“Habla y escribe lo que tú creas que sabes, lo
que has visto y pensado, cuéntalo honradamente con toda tu verdad. No hagas
programas en los que no crees, y no mientas. Di lo que has pensado y lo que has
visto y deja a los demás que, oyéndote o leyéndote, se sientan arrastrados a
decir su verdad también. Y entonces dejarás de sufrir ese dolor de que te
quejas”.
Padre Leocadio Lobo,
Cura Republicano
Cuando la gente opina,
¿Qué debe buscar? ¿Dar a conocer su opinión, o ganarse adeptos?. A todos nos
gusta que avalen nuestros dichos, parece que la vida rueda mucho mejor de esta
manera. El problema surge cuando contradecimos el sentir del otro, el criterio
de un ser querido puede llevar a desautorizarnos por el sólo hecho de disentir.
A mí no me ha pasado aún,
por eso me permito acomodarme en mi sillón y escribir plácidamente sobre esto.
Bien distinta sería mi intención de sentarme a “pensar” frente a la PC, si me
hubiera sucedido. Todavía no me han desautorizado, pero muchas veces yo mismo,
aún creyéndome un tipo apolítico y amplio, me sorprendo pensando con virulencia
como hizo tal amigo para ser simpatizante, militante, fervoroso o empecinado
seguidor de tal político. Y si bien no llego a confrontar con él o ellos, en mi
interior me igualo a la intolerancia: dejo que mi criterio o la supuesta falta
de juicio del otro, deteriore el concepto que de él o ellos tenga, y me termine
alejando de una persona, a la que en definitiva, me unen muchas más cosas que la
simple militancia política desuna.
Entonces a veces leo una
consigna política de ese o esos amigos, y me invade una furia intolerante. Le
destrozo mentalmente sus escasos recursos, desenmascaro cerebralmente al icono
que lo ha mediatizado. Elaboro espiritualmente mil maneras de contraatacarlo, de
exponer públicamente su carencia de criterio, y alterno otros de estos
ejercicios intelectuales. Cuando me siento a hablar con él, o simplemente lo
miro a través del skype, me duele darme cuenta que he sucumbido a la ideología
política y me he distanciado de un tipo común y corriente como yo, que apenas
toma otra acera a la hora de perseguir ideales. Pero que en definitiva le
preocupa mi bienestar, y a mí, el de él o ellos.
Es más dolorosa esa lucha
que la reyerta con un contrario, al que desconoces plenamente. Es una vieja discusión
interna el preguntarse como una persona, a la que crees conocer bastante, con
las que has compartido infinidad de horas muertas o productivas, pueda razonar
o comportarse políticamente de ese modo. A un desconocido lo puedes destrozar
sin complicaciones ni miramientos. Pero de un ser querido, te duele y te enoja
en proporciones casi idénticas.
Los militantes de un
partido político deben profesar un afán corporativo. Ese ideal, a mi criterio,
les obliga a perder la perspectiva y parte de su credibilidad en muchos
momentos. Un gobierno hace todo bien, o todo mal, depende con el cristal que le
simpatices. No tenemos medias tintas, perdemos perspectivas por una simple
militancia. Entonces, como no sabemos distinguir entre ser adeptos o personas
con criterio, preferimos ser adeptos. En España, para dejar de lado mi país de
origen, donde la radicalidad es lacerante, si eras del PSOE en 2010 no podías
detenerte a reconocer que entrabas en una profunda crisis, que si bien no habías
generado, no sabias gestionar, anunciar o
revertir. Preferían ver brotes verdes donde había tierra sin arar, que
reconocer un diagnóstico y trabajarlo en consecuencia.
Lo mismo le sucede a la
derecha, que mutila su propuesta de partido, y prefiere nublar su conciencia
diciendo que el gobernar es tomar decisiones que a veces contradice unos
principios. Que la situación era infinitamente peor, por lo cual tuvieron que
tomar decisiones antipopulares para sus propias bases, pero lo han hecho por el
propio bien del país, al que priorizan por sobre el partido. Y ahora, mientras
observas día a día más escándalos vinculados con la desfachatez de sus
conciencias materialistas, te anuncian sin ruborizarse, que todo marcha para
nuestras economías, a velocidad de crucero.
Los nacionalistas
catalanes deambulan en estos días asimilando lo sucedido con su gurú, al que
han defendido con el bastión de su honestidad, más alta que el más alto de los
muros, y resulta que él mismo confiesa que no lo era, desde el comienzo de su
andadura. Algunos, los más empecinados, aseguran que se ha inmolado por su
pueblo. Y uno tiene ganas de decir ya basta. No sigamos exponiendo de manera
tan cruel una supuesta fidelidad o convicción. Pero no los conoces, y puedes
enfurecerte con mayor tranquilidad.
Me pasaba con el fútbol.
Si un amigo hincha de Boca Juniors, decía una tontería, era lógico que lo
hiciera, porque era simpatizante de Boca. Ahora, cuando la bobada bien gorda provenía
de otro amigo, en este caso de River Plate, me descolocaba. Tenía que suponer
que se trataba de un hecho aislado, de un lapsus, de un mal momento. Suena
impensado que uno de los tuyos sea un profeso practicante de sandeces. De uno
de los tuyos no te lo esperas. Y como se trata de fútbol, en definitiva no
parecía tan grave.
Pero siento que hemos
perdido el sentido de lo que es criticar o disentir. Lo hemos cambiado por una sensación
de difamar, menospreciar, zaherir, estigmatizar o humillar. Adoctrinados por
gente que no nos conoce y que, en definitiva no forma parte de nuestra vida,
nos enfrenta en el recurso de una guerra de todos contra todos, beneficiándonos
con el más degradante uso que se puede hacer de la palabra, que es causal dolor
estéril y sin provecho. Y defendemos a ese que no conocemos agrediendo a tu
entorno tan cercano.
El consejo con que abro
esta entrada, proviene del cura republicano Leocadio Lobo al autor de “La forja
de un rebelde”, Arturo Barea (1897 – 1957). Me resulta llamativo, porque a
ambos les unía la pasión por la Segunda República española. Pero el escritor
fue muy crítico con la actividad de la Iglesia, antes, durante y después de la
contienda. Y Lobo fue un sacerdote católico que se unió a la filas de un
movimiento que combatió la nociva incidencia de una Iglesia, en una sociedad
que debía cambiar.
“Sabía, porque yo mismo se
lo había contado, que yo no era un católico practicante, sabía que me había
divorciado y que vivía en pecado mortal, no le ahorré mis discursos violentos
sobre la clerecía política en complicidad con los poderes ocultos. Nada de eso
pareció afectarle, ni impresionarle, ni menos aún cambiar su actitud hacia
nosotros que era la de un amigo cariñoso y cálido (…) Era una de esas gentes
que os dan la impresión de que solo dicen lo que es su verdad interior y no
están dispuestos a hacerse cómplices de lo que creen una mentira…” para
terminar reconociendo “… El hombre que más me ayudó entonces, cómo me había
ayudado a través de todas las semanas infernales que habían pasado antes, fue
un sacerdote católico, el hombre para quien guardo mi mayor amor y respeto: Don
Leocadio Lobo”.
Lo paradójico de Barea, es
que mientras él avanzaba por la victoria de la República, se ganaba la
desconfianza de los suyos, ya que lo consideraban un inadaptado. ¿Qué quería
simbolizar la palabra inadaptado? Un verso libre, que no encajaba en la
ortodoxia comunista, que encabezaba la defensa de Madrid. Él era un hombre de
izquierdas, pero adepto al socialismo, y su condición de autodidacta encajaba
mal hasta en el partido. Por qué se dedicaba a luchar mientras observaba y
manifestaba la torpeza de los suyos. Rozaba con los otros órdenes (comunistas o
anarquistas) que intentaban frenar el avance franquista. Se dio la paradoja que
mantuvo una excelente relación con intelectuales extranjeros, sobre todo
ingleses, que con los suyos propios, los de su mismo país.
Barea retrató a las
personas con las que compartió experiencias, mostrando su lado humano;
mostrando aristas distintas, según la cantidad de personas retratadas. Y
entonces retrataba tanto al que estaba a la altura, como a aquel de escasa
capacidad para mantener la integridad. Asiste a la torpeza de la táctica
republicana y lo manifiesta. Se gana enemigos, casi le cuesta su salud mental.
Finalmente adquirió la ciudadanía inglesa, donde murió en su destierro. Casi
ignorado por ambas partes de la contienda.
Leocadio Lobo, por otra
parte, se enfrentó con la autoridad eclesiástica por razones políticos-culturales.
La mayoría de la curia apoyó públicamente el régimen de Franco y se unieron a
este, en una supuesta cruzada en defensa de la religión católica. Lobo se
manifestó muy pocas veces con respecto a la persecución religiosa en la zona
republicana, algo que llamó la atención, porque muchos de sus amigos o
conocidos, fueron asesinados. Él consideró que fueron ejecutados no por su
profeso catolicismo, sino por sus ideas políticas, que les llevó a apoyar a
partidos y grupos de derecha.
Aún acertado el diagnóstico,
flaqueó en el criterio al condenar con énfasis la muerte de todos los inocentes
que pertenecían a ambos bandos, pero simplificó una realidad que afectaba a su
propia congregación, la matanza o persecución a los curas. No puso el énfasis en
deplorar los ataques a la iglesia o moderar la intención de suspensión del
culto religioso, culpable para muchos, del infinito atraso por la que atravesó
España. Podía tener claro la valoración, pero la eliminación sistemática de
religiosos también merecía una condena sin paliativos.
Entonces se convirtió en
un ícono de este conflicto que dividió radicalmente a España. Para unos fue “el
gran sacerdote republicano”, mientras que para otros fue “el propagandista rojo”.
El concepto variaba, según era idolatrado por unos o vilipendiado por los
otros. Quizás trató de ser coherente con sus principios, pero en todo caso, la
relevancia social de su vida, hizo muy complejo el estudio de su persona. No se
trata de justificar o no su labor republicana, solo mi idea fue mostrar como el
portador de un consejo tan sabio, puede ser al mismo tiempo un enigma, apenas
descifrado según las simpatías políticas.
No admitir la parte de
verdad que puede tener una crítica nos suele convertir en autistas. Nadie está
obligado a contemplar los contenidos de una crítica a sus convicciones, pero al
menos escucharlas, puede ser un excelente ejercicio de la libertad de juicio.
Nos permitirá alejarnos del totalitarismo, al que sin darnos cuenta o desearlo,
nos terminamos arrastrando. Muchas veces considerar una crítica como
constructiva puede ayudar a vencer la animadversión que sentimos ante un
semejante. Es un excelente ejercicio para construir sociedades, donde unos y
otros en esencia desean lo mejor, en un principio.
Un buen amigo me suele
felicitar por el contenido del blog. Muchas veces no piensa como yo, sobretodo
en cuestiones políticas, me confiesa. Pero cree ver en mí que no tengo mala
leche, que no soy propagandístico. Creo que es uno de los mejores elogios que
me han profesado en este año de escritura. Si bien me puede ganar la curiosidad
de saber en qué disentimos, prima la bondad de coincidir en las esencias, con
nuestras virtudes y defectos, deberíamos honrar esas libertades de conciencia
que nos obligue a corregirnos y mejorarnos, antes que desacreditarnos o
destruirnos. La contradicción forma parte activa de un crecimiento que duele
pero no aqueja…
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