“Bueno, aquí
hay un problema de vocabulario sumamente complicado, porque lo que tiene de
fantástico el hombre nuevo es que no existe todavía. Todos nosotros tenemos
nuestra idea de eso que se ha dado en llamar “el hombre nuevo” y creo que la
lucha en común que muchos libramos está justamente dirigida por ese esquema,
por ese deseo de llegar a una nueva concepción de lo humano, pero no hemos
llegado todavía, estamos muy lejos de eso y el hombre nuevo es un hombre nuevo
en un plano a futuro…”
Julio Cortázar
– El sentimiento de lo fantástico
En un momento
de su vasta carrera literaria, Cortázar entendió que fracasaba reiteradamente
en esa búsqueda. Se abrazó a varios procesos revolucionarios, pero confirmó que
a pesar de la brisa inspiradora de esos movimientos “libertadores”, se había
equivocado y lo habían utilizado. En ese momento, su literatura se liberó de
esa terrible carga de postular por un absoluto. Su pluma se apartó de esa
necesidad de la trascendencia, aceptó el derrotero planteado por Samuel
Beckett: “Fracasa. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”. No puedo saber si fue un hombre liberado,
pero su literatura dejó de perseguir el cambiar el mundo. Literariamente lo
logró, pero la sensación de encontrar finalmente al hombre nuevo instaurado
entre nosotros, siguió vacante. Y eso que, hasta este momento, muchos más se
han postulado -tal vez fraudulentamente- al puesto.
A pesar de una
tendencia en alza de un desarrollo espiritual, o análisis psicológico o
sociológico permanente del ser moderno, la existencia del hombre nuevo sigue
perteneciendo, más que a una posible e inminente realidad, a la acción divina. Es
que se necesitan demasiadas condiciones para lograr esa calificación de origen:
“Ser perfecto y autosuficiente”, “haber superado el egoísmo natural para
convertirse en el hombre solidario”, “integrarse en cualquier sociedad sin
necesidad de compromisos con el pasado, presente y el futuro de las mismas” o
“ser una persona que en su interior haya desaparecido la naturaleza humana tal
como está conformada hasta hoy”. De ahí que al menos, muchos aspiremos a ser
considerados hombres normales, calificación que también es muy discutida
eternamente.
Somos seres
normales, aún aquellos que en alguna área rocen aspectos de excelencia. La
esencia es la normalidad del contrasentido existencial, podemos aspirar a
encontrar más personalidades históricas, pero el ego de conseguir un componente
excepcional, suele llevar a las personas a la inexorable tendencia hacia la
hipocresía, la simulación o la impostura. Buscamos entre nuestros pares a un
ídolo, cuando en realidad, la presencia de un referente bastaría. No se
necesitan héroes, mitos o santos, aunque es importante la presencia moral. Y
como la inmoralidad acampa sin restricciones en nuestras sociedades, quizás por
ese motivo no nos alcanza la existencia de un referente, anhelamos la
reinvención del ser humano, aquel que seguimos buscando como nuevo.
Es difícil
filosofar sobre el hombre nuevo sin mencionar las religiones, la ideología o la
política. Más acorde es afirmar que es imposible. Resultaría más sencillo
encarar este tema adentrándose en estas áreas, pero de ahí no saldría nada
“nuevo”, observamos entre fascinados o hastiados la hipocresía de nuestros
seres cercanos que por motivos religiosos, pasionales, ideológicos o políticos
siguen defendiendo lo indefendible, o peor aún, lo inexistente. “Éste ya está
en la cruz, el nuevo está en el horizonte”, frase del maestro espiritual hindú
Rajneesh Chandra Mohan Jain (1931-1990) que consideraba que la fuente de la
desdicha del ser humano radicaba en el profundo desconocimiento de su propia
naturaleza. Me suele suceder lo que a Cortázar, la suposición lamentablemente
errónea que la información filosófica o histórica me salva del realismo
ingenuo. Más triste cuando en apariencias más sabio, uno comprende que la
realidad nunca será lo que parece y que la inteligencia como la ignorancia
engañan a los sentidos, desarrollando una visión tolerable de lo que acecha en
este mundo. El laicismo absoluto tampoco ha triunfado, aunque liberado de las
cadenas opresivas e inexistentes de las divinidades, no logra construir a ese
hombre mejor, imagínense entonces lo difícil que es hallar al hombre nuevo.
El laico lucha
de forma encarnizada entre la cultura y la religión, entre lo natural y lo
divino, entre el alma y el espíritu. Acusa a las religiones de propagar los
fanatismos que aseguran las ataduras, e intenta primero con el uso del
razonamiento, pero luego con una persistencia casi fanática, de convencer a la
mayoría de superar la idea de un Dios. De tanta persistencia de algunos, el
laicismo se convierte en una nueva religión donde el pregonar de un hombre sin
ataduras, libre de todo prejuicio, emancipado de estructuras, lo convierte
quizás en una religión contra las religiones. El laico que actúa
individualmente -haciendo su propia vida-, sin interferir sobre los demás
gustos posibles, se desgasta porque observa que él tampoco logra generar su
hombre nuevo, mientras le desmotivan los vicios en proporciones desmesuradas
del viejo hombre que pregona el nunca arribado hombre nuevo. Si el nacimiento del
hombre nuevo ha de surgir del colectivo, no se vislumbra manera de ser laico
pasivo, de manera individual.
Los “hombres
nuevos” que han llegado a gobernar, ya sea en forma democrática o imponiéndose
a través de la revolución, nos han dados pruebas irrefutables, de que a la
corta o a la larga, que la reforma que pregonan se termina en el momento de
llegar al poder. A partir de ese momento, la reforma la desarrollará de acuerdo
a “sus” criterios de libertad e igualdad. Los adeptos se convertirán en
adoradores militantes, que no verán, no querrán ver o tardarán en detectar arbitrariedades.
De mediar críticos, cuestionamientos u oposición, serán catalogados de
antidemocráticos, fascistas, anti derechos humanos o desestabilizadores a
sueldo del famoso y siempre recurrente “poder hegemónico”. De ahí que uno de
los atributos del hombre nuevo sea la mentalidad constructivista, pero para
poder acceder a ese pleno derecho se antoja necesario neutralizar al animal
político que todo hombre nuevo vuelve a llevar dentro.
El hombre
nuevo que sepulte al viejo ha de seguir aguardando el momento. De no mediar
novedades, deberemos aceptar que se trata de una utopía. Esta fantasía ha
evolucionado a lo largo de los siglos, se pueden vislumbrar y hasta aceptar
cambios durante la búsqueda. El hombre ha pasado de adorar divinidades
anteriores que surgieron ante el caos -el estado primigenio del cosmos- y que
poseían una serie de abstracciones simbólicas, a adorar otro tipo de divinidad
-religiosa- que nos habría de llevar a la perfección en una vida eterna en el
más allá. Las sucesivas revoluciones que marcaron el contenido de los últimos
siglos -nombremos dos para dar ejemplos: La Revolución Francesa o Revolución
del 68- quizás plantearon o intentaron sembrar las bases en “este” mundo, de
que el hombre nuevo debía partir de una vida nueva o de una sociedad moderna
abrazada más a lo científico o cultural que a lo místico. La idea que predomina
es la necesidad de alcanzar la seguridad en este mundo. Quizás estemos cerca de
aceptar que el concepto de hombre nuevo se asociará siempre a un futuro “cercano”,
lo que nos plantea un frustrante problema, ya que nos empecinamos en vivir
entre el presente y el pasado…
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