las entradas, el diseño de las fotos,
la cantidad de entradas semanales. Todavía no encuentro la respuesta, al menos
esta última-primera entrada ya marca una diferencia, viene a ser un combo del
dos por uno. Y el broche a lo osado, estoy escribiendo desde un ordenador portátil,
a la espera del camión de la mudanza.
Esta vez no tengo foto que acompañe,
ni título que rime con lo contado. Esta vez escribo primero y después lo
adornaré. Esta vez no cuento con material complementario ni me estudie el tema.
Estoy tipeando en la más absoluta improvisación, será que tantos cambios me han
convertido en un ser atrevido, libertino. Hace poco más de un año escribí con
congoja desde Buenos Aires, una nueva despedida de mis padres, de mis amigos.
En aquel momento me apoyé en otros textos, en un comercial de televisión.
Recuerdo que fue una entrada bastante leída, muy comentada. Ahora estoy
abordando una nueva despedida, pero esta vez desde mi nueva residencia, y no me
siento con ganas de estar triste, por más que lo esté. Quiero hacer un cierre,
y dar el salto, casi sin que se note. Mis amigos saben que me cuesta el salto,
he deambulado casa por casa, he bajado en casi todas las estaciones del metro
para darle un abrazo a alguien, me he detenido en más de un bar para conversar
con mis conocidos, con los viejos o con los últimos. He comprobado que mi paso
por el País Vasco estuvo custodiado por afectos, que más de una década no pasa
sin rastros, que me quieren y que yo quiero, que al lugar que una vez arribe
porque era el sitio donde vivió mi padre, se convirtió en "mi" rincón,
donde me sentí identificado. Plentzia se convirtió en una palabra con
contenido, se convirtió en mi casa.
Y lloré abrazado a mi amiga Marina y a su
hija Aizea, simbolizando en ellas dos a todos. Marina fue la primera, nos
encontramos una vez en la biblioteca y la simple solicitud de ella del código
postal de Plentzia, nos unió y nos permitió incorporar más amistades a nuestras
vidas. Y la segunda vez que la vi, yo estaba sentado frente a la casa donde
pasó sus únicos cuatro años en el pueblo mi viejo, con la desconsolada
intención simbólica que algún espíritu familiar me rescatara y ordenara mi
sentir en esa nueva tierra. Y no sólo apareció Marina por allí para invitarme a unos mates, a partir de ese
momento fui dejando de lado "esas coincidencias" tipo realismo
mágico, tan de la familia materna y continente, para encarar una ruta escéptica,
tan de los Marina, en este caso, mi apellido.
Pero a la hora de las despedidas,
retomé el camino. Me abracé a la primera relación y fue una manera de darle las
gracias por ella y por todos los que siguieron. Muchos se han vuelto, otros se
mudaron de país o de continente, pero Marina fue la primera, y unos ñoquis de
calabaza fueron la excusa para cerrar el círculo. Y unas horas después de aquel
momento simbólico sobrevino el otro momento duro, el despedirme del club, de
los chicos y comprobar que el club era ya parte mía, y que ese equipo sigue
siendo mío, aun cuando ayer hayan empatado con Astrabudua sin una sola
indicación de mi parte. Pero cuando Sarah me envió el mensaje con el resultado,
me alegré porque el gol lo marcara Iker Sánchez, y me imaginé que si hubieran
dado un pase a tiempo, se podría haber ganado. Y todo esto, con un wifi que se
conecta cuando quiere, y la información que me arriba una hora después de
finalizado el partido.
El miércoles pasado no tenía ropa
deportiva, pero me presenté en el club con la misma sensación, silenciosa de
saludar a Tote y Sarah, siempre los primeros en arribar e ir de inmediato a la
jaula a rescatar los balones y los petos. Al momento de caminar por el campo de
juego, me di cuenta que era la última vez que llenaría las zapatillas de
caucho, y me temblaron las piernas. Ahí me di cuenta la libertad que sentí en
este tiempo, y ahí reafirmé que el fútbol sigue siendo el lugar de más soltura física y espiritual por el que he transitado. Antes de presentar a los chicos
al nuevo entrenador, me despedí de la persona que me llevó al club, que no es
otra que un niño de ahora seis años, pero que en mi corazón parece portador de
más de una década. No se puede administrar tanto amor en sólo seis años, y su
madurez me hace presagiar que nos queremos hace más tiempo.
Mis primeros días en Breda se
asemejan a los primeros en Madrid. El ritmo es lento, las preguntas constantes.
Otra vez hay que montar una casa, hay que acomodar las cosas. Aquella vez
fueron dos maletas, ahora son cincuenta cajas, muchas de ellas repletas de
libros, quizás la mejor síntesis. En marzo del 2002 sólo atiné a traer a
Saramago, ahora me llevo al entrañable José de la mano de Baricco, Hrabal, Marai, Joyce, Marías, Muñoz Molina, Trapiello, Cortázar y todo aquel que sumé, en mi afán
devorador de canalizar la soledad del errante, de darle sentido al espíritu. Y salteando
sin orden ni coherencia, retrocedo varios días atrás, cuando le di un abrazo a
Juanjo, el médico de cabecera que relativizó todos los dolores que el alma me
fue generando, matizándolo con comentarios de libros o deportes, acercándome a
aquel Javier, que no está olvidado, solo demorado con tantos cambios.
Y hoy domingo a la espera de salir a
recorrer los alrededores, trato de escribir con coherencia el combo que me propone
esta entrada, mientras defino que será de mi escritura, mientras aguardo la
primera aparición por Skype de mis amigos habituales, mientras deseo la llegada
del día de encontrar la primera "Marina" en estas tierras, que me
permita continuar la senda, de querer y ser querido.
La primera intención era cerrar el
año recomendado los mejores libros leídos en el 2014 sobre los 135 encarados.
Elegí "Así empieza lo malo", de Javier Marías, libro que vaya
casualidad, leí en mi primera aproximación a Breda y no está viajando en cajas.
La prosa de Marías, que me enamora siempre, fue el único libro que me recibió
en la nueva casa, vino a ser como aquellos de José, el cambio generacional me
marcan el nuevo camino.
Y si dejo de lado los tres libros que
ahora me traje, acomodo el álbum completo de cromos del Plentzia, regalo de
Sarah, Ekain y Erik. La foto de mi equipo y del A me devuelven al abrazo que
veinticuatro niños me regalaron al momento de decir basta, llevaba más de dos
meses alargando despedidas. Y la foto de Luka, que finalmente conseguí, es el
cierre perfecto del círculo. Entre Marina y Luka hay casi treinta años de
diferencia, parece que mi corazón guarda más memoria que cualquier disco duro.
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