“Cuanto más razón cuanto menos se
cree.”
Raymond Chandler
He cometido un error de
interpretación literaria que espero remediar a partir de este año. Todos los agostos, coincidiendo con las
vacaciones y las largas estadías en la playa, descartaba la lectura habitual y
encaraba una especie de reset mental leyendo una simpática colección de Novela
negra del Diario El País. Era mi manera de considerar este género como algo
light, superficial, como algo de menor
sustancia comunicativa. La manera ideal de no abandonar el hábito, pero sin
caer en la lectura de los best-seller de la playa. Pero me fui dando cuenta que
no descansaba mi avidez por hojear, disfrutar y descubrir, sino que desde hace
años aguardo con indisimulable agrado, la llegada del verano.
Ludwig Wittgenstein, profesor en
Cambridge y amante de la novela criminal, no guardaba pudor en reconocer que
“Hay más sabiduría en la serie negra que en las revistas de pensamiento”. A
muchos escritores de este género les ha interesado más el desorden de las
relaciones familiares y sociales, que el mismo crimen. Joseph Conrad escribió
alguna vez: “La sociedad es esencialmente criminal; si no fuera así, no
existiría”.
La filosofía política parece
nutrirse tanto de la novela negra como de los thrillers judiciales, tan bien
encarados por John Grisham, donde el enemigo tiene un sentido diabólico, no
merece ni siquiera la consideración de la piedad. Clasifica de forma terminante
la dualidad entre buenos y malos. No se necesita de tribunales, sólo recalcar
hasta el hartazgo que si en el proceso no estás con ellos, eres malo y te
estimula o incentiva el enemigo. El desenlace pide a gritos que el criminal sea
aniquilado ni bien sea cazado, y sólo después, de disponer de tiempo, se podrá
confirmar o no su culpabilidad. Eso claro, en países más operativos. En el de
mi origen, no disponemos de la chance de confirmar en el tiempo algún signo de
avance.
La permanente exposición hacia lo
banal, y la recurrente presencia de la violencia en todos los órdenes,
insensibiliza a las sociedades. La sangre tiene un componente de emoción que
atrae, aunque se sepa de antemano que la verdad seguramente no será hallada. Si
un crimen es feroz, más motiva a esta
sociedad banal. Sobre el mismo cuerpo ya no se necesita la silueta en tiza para
contornear, aún antes de que enfríe, ya estará la sociedad matizando la
clasificación entre bueno y malo, entre operación o thriller, entre socialismo
o imperialismo, entre justicia o poder. Los malvados son más malvados, y los
presuntos inocentes, no pueden serlo tanto. “Algo habrá hecho”, “Se la estaría
buscando”, “Era un estúpido”, frases de este tenor al menos permiten suponer
que la sustancia inmunda no es sólo fruto del criminal. El fallecido aún no ha
sido retirado, pero no puede gritar: “Eh, aún estoy aquí, lo estoy escuchando”.
Y los intelectuales son el espejo de
la impotencia. La posibilidad de imponer la autonomía de la crítica se evapora
ante estas sociedades que no evalúan al razonamiento, que se empantanan en
utopías prestadas o marketineras, y sobre todo, sin perspectivas de futuro. La
imagen esencial del pensador, esencial en el siglo XX, fue reemplazada por el
personaje mediático, el publicista que sabe manejar los golpes de efecto, el
guionista oficial que recurre permanentemente a la épica, el presentador que
casi sin presentar, abusa del personaje ordinario, que a base de chillidos
histéricos, nos haga creer que ese es el ejercicio de reflexionar. El listón
está tan bajo hace tiempo, que ya nadie se acuerda de mirar a cámara y
pronunciar un “… Elemental, Watson”.
El intelectual ha abdicado, no tuvo
tiempo de anunciarlo. Algunos curiosos incisivos sólo se han dado cuenta cuando
entre tanta ordinariez y estupidez, de repente encuentra a una persona que sin
gritar ni levantar la voz, en poco más de cinco minutos nos desnuda el alma,
con el simple llamado a la reflexión, con el simple retorno a una línea de
pensamiento, con la pregunta que se debe hacer, con la enunciación de las dudas
crueles que nos asisten como sociedades, con la posibilidad de no estar en
alguna de las dos aceras y volver – a un lugar que es obligado – a una posición
crítica, que no tiene que ser enemiga, sino pensamiento de oposición. La
mayoría de la sociedad ha renunciado descaradamente a este ejercicio, en un
siglo donde cualquiera que tenga aproximación a una carrera universitaria o
terciaria, a un medio de comunicación o peor aún, a la lectura de tres libros
en un año, accede a la denominación de origen de pensante o “INTELECTUAL”.
Los partidos políticos no necesitan
de los intelectuales. Los gobiernos, menos. El intelectual siempre debe
permanecer al margen, ellos no están enrolados, ellos eran eternamente
oposición. De ellos debían temer tanto o más que de los votos. Eran la voz a la
que recurríamos cuando sospechábamos que nos estaban engañando. Pero los
partidos políticos y los gobiernos se han dado cuenta que, al estar el listón
tan bajo, y al haberse popularizado el acceso a la “intelectualidad”, nadie
refutaría o cuestionaría que el propio gobierno denomine intelectuales a
pensadores o artistas oficialistas.
El intelectual no debe ser definido
como negativo, es que la realidad no suele ser positiva. La crítica y el
análisis tienen una función indispensable, porque hay algo que es indiscutido:
la injusticia se incrementa, las desigualdades se agrandan, la dominación suele
terminar en opresión, la insensibilidad es el rasgo determinante del seguidor
incondicional y del anestesiado. El viejo intelectual es necesario, y se lo
extraña. Se lo ha reemplazado por el ignorante o por el escaso de curiosidad crítica,
llamémoslo agentes de comunicación.
Y si nuestro gobernante se comunica
banalmente como táctica comunicativa, que hacemos. Cambiamos de canal, no
toleramos ni escucharlo. Y si el medio escogido es un televisor de plasma
aislante de la confrontación cara a cara, que optamos. Por aceptar que la
tecnología aleja más que acerca. Y si las preguntas son consideradas
desestabilizadoras, que supone. Qué no se hacen más preguntas, si supuestamente
no necesitamos la verdad para ser mejores. Y si el mandatario elige las redes
sociales para contener la angustia existencial de la población, que supone eso.
Nada, porque además, elige no contener, solo contenerse a sí mismo. A
victimizarse, a agigantar su ego, a exterioriza culpas, a no disimular que no
le sensibiliza nada más que el temor a la pérdida de su poder dictatorial o dudar
de la eficacia de un relato, que alguna vez creyó que era real. Que es lo que
buscamos últimamente, que solo nos clikeen un me gusta o un emoticón de una sonrisa o guiño.
¿Y porque tememos cuestionar la
definición de derechos humanos? Quizás porque es un término muy difícil de
cuestionar, la víctima ya ha pasado por algo tan doloroso que no se le puede
agregar más pesar. Y la sociedad considera que existen límites ante los que no
se debe cruzar. Pero se observa una contradicción llamativa, el portador del
cartel de derechos humanos, no se sensibiliza ante otros atropellos cercanos. Y
regala frases como: “Somos muy demócratas y tolerantes, otros los hubieran
desalojado a palos y a gases como merecían”, “Por primera vez le pasaron la
boleta a tal”, o “Alguien tiene que sacarlo, es un hijo de mil putas”, “Váyanse
##### de mierda” o la última de estos días: “A X le tiraron un muerto y ahora
le tiraron otro muerto a XL”. Cuestionar estas frases o actitudes partidarias y
por ende, insensibles, es afirmar una afinidad con represores, no simplemente
preguntarse cuando toca defender los derechos humanos contemporáneos. ¿No sería
el ideal de un intelectual que la defensa de los derechos de la humanidad,
estuvieran siempre por fuera de los partidos políticos y sus negociados? ¿Por
qué hemos aceptado que conviertan esa palabra en mísera ambición partidaria?
Y nos cuesta reconocer que la víctima,
de momento, es él que está reposando en la morgue. Que un disparo en la cabeza
ante una acusación (real o insustancial) es una agresión a todos lo que tenemos
curiosidad de revertir esta mediocridad. Que no es verdadera esa intención:
“Espero que al menos su muerte sirva para algo”. Que duele tanto como sospechar
que se ha silenciado algo, el hecho de abrir tu red social cercana y comprobar
que el afín agitador desaparece por un tiempo o solo nos regala imágenes de gatitos,
o si da la cara, repite la teoría de la conspiración, que generalmente es
externa. O peor aún, te pregunta porque no protestabas hace 20 años, y ve
dudoso o sospechoso que lo hagas hoy. Llegado al caso, prefiero el silencio
cobarde de aquel que a cada rato pregonaba las bondades de vivir en estas
décadas de logros inimaginables, que el repetir obtuso de un guión que
caratulamos subliterario, vaya contradicción, así denominaban a la novela
policiaca en el siglo XIX, ya que el crimen era considerado antiestético para
las sociedades modernas.
El intelectual expresa a través del
lenguaje de la cultura y el razonamiento, las experiencias y el sentir que las
masas no pueden articular por sí mismos. Es una relación tan necesaria como la
de educadores y educados, ambos en proceso de descomposición. El rol del
intelectual era analizar la realidad proyectando un futuro con alguna solución
posible. Hoy quizás no hay intelectuales porque no tenemos utopías, porque como
no tenemos futuro, buscamos el porvenir en el pasado. Nos aseguran que el
presente es tan inmoral y sin alternativas, porque no ayudamos a que triunfaran
esas supuestas revoluciones remotas. El
intelectual no se deja ver porque está instalado el concepto que el hombre
libre debe ser sospechoso. Ya que no implicarse no significa ser una opinión
reflexiva o critica, sino que sentirse libre es ser cómplice de aquel, que el
relato eligió que sea el malo.
Lamentablemente, la decadencia no es
obra de un gobierno determinado. Sería sencillo de recuperarnos, si ese fuera
el motivo. Los gobiernos reflejan la decadencia de todos, esa sensación de que
nadie se hace cargo, que todos nos exculpamos todo el rato, que el mal siempre
es único, que nadie tiene la culpa de nada. La fábula de “El traje nuevo del
emperador”, también conocido como El Rey desnudo no es de hoy, es una reflexión
certera en forma de cuento, del escritor danés Christian Andersen, por el año
1837. La debería linkear, porque creo que la decadencia de la que nos
vanagloriamos permite suponer que la sociedad intelectual de estas fechas, ni
siquiera ha consultado a Andersen o Esopo, porque es mejor compartir un link
que no leímos ni cuestionamos, pero suponemos que es afín a nosotros, ya que “por
suerte”, las redes sociales te ofrecen esa opción de compartir, más que compartir,
nos continúa distanciando.
El 10 de enero de 1961 moría
Dashiell Hammett, el “inventor” de la novela negra. Su personaje detectivesco
de Sam Spade se convirtió en un testimonio social. Era el detective solitario por
excelencia, más filósofo que policíaco, que decidía todo el tiempo entre el
bien y el mal con un inquebrantable código moral, que no coincidía con el de la
sociedad de su época. Hammett sentó las bases de un nuevo género, antes
destacaban Edgar Allan Poe o Agatha Christie con la novela policiaca. Y de la
escritora británica me acordé al leer unas cartas a la población en redes
sociales, donde un gobernante que se autodenomina exitoso, se desentiende de su
rol de gestor o administrador de nuestros derechos y obligaciones, para
convertirse en un aprendiz de Hércules Poirot, donde sólo aspira a contar los
me gusta. Y me recordó, porque como procedía en esas novelas, el investigador
siempre estaba rodeado de ayudantes bobalicones. En este caso, me cuesta distinguir
quien no se hace el bobo en estas tramas.
“A una prostituta no le pagas por
sexo. Le pagas para que desaparezca una vez consumado el hecho”.
Dashiell Hammett
PD: Gracias a Juan Roa por presentarme
el género de novela negra. Un verdadero hallazgo que lleva más de una década en
mis gustos personales.
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