Lo
bueno de llegar con tiempo a los diversos estadios de futbol, en mi juventud,
era que te detenías en un sinfín de personajes, que sin valorar, formaban parte
del folclore de este deporte. Alrededor de los jugadores de tercera división que
encaraban el partido previo, y dependiendo de la importancia del encuentro,
desfilaban más o menos sujetos con o sin rumbo fijo por los costados del campo
o en las cercanías de los túneles de vestuario. Uno de ellos era emblemático,
todos hablaban de él aunque nadie lo conociera personalmente. Todos sabíamos su
nombre: Ricardo Osvaldo Alfieri.
Era
fotógrafo, no recuerdo si era alto, pero sí que era delgado y de andar refinado,
que su poco cabello estaba prolijamente peinado, que se tomaba su tiempo para
encarar su ubicación detrás de cada área, y que todos lo distinguían en el
acto, por un pañuelo anudado al cuello, los memoriosos intuyen que era
amarillo. Mi memoria no llega a tanto, menos que menos internet, que de esas épocas
guarda pocas imágenes para corroborarlo.
La
fotografía periodística siempre se ha destacado en el deporte. Si hemos leído historias
deportivas, siempre la hemos acompañado de una imagen, dicha ilustración forma
parte de la lectura. Mediante la fotografía deportiva podíamos no sólo
distinguir la calidad del deportista, la clarividencia de la jugada que en milésimas
ocurriría, la sensación de la victoria, de la derrota o de la intrascendencia
de los protagonistas, sino que también quedaba de manifiesto que era la única
imagen que podíamos obtener de un evento al que la televisión aun no llegaba.
La imagen era como estar presenciando el momento sagrado en cualquier deporte.
Y la calidad del fotógrafo ayudaba a esa cercanía.
En
el deporte, la revista El Gráfico era un medio de prensa semanal que cubría
casi toda la actividad deportiva argentina. La gente seguía el fútbol,
principalmente, a través de las crónicas de los periodistas-bohemios-poetas de
la época y veía la jugada trascendente a través de los ojos de los fotógrafos. Todos
los lunes a la noche, los kioscos de las grandes arterias de la Capital, recibían
el camión con el reparto. Y en uno de los paquetes atados con hilo sisal, se escondía
la edición semanal de la revista. Mis amigos esperaban junto a mí, que era el
que religiosamente la compraba, y cuando el kiosquero me separaba la revista,
comenzaban la pelea por ojear y confirmar el gol a través de sus páginas. Yo
esperaba con una mezcla de enojo pero también contento de ver la pasión de mis
amigos. Fueron 26 años de comprar la revista, y desde 1980 hasta el 2002 (que
me fui del país), casi todos los lunes
alguien se me acoplaba hasta el kiosco de Avenida Cabildo y Monroe. Saciada la
sed de mis amigos en la puerta misma de mi casa, al subir al cuarto piso debía sortear
el siguiente filtro, este aún mas tedioso, el de mi padre. Era fastidioso
porque mis amigos hojeaban la edición, pero mi viejo se la leía. Casi llegada
las nueve y media de la noche, la revista al fin era toda para mí. Y su total lectura
no solía demorarme más de una hora.
Recuerdo
no tener paga asignada. Si que mi madre me separara algunas monedas para
comprar algo en los recreos del secundario. Y el dinero justo para la ida y
vuelta al cole, en el colectivo 38. Pero aprendí a ir caminando y descartar el
sandwiche de jamón y queso por un paquete de palitos Leone o un alfajor Jorgito,
ya que debía separar el dinero exacto para comprar El Gráfico cada lunes. En los primeros años de la escuela
primaria, me lo acercaba mi padre los jueves, una vez que en el trabajo, lo
habían leído todos sus compañeros. Pero hubo un evento fundamental en mi niñez
que me obligó a lo que vulgarmente se dice “ganarme unas perras”, para poder comprar la revista: El mundial 1978. No podía esperar tantos días para
hacerme con la revista, y en ese momento especial de cualquier futbolero, el semanario modificaba su rutina, para salir luego de cada partido de la selección.
Entonces durante ese mes, tenía que comprar cada 4 días la revista.
Mis
amigos recordarán que aprovechábamos la cercanía del estadio de River Plate para
estacionar en “nuestra” plaza, los coches de las personas que concurrían al
estadio. El primer partido fue contra Hungría, y la cosecha de monedas fue tímida. Contra Francia,
mejoró la recaudación, porque perfeccionamos el mecanismo. Y con Italia, estaba
montado el negocio. Lástima que el gol de Bettega modificó la rutina del seleccionado
de Menotti, y parte del nuestro. Al perder con los italianos el tercer partido, la selección
se vio obligada a trasladarse a Rosario. La historia dijo, finalmente, que fue
para mejor, el equipo se vio arropado por dicha ciudad y sacó adelante la
segunda fase. Para mí, fue un trastorno. No era negocio estacionar los coches
en la plaza, en los partidos de Italia, Alemania, Austria y Holanda; mucho menos a las 2 de la
tarde, cuando recién estabas retornando del colegio. Y El Gráfico no interrumpía
su rutina, había que juntar el dinero para comprarlo; o rogar que mi madre
entendiera que era imperioso ampliar la partida dedicada a mis exiguos gastos.
La
clasificación a la final fue la apoteosis. No solo deportivo, volvíamos a
disponer de ese dinero B, que en nuestras aun pequeñas manos parecían fortunas.
El sábado con el tercer puesto entre Italia y Brasil, y la final al día
siguiente contra Holanda, nos encontró desbordados. Además, de la nada, surgió
innumerable competencia: los mayores, esos que considerábamos los vagos, en
forma descarada venían dispuestos a quitarnos del medio a nosotros, los
inventores del negocio. Fue una lucha despiadada, pero la emoción ante la final
hizo que la gente regalara monedas por demás, y que todos tuviéramos un margen considerable
de ganancias. Eso sí, a mis padres no les explicaba lo que sucedía, pero
observaban con curiosidad como yo me hacía con la revista, sin necesidad de
convencerlos con mi llanto, el único recurso negociador del que disponía.
Y
a través de las fotos revivía los goles de Luque, Bertoni y Kempes, las atajadas del
pato Fillol, en el penal a Deyna o ante el zapatazo de Rep en la final, el tiro en el poste de Rensenbrink en la final, las lesiones
de Osvaldo Ardiles, Leopoldo Luque y del Beto Alonso, o el gol imposible errado por el negro
Ortiz, en el partido contra Brasil. Y en la edición posterior a la consagración argentina
en el mundial, recordar una foto que hizo historia y que Osvaldo Ardizzone, un
poeta que escribía sobre deportes, titulara e inmortalizara como “El abrazo del
alma”.
Ricardo
Alfieri ingresó en la editorial Atlántida en 1936, como linotipista. Alertado que
la editorial abría a sus empleados la posibilidad de cambiar de sección a
través de un aviso en la empresa, se pasó a la fotografía. En aquellas épocas no
existía una formación institucionalizada. El azar y la desfachatez eran los
argumentos que los talentosos contaban para abrirse paso. La legitimación del
reportero gráfico era dificultosa. El estatuto de la Asociación de Reporteros
Gráficos constaba que para ser miembro activo de la Asociación de fotógrafos debían
presentar un certificado escrito de la empresa donde desempeñaba sus tareas de
reportero gráfico, número de aporte a la caja de periodistas y una antigüedad mínima
de tres meses. Con esos requisitos tramitabas la credencial de prensa, que te
permitía acceder a los estadios.
Un
sábado faltó un fotógrafo y le asignaron su tarea a Alfieri. Hasta ese momento
realizaba trabajitos de laboratorio. Y así se hizo imprescindible para la historia
de la revista. Desde 1936 hasta mediada la década de los ochenta, sus coberturas
fotográficas fueron sonadas, alimentando el prestigio del semanario. Además,
contaba con la cercanía del deportista, que ansiaba que Alfieri lo retratara.
El equipo de un fotógrafo por entonces, era grande y pesado. Había que ubicarse muy bien en el
campo, saber del desarrollo del juego para intuir cuando se podría estar en
presencia de un testimonio fotográfico de calidad. No había opción, tenías la
posibilidad de hacer a lo sumo dos o tres tomas en el desarrollo de una jugada.
Para los jóvenes amantes de la fotografía actual y digital, es impensado
desconocer la existencia de un hallazgo fotográfico. En aquel entonces, varias
horas después de examinado el rollo, el laboratorio te podía indicar el éxito de
la jornada. Y del laboratorio salió la joya titulada “el abrazo del alma”.
Dos
días después de la final contra Holanda, Alfieri revisó sus negativos en el
laboratorio. La edición de la final ya estaba agotada a las pocas horas de
salida. Y en esa edición, solo existía la primera secuencia de esa foto. En la cercanía
de un área, los jugadores Fillol y Tarantini se abrazaban arrodillados. La
revista utilizó una doble página con la imagen y la tituló con un epígrafe que
recordaba: “Si, pato, somos campeones¡”
Al
revisar la secuencia, Alfieri se dio cuenta que tenía una foto increíble, y que
en la locura de la edición de la revista del día anterior, había pasado
inadvertida. Durante el mes que duró el mundial, El Gráfico produjo las cuatro
ediciones tradicionales del mes, más tres ediciones extras. El acontecimiento
significó la elaboración de 648 páginas y más de 100 personas, entre
periodistas, redactores, colaboradores y fotógrafos, trabajando en la cobertura
del torneo. En las siete ediciones dispusieron de 232.756 fotografías para
seleccionar. Y la más importante no inmortalizó una gran acción del fútbol o
ninguno de los cuatro goles en esa final.
A
la foto ya conocida del abrazo entre Fillol y Tarantini, arrodillados en las
puertas de un área, solos ante una multitud desbordada, se agregaba un desconocido,
que frenó su carrera para situarse a las espaldas de Tarantini. Era un joven sin
brazos, con las mangas largas de un sweater (pullover) sacudiéndose por el
movimiento y el frio de una noche de otoño que se instalaba en el campo. Al
frenar su carrera, las mangas vacías de su sweater se desplazan hacia delante. Ricardo
Alfieri hizo una copia de ese hallazgo y subió a la editorial a mostrarla.
Osvaldo Ardizzone, al verla la bautizó inmediatamente: “el abrazo del alma”. Un
abrazo sin extremidades, un abrazo emocional.
“Con
todo cariño le dedico a Víctor mi mejor foto del mundial `78”, Ricardo Alfieri.
Así reza la copia que el fotógrafo le obsequió a ese joven al encontrarlo
finalmente en su casa de Lugano. En los distintos aniversarios, tanto del evento
como desde la muerte del fotógrafo, por el año 1994, Víctor Dell´Aquila fue
convocado. No se hizo famoso, no obtuvo dinero por esa imagen. En las cercanías
de este mundial que se avecina, Coca Cola hizo un spot donde aparece rodeado de
los otros dos protagonistas, pero eso ya es marketing. La foto perdura con la
imagen de ese joven desconocido, y perduró en los diversos campos donde la
plasticidad de Alfieri se movió detrás de las áreas. Todo el que lo reconocía,
señalaba orgulloso: “Ese es Ricardo Alfieri, el de “El abrazo del alma”.
Otra
fotografía trascendió el evento. Tampoco registraba alternativas del juego. En
el palco de autoridades, un general Videla eufórico festejaba el segundo gol de
Kempes, arropado por Massera y Agosti. El fotógrafo paraguayo Higinio González,
también de la revista, la tituló: “Alegría”. La ambigüedad de ese mundial nos
sigue lastimando. Hace poco, ante la polémica de la intervención del gobierno
en las trasmisiones actuales del fútbol argentino, una referente importante
vinculada a los derechos humanos que esa dictadura obvió, confesó que el futbol
no era para hacer dinero, solo para hacer política, tal como lo manifestara en
el momento de estatizar el fútbol, Néstor Kirchner.
Dios
y el demonio están dentro de nosotros, alternando el predominio. Dios no estuvo
en muchos momentos trascendentales de la historia. Ni en Auschwitz o en las
guerras, ni en terremotos, plagas o dictaduras, quizás se marchó momentos
después de inaugurar su invento y no ha regresado. Obviamente tampoco estuvo a
metros del estadio Monumental de River Plate, donde se escondía, torturaba y
desaparecía gente. Estábamos todos nosotros festejando un éxito deportivo, a
pesar de que en el extranjero nos alertaran de los extraños sucesos que se vivían.
El extranjero siempre avisa, el oriundo es el último en enterarse, aquí y en
cualquier lado.
Estaba
yo, amparado por mi niñez, pendiente de cada paso del seleccionado y
estacionando coches para “hacerme con unas perras” y comprarme los siete El
Gráfico deseados. Estaba el canto “el que no salta es holandés” y el más tímido
“se va acabar, se va acabar, la dictadura militar”. La vida solo se detenía
para los verdaderamente afectados. Quizás nuestra ignorancia era cómplice, la
misma que queda expuesta siempre, ante la confirmación de las atrocidades que
las sociedades cada tanto regalamos. La misma ignorancia que permite fundamentar,
que al día de hoy el fútbol siga siendo considerado el opio para el ignorante y el arma
para el poderoso. Pero eso no desacredita “el abrazo del alma” ni mi devoción por
El Gráfico y los artículos de Juvenal o Ardizzone en la revista.
La
arbitraria decisión de decidir sobre la vida del otro se entremezcla con la
vida que genera el arte. El abrazo sin extremidades que cercó el festejo intimo
de Fillol y Tarantini (que se enteraron como nosotros a través de la foto),
también es una forma de captar la vida. Y se desenvuelve sin mayores
interpretaciones existenciales, yo mismo repaso a cada rato las líneas hasta ahora escritas
con el temor de encontrar mi complicidad, aquella que hoy aparenta dividirnos
todo el tiempo. La mayoría vamos por la vida tratando de escribir la historia,
pero hay algunos que solo intentan todo el rato repetirla. El abrazo del alma es
mi mejor recuerdo a mi pasión futbolera, que con el tiempo, se atenuó. Como fue
desapareciendo la importancia de la revista, a la que ya no puedo esperar los
lunes a la noche…
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