A veces me pregunto que fue la
infancia. Una etapa cronológica, sería la primera y más fácil interpretación.
Pero presiento que hay algo más, sobre todo desde el momento que escojo
sentarme frente al monitor y pensar sobre qué voy a escribir. La actualidad te
brinda la coraza de tener siempre a mano algún tema sorprendente. Pero de
repente, se filtran sabores, sonrisas, amores, frases, músicas, goles,
exámenes, picardías, pasiones. Y ahí está otra vez instalada la infancia, y entonces sucede que la niñez ocurre cuando
puede regresar como experiencia o sensación, no importa en qué etapa de la vida
suceda. Si esto lo está leyendo un
psicólogo, haga el favor de hacer la vista gorda y no analizarme.
Yo iba a escribir sobre comida. Eso
en un principio. Guardo una carpeta con infinidad de recortes con temas que
alguna vez me hayan llamado la atención. Esos argumentos pueden macerar durante
meses sin volver a consultarlos. Otros ven raudos el camino hacia la salida, en
este caso del blog. Será un tema de motivaciones, no lo sé. Los temas que
maduran y fermentan, a veces están vinculados con la comida. No es un juego de
palabras, es que creo que las veces que me senté a escribir sobre alimentos, lo
hice como si relatara algo ligero, no comprometido. Pero creo haberme
equivocado. Primero, que no soy de comida ligera, lo sabe todo aquel que me
invite. Y segundo, y esto fuera de toda broma, es algo comprometido el
involucrarse con los recuerdos. Y es un recurso literario universal, el
sentarse a escribirlo para compartirlo.
Muchos de mis temas comienzan en El
País. No en el que habito, sino en el que leo. Desde el primer día en este
destino, me gustó hojear este periódico. Veía que en él solían escribir la
mayoría de las plumas literarias, que me gustan leer. Y que no era local, lo
local como que me asfixiaba, me contenía en una pequeña línea fronteriza. Así
que alterno los días entrando primero al portal del periódico español, o a La
Nación, de mis orígenes. Y hasta ahí, no aparece la infancia. Es una decisión
de adultos, ya que en casa leíamos Clarín. Pero a partir de 2002, sentía que se
estaba convirtiendo en un portal demasiado futbolero, farándulero y criminólogo.
Traicioné las costumbres de la familia, y tomé una de las tantas decisiones de
adulto. Senté El País como favorito e incorporé La Nación, que de joven me
parecía aburrido y apergaminado.
Pero volvamos al alimento de esta
entrada. Una nota sobre el pizzero de Chicago llamó mi atención un día. Y la
guardé en esa caja, digamos que ahora es virtual, pero que se generó como un
espacio físico real, que aún conservo en la casa. Y la mejor pizza de Chicago
estaba mereciendo una entrada en los blogs que recomienda el periódico.
Sabrosa, crujiente, y sobre todo, gordas. Ese era el secreto de su éxito. Y el
equilibrio de sus ingredientes, nos revelaba Burt, el cocinero de esta
pizzería, dicen que emblemática.
La nota no guardaba más encanto que
este espacio sobreviviera en una especie de cueva con no más de diez mesas.
Pero era el teléfono quien mantenía vivo el mito de la mejor pizza. La gente
tomaba el tren para ir a buscar una pizza y llevarla a casa. Antes de subir al
ferrocarril, la encargaban para que la aventura loca, al menos, no durara
tanto. La resistencia estaba en la misma gente, que no iba a dejar que se terminaran
las pizzas de Burt Katz. Y el que no me conozca en demasía, se seguirá
preguntando porque guardo este recorte virtual en su papelera que nunca conoce
el reciclaje. Y la respuesta la puede dar todo aquel que me conoce: La Burgio,
la mejor pizza que existió y tal vez existe (hoy es una cuestión de gustos), en
el barrio de Belgrano.
Ahora es costumbre salir a comer en
fin de semana. Ahora, pero no lo era tanto hace cuarenta años. Así que cuando
mi vieja, luego de revisar y vuelta a revisar su cuaderno donde reflejaba la
economía, le anunciaba a mi viejo, en el atardecer del sábado, que esa noche
podríamos comprar una pizza para la cena, despertaba en mí algo de magia. No
quiero que este escrito tenga componentes que no fueran exactos, quizás cuando
mi vieja anunciaba la ingesta de la noche, yo estuviera jugando mis
interminables partidos de futbol en la plaza. Pero sí que es verdad, que cuando
regresaba a la hora estipulada, y me encontraba con la novedad de la pizza como
compañera de ruta, era una ceremonia en la que quería participar desde el
primer momento.
Burgio es una pizzería de barrio. Y
ahí se concentraba gran parte del movimiento de la noche en el fin de semana.
Caminar con mi viejo, los cuatrocientos metros que nos separaba de la pizzería,
reservaba una magia inigualable. Mi viejo no era de hablar en demasía, pero el
camino hasta Monroe y Cabildo era estimulante. Quizás porque la infancia, vista
desde adulto, trata de magnificar los recuerdos. La cuestión es que transitaba
la distancia hacia la pizzería a velocidad crucero, nunca he de olvidar lo
rápido que camina mi viejo, parece que te lleva como cola de cometa.
Y mientras él encaraba la larga fila
de los pedidos, yo me quedaba en la puerta, jugando o mirando hacia mi
izquierda, a la espera de la otra consigna de mi viejo: ver arribar el
rastrojero o camión pequeño, que acercaba los periódicos de la noche. Porque la
otra tradición era comprar la sexta de La Razón, o en su defecto Crónica. Y mi
viejo le agregaba una pasión de adulto, que era La Palermo rosa, una revista de
papel tan feo, que concentraba las estadísticas sobre caballos, para estudiar
alguna ganadora para el domingo, que tocaba en el hipódromo de Palermo.
Al rato mi viejo me preguntaba por
mis pericias sobre el arribo o no del camión. Faltaba media hora para que
saliera nuestra pizza de muzzarella. El paso siguiente era arrimarse al kiosco
de revistas, que en un principio estaba casi pegado a la pizzería, y matizar la
espera conversando con el Negro, un hombre bajo que llevaba el puesto de
revistas. Guardaba hacia mi viejo un especial cariño, era de suponer que se
conocían. Quizás les unía la pasión por el futbol, los caballos o cualquier
afición escolástica. Ellos conversaban, y yo que alternaba entre curiosear las
revistas y mirar de costado hacia la pizzería, no fuera cuestión que saliera
nuestra grande de muzza y nosotros, ni enterados.
Con la independencia que yo creía
tener, y que mi viejo me otorgaba, me volvía a meter en el local. Era incesante
el movimiento de gente. Las colas siempre eran intensas, y a ambos costados,
solitarias almas que se iban haciendo conocidas por la costumbre, comían de pie
en la barra y acodados en la misma, una porción al plato. Recuerdo la
servilleta de un papel tan áspero, y el plato de rancho, esa escudilla de color
gris metalizado que era aluminio. E imaginaba sus historias, solitarios
personajes, que se filtraban entre los que aguardaban la pizza para llevar a
casa.
Y en el costado izquierdo estaban
los qué, si bien también de paso, su estadía iba un poco más larga. Ahí se
retiraban las bebidas, vino, moscato, no recuerdo si ya era costumbre la
cerveza, y los menos, una coca cola, en envase de vidrio, de las que la
añoranza nos confirma que casi no hemos de encontrar en ningún lado. Yo me
quedaba hipnotizado mirando ese lugar, que no sé porque antojaba como
prohibido. Sería el aspecto del local, de los mozos, de los viandantes. En el
centro, detrás del que cobraba en la caja y cortaba las pizzas de corte, se
dejaba ver el pulmón de la cocina, el horno a leña donde dos maestros pizzeros
se jugaban los efectos del desodorante y las lipotimias, moviendo con palas
grandes las más de quince pizzas que se adivinaban en moldes metálicos. Y otro
aspecto que recuerdo, eran esos azulejos tan pequeños de colores alternados,
que decoraban la parte baja del local. Y el tablero con los productos y los
precios, que vaya a saber porqué, siempre revisaba.
El cartel de Laponia, me hacía
confirmar con sorpresa que la casa también tenía helados. Como latas de
conservas, entre tomate o duraznos (melocotones, querido Ramón), acomodados con
un estilo que me invitaba a suponer, que nunca se tocaban. La Burgio, ya en los
setenta, parecía detenida en el tiempo, quizás era eso lo que me embriagaba. Y
sus dueños también eran personajes de colección, recién de adulto pude
comprobar que la palabra era “entrañables”.
Mi padre me rescataba de mis
ensoñaciones, ya tenía el periódico y estaban anunciando nuestra grande de
muzza. El último espectáculo era ver como la cortaban, aun dentro de la caja: y
en el corte, a pesar de su estilo basto, la enorme hoja no se cargaba nada del
cartón. El cuchillo volaba, recto y en diagonal, dando forma a las diez
porciones, porque la íbamos a competir en casa. Mi madre comía dos, las otras
ocho eran para mi viejo y para mí, y nunca pude aspirar a una quinta porción,
ya que mi viejo me legó el apetito, siempre fue una persona de buen comer.
Faltaban segundos para encarar Avenida
Cabildo. Todavía restaba el arte de tirar las aceitunas sobre la masa, poner un
piruli de plástico para que la muzzarella no se mezclara con la caja, y
anudarla con velocidad y arte, con un pedazo de hilo tan feo como las
servilletas, pero apreciado como elemento indispensable, hoy en mi memoria. Si
hasta recuerdo el corte del filamento casi invisible y el ruido sutil que
generaba el tirón del que embalaba la pizza. Mi viejo se hacía con la caja, y
salíamos raudos. Era buen consejo aferrarme a su brazo, porque si de por sí,
caminaba rápido, con una grande de muzza, podía parecer atleta olímpico mi
viejo.
Mamá siempre esperaba con la mesa
servida. No había manera de encontrarle alguna falla. De pie sobre la mesada de
la cocina, se encargaba de repartir las porciones. Una para cada uno, para
repetir habría tiempo. Y con el tiempo, se incorporó la faina, pero con la
condición de solo una por persona, porque era algo pesada, y por la noche no
era bueno cargar el estómago. La pizza era de por si pesada, crocante su masa y
esponjosa sus mezclas, rebosante de muzzarella y un toque de provenzal, que
como si fuera mi madre, debo recomendar que estén atentos, porque traspira
demasiado aceite.
Con el paso del tiempo las cosas
fueron cambiando. Mi viejo comenzó a frecuentar restaurantes del barrio. La
pizza en casa era de tanto en tanto. Mi padre, animal de costumbres, me enseñó
que yo lo era más. Cuando comprábamos pizza, Burgio no era la única opción.
Entró en juego La Guitarrita, de Boyé y Pontoni. Yo no alcanzaba a boicotearla,
pero dejaba claro que ese queso que a mi viejo tanto le gustaba, a mi no me
hacía casi nada de gracia. Sería que me costaba cambiar, y de paso, que Boyé
había jugado en Boca, y Pontoni, en San Lorenzo. River Plate no pintaba nada.
Y cuando me acerqué a comer mi
primera porción de parado, pude haber sentido que era ya un hombre. No lo creo,
estaba nervioso, comí rápido y casi de arrebato. Pero la pizzería se convertía
en mi lugar de paso. Y los viernes a la noche, con mis amigos invadíamos ese
rincón de un Belgrano que se resistía al cambio, para comer unas pizzas y tomar
el pésimo vino de la casa. Pero eso es para otra entrada, no quiero importunar
mi infancia.
Hoy, cada vez que vuelvo de visita a
casa, me detengo a comer una porción. No sé si el sabor es el mismo, o si
también eso ha cambiado en mi país. Quizás actúe como aquellos que defienden al pizzero de Chicago. Es el único rescoldo que se mantiene intacto de aquella Avenida Cabildo; el resto, ya es de otros, pero que no debe querer casí nadie. La excusa es acercarme y comer una porción de pizza. La diferencia es que ahora me arrimo y
hablo con el de la caja. Mientras me acerca el plato con la porción humeante,
le hablo de Bilbao y él me recuerda su Asturias natal. La niñez sigue estando
en mi mirada curiosa, que mientras escucha atentamente, sigue investigando los
precios de la pizarra. Ya no hay colas ni ceremonias, ya no hay periódicos de
quinta o sexta edición y ni referencias tengo de La Palermo rosa. El suelo de
mi infancia ya no tiene mala letra, el Word la ha reemplazado por una Verdana. Mi viejo camina
aún rápido, pero queda mal que yo me cuelgue de su brazo. Aunque mirándolo
bien, es lo que ahora hace mi vieja cuando salimos de caminata a recuperar el
barrio de Belgrano.
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