Mi
amigo Mariano, todas las mañanas anuncia la temperatura existente en sus
madrugones en Buenos Aires, a través del grupo de amigos en wassap. Siempre
después de las 5 horas, avisa al resto sobre las condiciones climáticas y los
consejos para abrigarse o no. Es un clásico, aún para mí, que estoy a doce mil
kilómetros. Pero en la mañana del martes, además de alertarnos sobre el frío reinante,
dejó una frase: “Mork llamando a Mindy”.
“Fuera de broma, me conmovió la
muerte de Robin. Me hizo divertir mucho en mi niñez”, fue su tierna explicación.
Yo, que me enteré en la cama, pasada la
medianoche, de la muerte de Robin Williams, entendí perfectamente lo que quiso
decir. Llevaba un rato deseando encontrar en la red algún capítulo de la serie iniciática
del actor, donde se nos presenta como un genial extraterrestre, que analiza a
la perfección la naturaleza humana, con sus virtudes y contradicciones. Y el
resto de su carrera fue un símil. Nos mostró con un talento desacostumbrado,
las distintas caras de un ser humano en esta comedia dramática que es la vida.
Y el de Mariano habrá sido un ataque
de nostalgia. A todos nos pasa con hechos como este. Detalles que mantenemos
agendado en algún rincón de nuestra memoria, se suelen activar en cuestión de
segundos. Y tantas veces la nostalgia nos devuelve a la niñez, quizás el
momento de mayor disfrute en nuestra existencia. Y como si fuéramos otra vez pequeños
inmaduros, deseamos reeditar esos momentos. Yo lo subsané, o lo atenué, viendo
dos capítulos de la serie.
Ahora, con la noticia consumada,
todo es fácil de reconocer. Ahora es obvio decirlo. Robin Williams era un
hombre de sonrisa tierna, de palabras lentas o alocadas, de ironía estable o
sutileza inmediata, de gestos permanentes, de muecas interminables, de
emociones fáciles, pero siempre, casi siempre, de mirada triste. Y en el arte,
el sentido común dice, que detrás del maquillaje, se suele encontrar a un
hombre que sufre. Se lo reconoce como el payaso triste.
Un aria de la opera Pagliacci (Los
payasos), de Ruggiero Leoncavallo, narra la historia de una troupe de payasos.
El jefe del grupo, Canio (un hombre celoso) se entera momentos antes de la actuación,
que su mujer, Nedda, lo engaña. A pesar del dolor y los celos que le inundan,
debe salir a actuar. Canio el payaso canta esta aria (denominada Vesti la giubba) inicialmente en mi menor, que representa la angustia y el dolor del protagonista.
Va dando paso a la tonalidad del do mayor, y lo hace de manera violenta y
expresando la amargura de tener que hacer reír al público, aún cuando tiene el
corazón destrozado. Intenta sobreponerse a su tragedia personal.
Ruggiero Leoncavallo fue quizás, el
mejor exponente del Verismo (Realismo), como reacción al Romanticismo imperante
en la época. Pagliacci se estrenó el 21 de mayo de 1892, en el Teatro dal
Verme, de Milán, y dirigida por Arturo Toscanini. Fue un éxito instantáneo y
sigue siendo popular hoy, de manera tal, que los no aficionados a la opera, al
menos la habrán oído una vez en su vida.
La maldición del payaso existe. Y
dicen que abarca un sinfín de generaciones de actores. Depresiones, adicciones
o simplemente, bajones emocionales insoportables, han hecho presa de
innumerables artistas. Charles Chaplin dijo alguna vez que “Para hacer reír de
verdad, tienes que ser capaz de coger tu dolor y jugar con él”, dando a
entender un permanente estado de fragilidad interior para sacar adelante su
trabajo. “El humor nace del dolor”, otra frase recogida que permite suponer lo
absurdo de un don, que el talento de un cómico es al mismo tiempo su maldición.
Robin Williams desarrolló con éxito un
sinfín de personajes. Pero casi todos lo habrán de asociar con un papel
realizado en 1991, en una película de Steven Spielberg, que en verdad, no fue
gran cosa. Pero el Peter Banning encarnado por el actor, en el film Hook,
parece ser el verdadero y eterno Peter Pan. Aún mejor que el dibujo de Disney,
ya que para representar el síndrome de este personaje, se puede tener 30, 40,
50 ó 60 años. Y Williams tenía 40 tacos al caracterizar al hombre que no quiere
o le cuesta crecer.
James Matthew Barrie, el autor de la
obra, escribió que todos los niños, excepto uno, crecían. Peter Pan apareció
por primera vez en 1902, como personaje secundario en la novela “El pajarito
blanco”. En 1904 se escribió la famosa obra teatral, y en 1911 la novela, “Peter
and Wendy”. Luego de un siglo de su nacimiento, su historia ha ido cambiando de
forma, de aspecto, de edad, de significado, de matices. Pero ha mantenido un
concepto, el peterpanismo: una tozuda resistencia al mundo de adulto, que azota
más que nunca al hombre contemporáneo.
Como patología, la inmadurez es inminentemente
masculina. Al menos así nos los recuerdan las mujeres. “Nada pasa después de
los doce años que importe mucho”, era una afirmación de Barrie. En la búsqueda
de la felicidad siempre se vuelve a la infancia, a la protección que brinda esa
edad. Por eso, los hombres con el síndrome,
huyen de las responsabilidades y del compromiso que profesa ser un adulto.
El psiquiatra Eric Berne, en 1966,
fue el primero que utilizó la figura de Peter Pan, para definir al adulto
centrado exclusivamente en satisfacer sus demandas y necesidades. En 1983, el
psicólogo Dan Kiley describió el síndrome, como el conjunto de características
que tiene una persona, que no sabe o no quiere renunciar a ser hijo para
empezar a ser padre. “Hombres que se comportan como eternos niños”, cualquiera
sea su edad. Crecer y ser adulto no se registra como sinónimo. El problema
radica en la falta de madurez afectiva.
Quizás el sistema de bienestar que
hasta hace poco pregonaba la sociedad capitalista, fue quizás un sueño o una
burbuja de inmadurez totalmente alejada de la realidad, basada en el mundo de
nunca jamás. Todo es pasajero, momentáneo, circunstancial. Conocemos sociedades
que culpan de sus errores a los demás (hacen épica los gobernantes argentinos de ello),
conocemos a gente de bien que prefiere refugiarse en fantasías imposibles de
nuestros gobernantes, optando por no ver el profundo deterioro de esa mentira. Vitorean
a narcisistas, irresponsables, y no reparan en su complicidad. No reparan
porque razonan de manera distinta, no quieren asimilar nuevos fracasos.
Deseamos creer que las clases sociales postergadas tienen su lugar, vaya
síndrome de inmadurez que afecta también a las sociedades.
Volvamos al actor. Robin Williams
fue un excelente Popeye; ha doblado con maestría a Aladdin; confirmó la risa
como terapia en Patch Adams; fue un disc-jockey políticamente incorrecto de la
Fuerza Aérea de los Estados Unidos; fue un divorciado que para estar cerca de
sus hijos decide convertirse en una madura e eficiente mujer; fue un genial psicólogo
dispuesto a ayudar a un genio de las matemáticas a salir de un agujero mental
inmenso; fue capaz de dar vida a Teddy Roosevelt aunque sea por las noches; fue
un vagabundo conmovedor en su búsqueda del santo grial, para permitirle sentir
paz interior; fue capaz de interpretar a un hombre muerto que espera torcer la decisión
suicida de su mujer; tuvo la capacidad de desarrollar personalidades oscuras a
pesar de su eterna imagen de simpatía; fue el profesor de Literatura que enseñó
a amar la poesía, la lealtad y el vivir el momento, al mismo tiempo; pero todos
los asociamos a la primera con ese Peter Pan, que no es sólo un síndrome del
individuo, sino de la sociedad en su conjunto.
Los hombres de esta sociedad actual,
ante la imposibilidad de encontrar el sistema de la eterna adolescencia o
felicidad, adaptan una especie de Carpe Diem (Toma el día) sin ir más allá, sin
aceptar compromisos. Y entonces recurrimos a Williams nuevamente, en su personaje de John Keating, del año
1989. Es una manera de homenajear al excelente interpretador de realidades, que
nos puso nuevamente en el brete de comprender, porqué aquel que tan bién caracteriza
y comprende las contradicciones, suele decidir abandonarnos de manera tan
tajante, y recién ahí valoramos la ausencia de esa mirada tan suya, tan triste…
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