“Así que me marché a casa. Por el
camino procuré captar al máximo el bullicio callejero que durante mucho tiempo
(ésa era mi opinión; papá y mamá contaban con que iban a ser varios meses) no
volvería a oír. Llegué a casa, tuve que darle la noticia a mi madre. Le dije:
mamá, no te asustes. Me ha tocado el transporte”.
Petr Ginz, un niño judío de Praga,
nunca más volvió a contemplar las calles de su ciudad. Murió en las cámaras de
gas de Auschwitz en el año 1944, con apenas 16 años. Su libro recoge, a la
manera de un diario, los avatares de un niño que sabe que en cualquier momento
ha de ser trasladado a un campo de concentración. No fue escrito para ser
leído, el niño redactaba cosas nimias, castigos en el colegio, las visitas de sus
primos, los juegos con su amigo Pepper, etc. Tomó trascendencia porque comenzó
a alternar anotaciones sobre lo que estaba sucediendo a su alrededor, con todos
los judíos de Praga. Se llega a comparar con El diario de Ana Frank.
Dos años de anotaciones reflejan el
testimonio de un niño prodigio que debe convertirse rápidamente en hombre serio
y reflexivo. Y dentro del horror del tratamiento judío, que los alemanes
optaron por llamar solución final, las conductas de las familias enteras que se
vieron obligadas, primero a residir en un ghetto, y luego a trasladarse a un
campo de concentración, me detuve un largo rato en el momento en que al niño
Petr, le notifican que estaba en la lista de deportados para esa misma tarde,
al campo de internamiento de Terezin, ciudad fortificada a 65 kilómetros de
Praga.
Su madre y tía materna comienzan a
preparar la maleta autorizada para el traslado. La familia, a su alrededor,
intenta hacer mas disimulable el mal momento. Si bien, todavía no se conocía el
destino de todos los deportados o detenidos, en el ambiente familiar se vislumbraba
que podían estar frente a una despedida para siempre. El padre, tratando de
mantener la calma, le dice que sólo se trataran de unos meses. Su hermana,
sobreviviente del campo de Terezin, es la que relata ese momento. Ella es la
única de la familia que llegó a conocer el
final de la historia, que Petr habría de morir en menos de dos años.
Y recordé que toda despedida,
incluida la deseada, comporta alguna forma de sufrimiento. El día de la partida
se hace largo, cuesta dormir de corrido la noche previa, los movimientos a tu
alrededor suelen ralentizarse. Pero miras la hora, cada rato, y el tiempo
avanza. A tu alrededor, familiares y amigos muestran distintas caras. Unos
contentos, comentan las expectativas que te aguardan en cuestión de horas.
Otros tristes, aprovechan cualquier interrupción en los preparativos, para
darte otro abrazo, regalarte una carta o agachar la cabeza para disimular la
lágrima súbita. Aceptamos o reprochamos la perdida que supone una partida, una
despedida. Todos habremos vivido algo de esto.
Una despedida activa el retorno de
la memoria permanente. En mi caso, retuve imágenes de mis distintas despedidas.
Han pasado los años, pero sigue temblando mi interior cuando recuerdo los
instantes finales a embarcar en el aeropuerto de Ezeiza, con destino a Madrid.
Un amigo comenzó a llorar, y el efecto cascada, fue inmediato. Más de veinte
personas, entre familia y amigos, exteriorizaron el dolor por su perdida, y yo,
el más afectado supuestamente, maticé cada despedida con palabras de aliento y
contención a esa gente, que media hora más tarde, recobraría eso sí, con una
sensación de vacío, su diario discurrir. Todos lloraban menos uno, mi viejo. Y
cuando al día siguiente, ya en casa de mi prima Adriana, veía la foto de grupo,
mi vista algo nublada estaba fija en él, quizás porque siempre fue la persona
que me orientó hacia cualquier puerto (aún el de independizarme), y me abrazaba
a esa tranquilidad con la que me despidió, para que siguiera guiando a la
distancia, mi camino.
Del viaje en avión en sí, no
recuerdo casi nada. Estaba como hipnotizado, como si hubiera tomado varios calmantes.
Apenas caminé por los pasillos, apenas dormí en esas doce horas. Todo el tiempo
recordaba los abrazos, las palabras de dolor de mi vieja, el “fuerza Reyes”
(algún día explicaré el significado de esa frase) de mi viejo, y el camino
hacia la manga que me separaba de todos ellos. Me abandoné a un par de
películas en mi asiento y comprobé mi primera sorpresa en un detalle muy tonto.
Las películas que ofrecía la línea aérea eran filmes doblados, se acababan los
subtitulados. Es absurda la realidad a veces, ese detalle continúa grabado en mi
memoria. Estaba enojado porque Clint Eastwood supuestamente decía “me cago en
la leche”. Era inaudito, se me caía un ídolo.
Aquí conocí el significado de la
palabra morriña. Aquí me sorprendí con esa especie de taquicardia que me
abrazaba al momento de encontrar libre la cabina de teléfonos, un domingo por
la tarde, cuando cumplía mi jornada de doce horas en el bar. Aquí supe la
emoción que te bloquea al sentir que está marcando el numero de tu ser querido.
Aquí supe que toda pregunta que te hagan puede ser tonta, pero que merece
respuesta. Aquí comprobé que es posible que te puedan contener, aún a doce mil
kilómetros de distancia. Y aquí comprobé, al menos los primeros años cuando no
tenía internet, que después de los saludos de rigor, necesitaba con urgencia,
saber cómo había terminado River Plate esa jornada.
Siempre que volví, retuve imágenes
tanto al arribo como a la despedida. Me abracé a la memoria, no quería olvidar
ningún detalle. Pero se te olvidan. Es el precio que debes pagar para retener
un par de imágenes o elementos. No puedes retener todo lo que necesitas, la
memoria parece ser selectiva. Y a veces se detiene en lo nimio, en lo
intrascendente. Pero ese hecho trivial igual te emociona al ser re descubierto.
Una vieja revista El Gráfico puede ser contundente, de inmediato te traslada a
tu juventud o adolescencia. Y a su lectura con tus amigos.
Alguno define a la nostalgia, como
la angustia y deterioro emocional, causada por una separación anticipada o
actual, de la casa u objetos, y sujetos de apego, como los padres o novia. Los
que sufren esta nostalgia, se abrazan como una preocupación obsesiva, al
recuerdo del hogar, y a ensalzar hechos triviales hasta ese momento,
reconociéndolo como fundamentales a posteriori. Dicen que ese sentimiento tiene
su origen en la necesidad de amor, protección y seguridad, y todos sentimientos
están vinculados con un hogar, la casa materna. Y los sentimientos arriban en
oleadas, casi por sorpresa. Las emociones vienen y van, no se quedan mucho rato
en tu interior. Pero lo certero de su presencia, es que no te avisa que ha de
llegar, de repente te encuentras llorando, porque nadie te ha prevenido. Buscas
que todo lo actual te relacione con lo anterior, buscas señales hasta donde no las
hay. Esa fuerza irracional se ha de llamar apego.
Y mi vieja comprobó con crueldad que
mi post-adolescencia en casa no era el fenómeno de “nido vacío”. Si bien vivía con ellos, ya disponía de una independencia que mi madre consideraba como una partida. Pero ese fenómeno del nido vacío lo conoció finalmente con mi marcha del país. Ese sentimiento lo
mantiene desde 2002, aún cuando su nene ya tiene 47 años. Cada tanto, en
cualquier comunicación, se sigue preguntando por qué me he ido. Creo que ella
sigue siendo por lejos, la persona más afectada con mi salida del país. Ella
teme hace más de una década que ha perdido participación en mi vida intima. Es
más fuerte su pesar que el mío, quien en definitiva fui el que perdí la
totalidad del entorno. Quizás por eso, debería ser tolerante ante preguntas
como “sí estoy comiendo bien”, ó “si me abrigo”.
Recuerdo el abrazo a mis tías Chiche
o Coca como algo aún desgarrador. Recuerdo la despedida de mi prima Adriana en
la estación de Atocha, cuando me venía hacia el País Vasco. Recuerdo el abrazo
con Fernanda, cuando nos reencontramos tres meses y medio después en la
plataforma de arribos de Barajas; recuerdo cada uno de los “fuerza Reyes” que
mi viejo me regala, ya con resignación, cada vez que ve que su hijo flaquea en
la nueva despedida. Me recuerdo la noche anterior de cada vez que me vuelvo
luego de una visita, recorriendo en la oscuridad de la casa paterna, tratando
de memorizar cada rincón de la casa, deteniéndome en la distribución de los
libros en la biblioteca. Atesoro recuerdos, busco retener eternamente imágenes.
Cuando tenía 15 años, veraneé con
mis viejos y tíos en una casa enorme en Villa Gesell. El ultimo día de febrero,
cuando finalizaba nuestra estancia veraniega, recuerdo ahora con emoción, un
hecho que en ese momento no alcanzaba a dimensionar. Mi tío, y además padrino,
aprovechó esas últimas horas muertas antes de emprender un regreso, en
acercarse conmigo y con sus dos hijos a ver por última vez la playa. En la
oscuridad, la fuerza del mar toma una dimensión casi bíblica. En la orilla y
tratando de no mojarnos con el vaivén de las olas, mi tío invitó a sus hijos a
retener las imágenes del mar, y a agradecer la oportunidad de haberlo
disfrutado. Yo contemplé ese instante mágico entre padre e hijos, sin formar
parte. Pero algo me habrá marcado, siempre recuerdo esa imagen con cariño.
Los libros te disparan sensaciones
diversas. No puedo comparar la despedida del Petr con las distintas mías. Pero
sí agradecer la claridad con lo que expresó ese momento crucial, la buena
escritura tiene ese detalle. Permite a los demás comprender las dimensiones, o
al menos acercarlas a las de uno vividas.
Hablando de despedidas, al
trasbordador espacial Columbia le restaban 16 minutos para aterrizar en
Florida. Eran casi las nueve de la mañana del 1 de febrero de 2003. Uno de los
siete integrantes de la expedición, el astronauta israelí Ilan Ramon, estaría
guardando el dibujo de la tierra visto desde la luna de un niño que nunca pudo
llegar a ser astronauta. Era de Petr Ginz, lo había dibujado desde el campo de
Terezín, y la ilustración viajó al espacio como una especie de homenaje a las
víctimas del holocausto nazi. Pero el trasbordador se desintegró al tomar
contacto con la atmósfera. Este drama permitió recuperar la tragedia que vivió
el joven checo, y con él, el contenido de sus diarios. Ese drama que hoy algún
padre palestino estará viviendo a causa del conflicto absurdo y eterno con
Israel, que le arrebata la vida de sus hijos.
Y mientras tanto, lo único que queda de todos los absurdos es la
posibilidad de retener imágenes, de convivir con la desolación del arbitrio de
que los poderosos de turno te quiten a tus seres queridos…
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