Uno de los beneficios de vivir en
Plentzia, lo tengo durante el verano a diez minutos de casa. El pueblo recibe a
diario caravanas de coches, riadas de ciudadanos que descienden en la última estación
del metro. El camino de la ría anticipa la concurrencia de esa jornada. En el
puente mismo, varios jóvenes pugnan por un placer ahora prohibido con multas:
arrojarse a las aguas desde la altura de la emblemática plataforma. Los bares
con terraza están repletos de ánimos festivos. Música distinta al tiempo que tu
camino alterna por los diferentes bares. Todos vamos hacia el mismo lugar
común: la playa.
El turismo en la península es el
principal motor de la economía. En el norte, sus efectos no son tan notorios
como en el levante o mediterráneo. Pero las playas de Plentzia – Gorliz se
nutren fundamentalmente de los habitantes de Bilbao o zonas aledañas. De esta
manera, la población de estos municipios se ve incrementada por cuatro en los
meses de julio y agosto. Basta con realizar las compras en el super del pueblo
para constatar el flujo constante en las filas para pagar. Son los únicos meses
donde dos o tres cajas se habilitan para el pago.
A veintisiete kilómetros de Bilbao,
la playa es el lugar ideal para hacer largas caminatas, desde el espigón del inicio
hasta Astondo. Así, varias veces durante el día. En mi primer verano, me
sorprendía la facilidad con que la gente dejaba sus cosas en la arena y
desaparecía durante casi una hora para dedicarse a la caminata por la orilla. “Lo
único que faltaría es que un día no podamos dejar las cosas un ratillo solas”,
solían decir los paseadores ante rumores de que en las playas frecuentaban
algunos amigos de lo ajeno. Otro mundo, en verdad. Que aquí también ha ido
desapareciendo, al menos ahora tomamos mínimos recaudos.
La nuestra es una playa tranquila,
casi familiar. Su mar no es nada peligroso, ya que el viento apenas azota las
aguas lo que lo suele convertir en una cristalina laguna. El espigón que la
separa de la ría, la protege de las corrientes que se puedan formar durante los
cambios de mareas. En estas aguas he conocido el placer de nadar alejándome de
la orilla. El recorrido hasta las boyas que delimitan la convivencia de
nadadores con las diversas embarcaciones, es el paso obligado de los que nos
consideramos intrépidos. Los días de calor se dificulta el acceso a esas boyas
de color amarillo. Por su elevado índice de ocupación, a veces en estas playas
podemos albergar jornadas de más de 13.000 visitantes. En esos días solemos
sentir el agobio de sentirnos como en Benidorm.
En los meses de verano, el punto de
encuentro es la playa. Los distintos amigos y conocidos, solemos ocupar el
mismo espacio físico durante la temporada. De esta manera, resulta sencillo el
lugar de encuentro. Las jornadas se prolongan hasta bien entrada la noche,
porque una de las particularidades de nuestro verano, es que hasta las 10 de la
noche, tenemos luz como para disuadirnos de abandonar el recinto. La playa, en
mi criterio, es el único lugar permitido, donde uno puede estar tirado al sol
durante horas sin hacer más que eso, estar tirado, durmiendo, leyendo, o
conversando con amigos, y no sentir la ahogada sensación de no estar haciendo
algo, cosa que nos pasa en el resto del año. Para disimular ese estado de
abandono, suelo hacer varias incursiones al agua durante la jornada, con la
vana esperanza de que alguno me considere un deportista.
Pero no todos los habitantes del
pueblo concurren a la playa. Conozco varios que no son partidarios de estar
expuestos al sol, sin un objetivo concreto que sea de provecho. “Quita, quita”,
suele ser la frase despectiva cuando les consulto si habrán de ir finalmente
esta temporada a las playas del municipio.
El fenómeno del ocio en las playas,
no ha existido siempre. Y no es osado el precisar que es una rareza reciente. Algunos
sitúan a la playa como un “invento” generado a partir de 1750. Antes, casi
todas las referencias sobre el litoral y sus riberas, estaban orientados hacia
lo bíblico, y más precisamente a los alcances del diluvio universal. El típico olor
a mar, estaba generado, según estas voces, a la fetidez de los muertos que
quedaban del diluvio. El acercarse a una orilla estaba más fundado en la
curiosidad de cerciorarse si los alcances de una tormenta considerable,
arrojaba o no elementos interesantes a las costas. Me recuerda a los
excelentes relatos de Ramiro Pinilla en sus diversas obras, destacando “Las ciegas
hormigas”, excelente relato vinculado a la post guerra, y situada en los
acantilados de Getxo.
En 1750 se produjo una confluencia
médico religiosa. Desde 1700 los teólogos británicos anglicanos, habían
recomendado frecuentar las obras de la naturaleza de Dios, por ejemplo pasear
por los campos. Hasta ese momento, no se mencionaba la existencia de la playa
como una de esas obras. Pero a partir de 1750, los médicos reales de los
llamados Reyes Jorges, recomendaron a Jorge III ir a la playa, realizar
caminatas, sumergirse ocasionalmente en las aguas y beber aproximadamente un
litro de agua de mar, generando el inmediato efecto purgativo.
El tercero de los Jorges, desde muy
niño presentó dificultades para el aprendizaje. A los once años, aún no sabía
leer ni escribir, aunque profesaba un excelente uso del idioma. Cuando estaba
nervioso, y dicen que era un estado casi habitual, hablaba con rapidez
desenfrenada. Era un secreto a voces, que su salud mental estaba visiblemente
deteriorada. Hasta cinco ataques de locura fueron diagnosticados durante su
reinado. El pulso rápido, los pies hinchados, una coloración amarillenta en la
piel, orina biliosa, debilidad al caminar, ronquera por sus constantes aullidos
y alaridos, obligaban a los médicos reales a tomar medidas. La salud era un
temor, pero el miedo a que en sus desvaríos continuara revelando secretos de
estado, obligaba a intentar cualquier tipo de tratamiento.
Los viajes a Cheltenham o Southampton
se sucedieron. La desesperada búsqueda de los benéficos efectos de las aguas
atemperó en parte su mal. Reforzaban las bondades del agua con cabalgadas en la
arena, el objetivo era claro: que el monarca transpirara, para que ese sudor
previo tuviera la recompensa a la hora de la inmersión en el mar.
Y uno de los hijos del Rey, el Príncipe
de Gales, alteró la rutina de ingresar por espacios cortos al mar. Con la ayuda
de unos carros, con un agujero debajo, introducían al monarca para que
realizara sus abluciones. Pero su hijo tuvo la ingrata idea de desobedecer las
facultades de los médicos, y se dedicó a nadar, desatando una verdadera
conmoción. El estupor fue tal, que el propio Jorge III autorizó a sus galenos a
propinarle bofetadas reiteradas en el caso que insistiera en esas prácticas
inusitadas. Gracias al Príncipe, hoy disfrutamos el placer de nadar en el mar.
Comenzó a aceptarse las teorías
sobre las bondades de la exposición del sol y del agua en el cuerpo humano. Se
podía ayudar a curar enfermedades como el raquitismo, la tuberculosis, eccemas
en la piel, psoriasis y demás. La exposición en pequeñas dosis al sol,
favorecían la producción de vitamina D en el cuerpo, ayudando, por ejemplo, a
fortalecer los huesos.
El contrasentido de la obsesión por
ser de sangre azul se vio en parte, remediada por los baños de playa. El
concepto sangre azul provenía por la obcecación de tener la piel blanca. Para
lo cual, no dudaban en utilizar componentes vinculados al plomo u otros
materiales tóxicos para la piel, para que de lo níveo de la epidermis, se
denotara el azulado de las venas. Esto lo diferenciaría del vulgo, que debido a
sus tareas constantes en el campo, obligados a jornadas extensas bajo el sol,
generaban en la piel un plebeyo dorado.
De a poco las distintas Cortes
fueron acercándose a lugares de playa, aptos para las recuperaciones diversas.
Puede ser el momento inicial de la especulación inmobiliaria y recalificación de
terrenos, los médicos reales habían sido concluyentes: estos parajes debían ser
edificados en lugares casi ideales. Los diversos palacios que se construyeron
en las distintas playas, se fueron rodeando de otras edificaciones de los
miembros cercanos a las diversas Cortes, vamos que el pijerío se aproximó a la
espera de poder estar atento a cualquier pelotazo que se generara.
Ya teníamos la playa como fenómeno reparador
de la piel y de las enfermedades, todos gracias a la esquizofrenia sin fin de Jorge
III y la osadía de su hijo. El siguiente paso para los adorados de las
vacaciones en la playa tuvo que esperar un poco más. En los años 20 del siglo
pasado, la diseñadora Coco Chanel se quemó al sol, e instaló de inmediato la
moda del bronceado. Hasta ese momento, no era nada chick adquirir el cobre en
el cuerpo femenino. El color adquirido la hizo aun más atractiva, y el sol,
definitivamente pasó a ser considerado símbolo de bienestar, opulencia y del
buen vivir. Hasta ese momento solo teníamos la constancia del bronce griego,
donde los hombres lucían aun más su belleza física, a la vez que se curaban de
dolencias musculares o reumáticas.
En 1890 nace el primer bañador. Se
construye de camisa, pantalón y calcetines para el hombre y la mujer. Tuvimos
que aguardar hasta 1915 para que desaparecieran los calcetines de la vestimenta
de la playa. En 1930 aparece el primer bañador femenino, los hombres ya podemos
comenzar a mirar de reojo el andar de las diversas féminas por la costa. Sumado
al bronceado generado por Chanel, estamos ya en las puertas del disfrute en las
playas. 1946 es un hito en la historia, aparece la primera bikini, el bañador
de dos piezas. En 1964 el estilista de California, Rudi Genreich inventa el
topless o monokini. Y dejaré el desarrollo de esta evolución, porque esta
mañana de lunes está nublada, y no puedo contar con el baño reparador del mar,
que me quite la locura del desenfreno de la imaginación.
El verano dura poco en estas
tierras. Sus dos meses y medio puede parecer escasos para los amantes de la
playa. Las largas jornadas en la costa se ven interrumpidas a partir de
setiembre. Si el otoño comienza bueno, podemos estirar los chapuzones en el mar
hasta promediar el mes de octubre. El regreso a las clases retoman las bondades
de unas playas extensas. La fila en la cola del Eroski vuelve a ser escasa, de
un solo cajero. Las lluvias del otoño bajan la temperatura varios grados. Será
hora de guardar el bañador, de dejar en las maletas la ropa de otra temporada,
los bermudas o alpargatas. Pero eso más adelante. A más tardar por la tarde,
volveré a sentirme el Príncipe de Gales, y cuando con esfuerzo arribe a la
primera de las boyas, comenzará la disputa mental de si mis años, me permiten
sin riesgo, la osadía de alcanzar la siguiente boya…
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