“Lo más profundo que hay en el
hombre es la piel.”
Paul Valéry.
Álvaro de Mendaña partió de El
Callao con la firme intención de continuar el predominio naval de la Corona
Española de los Austrias. Durante dos siglos, fue la potencia mundial
hegemónica, apenas competida con los portugueses. Mendaña buscaba la tierra
Australis incognita.
En 1568 descubrió el archipiélago de
las Islas Salomón. Mendaña y sus hombres la bautizaron con el nombre bíblico en
honor a una leyenda de la tierra mítica que circulaba hace siglos, el país de
Ofir, puerto mencionado en la Biblia por sus interminables riquezas. El mito
sugería que el Rey Salomón recibía cada tres años cargamentos de oro, plata,
sándalo, piedras preciosas, marfil, monos y pavos reales de estas tierras. En Islas Salomón no encontraron ninguna
riqueza. Los conquistadores dejaron de
lado tanta imaginación por la realidad,
situando las costas de este archipiélago en los mapas. Con el paso del
tiempo estas islas conforman uno de los tantos paraísos fiscales, este
perteneciente a la Commonwealth británica.
El descubrimiento de Salomón es sólo
una parte de la historia de la navegación española en el Océano Pacífico. 27
años después, Mendaña descubrió las Islas Marquesas, en su afán de colonizar
estas tierras e impedir que sirvieran de refugio a los piratas ingleses que
atacaban a las flotas españolas que comerciaban con las Filipinas. Su nombre
completo inicial fue Islas Marquesas de Mendoza, en honor al Virrey del Perú,
García Hurtado de Mendoza. Pero Mendaña enfermó de Malaria y murió en 1595. Los
colonos, entraron en conflicto con los nativos. Abandonaron las islas y durante
un par de siglos perdieron el interés por ellas. Posteriormente fueron
visitadas por franceses, holandeses y británicos.
De los nativos poco se sabía, si que
su población mermó considerablemente a partir del contacto con el hombre
blanco. Hasta que en 1767 el explorador británico Samuel Wallis observó que era
una “costumbre entre los hombres y mujeres hacerse diferentes diseños de tinta
negra en las nalgas y en la parte trasera de los muslos”.
Al año siguiente, el aventurero
francés, Louis Antoine de Bougainville relató que “las mujeres de Tahití se
tiñen los riñones y las nalgas de azul oscuro”. Hubo que esperar ocho años más
para mejorar la definición. En este caso, el navegante, explorador y cartógrafo
británico James Cook, escribió en su diario de a bordo “los nativos imprimen
signos en sus cuerpos y llaman a eso tattow”. Esta reseña universalizó, quizás,
un fenómeno de fascinación mundial, el tatuarse.
Hasta antes de la llegada de los
europeos, la lengua polinesia no era escrita, sólo oral. Los diseños simbólicos
del tatuaje servían para expresar la identidad y personalidad. Indicaban un
rango social por jerarquías, su genealogía y su madurez social. Fue erradicado
durante la colonización. La bitácora de Cook no demuestra el invento de
tatuarse el cuerpo, sólo de sus anotaciones, se universalizó el nombre de este
arte.
El hombre se tatúa o le tatúan la
piel desde casi los orígenes. Fue tanto en lo civil como en lo religioso, un
aviso de prestigio como un estigma. Evocaba a los Dioses, pero también a los
demonios. Otorgaba poder hacia la lucha, como a su vez librarse o condenarse a
muerte. Destacaba a los jefes, pero a su vez, servía para señalar a los
proscriptos. Ya teníamos referencia de su uso con los esclavos en el imperio
romano, como así también en el Código negro francés con los habitantes de las
colonias, o con los ladrones y prostitutas en la propia France, a los que se le
imponía un estigma en la frente, que “demostraba” su pertenencia a un grupo
social no calificado.
El tatuaje era un ornamento. Hasta
hace escasos cincuenta años seguía perteneciendo a ese arte primitivo que sólo
profesaban los indígenas, presidiarios o criminales, marineros, militares y
otras especies de freaks (el concepto hoy tan bastardeados debería ser motivo
de alguna otra entrada) de ferias ambulantes, circos, punks, hippies u otras
movidas trashumantes. Era un rito de paso, un recordatorio, un castigo o
añoranza. En cualquiera de los casos, se desarrollaba en especie de antros o
garitos, sin ninguna garantía higiénica, con tinta china, carbón vegetal o
cenizas, con alfileres o agujas dolorosas y con inscripciones vulgares. El
ancla, el corazón o la referencia de la madre, formaban parte importante de
esta liturgia a la hora de reseñar el tópico. Hasta que se masificó, y hoy
obliga a un permanente esfuerzo de supuesta originalidad y competencia. Este
impulso permite observar, sobre todo a los neutrales como en mi caso, un
catálogo de imágenes, signos o leyendas, que van de lo llamativo hasta lo
vulgar.
A finales del siglo XVIII aparece la
primera mención de tatoo artistic. La reivindicación del movimiento aguardará
hasta la segunda mitad del siglo XX. Su propia naturaleza impedía que se
considerara arte. El arte trasciende las culturas y las épocas. Un tatuaje
tiene una vida útil, que va desde que te lo haces hasta tu muerte. Desaparece
cuando desaparece el tatuado. Pero se impuso esta tendencia, y la paradoja la
da, que en una época donde el arte parece ser más efímero o perecedero,
multitud de etnias distintas pugnan por eternizar en la piel, mensajes o
emociones. Se vive en una ambigua sensación de intimidad compartida.
Hasta se arriesga a definir estos
mensajes cutáneos en tres categorías: traumáticos, cosméticos y decorativos. Y
ya no te tiene que acompañar toda la vida, el láser vuelve a actuar sobre la
piel, desactivando el mensaje. La piel parece ser nuestra bitácora, una
pantalla donde plasmamos nuestras fantasías o añoranzas. Es un envoltorio que
se convierte en nuestra memoria. Ya no es sólo nuestro cuerpo con sus características
físicas. Somos trazos en nuestra propia maqueta. Grafittis en movimiento.
El tatuaje es una cultura de masas
en estos momentos. Pequeños detalles en lugares estratégicos vinculados con el
erotismo, dejan paso a vitrales o murales, y hasta a transcripciones de texto
con más de un signo de ortografía. La discreción del erotismo muta en una piel,
ahora totalmente marcada. Ya no solo acudimos a la peluquería con la intención
de recrear su formidable corte de pelo del famoso de turno. Ahora seguimos a
Angelina Jolie, David Beckham u otras celebrities con sus signos o señales en
otros idiomas (que desconocemos totalmente) para tatuarlos. Pero también nos
acercamos al rudo, queremos tener la marca de la bestia, y parecernos a Mike
Tyson o el jugador NBA, díscolo y rebelde, pero multimillonario por contrato. La
duda es si el fin que se persigue es la originalidad de la identidad o la mera
imitación. El tatuaje puede ser considerado como el fin de la represión, el
basta del miedo a las convenciones. Para unos y otros, se tratará de perder o
ganar memoria, la de uno mismo.
Cuanto se trata de perder u olvidar
parte de esa memoria, se puede recurrir a los covers. Estos son tatuajes que
tapan uno anterior. El nuevo diseño tendrá que ser al menos, tres o cuatro
veces más grande que el tatuaje que se pretende encubrir. Un error, un impulso
desmedido, un amor fallido, un mal acabado de un tatuaje deseado, se puede
remendar. Es como el parche o pitucón en la costura, no equivale al zurcido
invisible, pero al menos ayuda a encauzar el “mapa” de nuestras vidas.
El verano descubre los cuerpos, y
estos cuerpos descubren sus tatuajes. Cuello, espalda, pechos, tobillos,
vientres, nucas o manos, lucirán sus ornamentos. Algunos invitarán al disfrute,
otros abusaran de la erótica imaginativa, los más se ofrecerán como un canto a
lo cotidiano, y algunos generaran rechazo. En todos los casos, los
especialistas avisan que los tatuajes llevan a la piel lo que el individuo
porta en su fuero interno. Pero se puede dudar de esa interpretación, no se
debe generalizar. Más cuando adivinamos la espalda de Megan Fox con su omóplato
shakesperiano que refiere al Rey Lear y la frase: “Todos nos reímos de las
mariposas doradas”. Es que también es moda tatuarse citas literarias. “Sólo con
el corazón podemos ver bien, lo esencial es invisible a nuestros ojos” hacen de
El Principito uno de los hits parade de los tatuajes literarios.
El tatuaje es un lenguaje corporal,
como lo son otros aderezos, como la pintura, el peinado, los perfumes, los
accesorios tipo reloj, aros, piercings o pulseras; o la cadencia o desenfreno
que propone la música o la danza, en todas sus manifestaciones. Como sucedió
con el rock and roll, el mercado, al masificarlo, se apoderó de los códigos del
tatuaje y lo hizo formar parte activa de la sociedad, al alcance de todos. Ya
no hay estratos sociales que se resistan a la moda, se ha unificado el estigma,
el rito iniciático.
Un local de tatuadores en Bilbao, en
los primeros años de este siglo, anunciaba en su marquesina “Personaliza tu
cuerpo”. Algo ha cambiado, ahora el cuerpo sin tatuajes puede perder atractivo,
considerarse ordinario. Para los amantes de la piel limpia, o simplemente,
aquellos que no nos hemos tentado con la tinta en el cuerpo, podemos parecer
hoy como elementos de serie, como más de lo mismo.
Me acerco a los tatuajes, porque
como les sucedió a muchos pensadores o descubridores, me genera el mismo
magnetismo el observar las pieles marcadas. Tanto los discretos y elegantes,
como los desmedidos o patológicos, tal mi criterio que los califica. En mi
caso, me encanta tomar el sol, que mi piel luzca un bronceado parejo. Me
rejuvenece, me gusta sentir el calor en el cuerpo. Es mi manera de definir
parte de mi identidad, como si fuera mi lenguaje corporal preferido. La piel
curtida por el sol es mi manuscrito, es como mi tablilla de mis elementos. A
los veinte y poco me puse un aro, la cruz en la oreja simbolizaba el mismo
derrotero que en la vida, aceptar y cargar su propio crucifijo. Mi llegada al
País Vasco y el contacto con mis seres cercanos, me asesoró a través de miradas
y comentarios observadores adversos, quizás de otro siglo, a dejar de lado esa
cruz, y retomar mi vía crucis sin estandartes; al menos se me “autorizó” continuar
con la compañía de la barba, también cuestionada por esa mirada inquisidora y
prejuiciosa. Me tuve que cortar el pelo, esquilmado parecía un ser humano, pudo
ser la tranquila conclusión de mis asesores, hoy abandonados. Ahí sentí los
prejuicios de ser un número de serie.
Por eso no puedo ni debo criticar
ninguna moda, simplemente porque no considere que el tatuarse forma parte de
una ceremonia, simbolismo o accesorio fashion. Tampoco el desprecio o la
polémica al que lo haga, y se convierta en un entusiasta que repite cada poco,
considerándolo como a un coche, moto o el mismo móvil, al que todo el rato
podemos tunearlo...
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