Parejas lingüísticas es un programa
que alienta facilitar el aprendizaje de un idioma a la persona migrante. En
este caso, aprender a manejar el castellano. Dedicamos parte de nuestro
tiempo a sostener charlas y encuentros, con personas extranjeras que
necesitan adquirir mayor fluidez oral, acelerando el proceso de integración. En
mi caso particular, lo he experimentado con personas que huyen de sus países por problemas
religiosos, políticos, guerras intestinas o por hambre. El apoyo es importante,
esta gente a duras penas, cuenta con alguien en la semana que le ayude a
mejorar su comunicación.
De esta manera conocí a un par de
jóvenes nepalíes, y un muchacho de Senegal. Los mecanismos utilizados con unos
y con el otro, no fueron similares. Yo me tuve que adaptar a sus
características. Con los jóvenes nepalíes, me llevó varios encuentros el
entender que la comunicación transitaría por los carriles de las pocas
palabras. Y descubrí que a veces más que conversar con ellos, mi ayuda podría
venir de acompañarlos al médico o realizar alguna gestión, y de a poco se
generó el vínculo, que con uno de ellos se mantiene, con llamados telefónicos,
para saber cómo estamos, cada poco tiempo.
Con el muchacho de Senegal, la
comunicación y empatía se generó desde el apretón inicial de manos. Su
castellano fluía con naturalidad, la misma espontaneidad que utilizaba para, al
recibirme en el lugar de encuentro, coronarla con una palmada afectuosa,
similar a las costumbres latinoamericanas. Casi siempre una sonrisa custodiaba
el saludo. El buen humor no se teñía ante el mal clima que acompaña en las
calles de Bilbao cada encuentro, o por su situación personal. Siempre
predispuesto, me gustaba ver su sonrisa cuando ya me divisaba a 50 metros de
donde habíamos quedado.
Y ser pareja lingüística de gente
como él, no es similar a encontrarte con un sueco o australiano para enseñarle
las palabritas emblemáticas de nuestro idioma. Esta gente suele tener guardada
o almacenada en sus espaldas, historias fuertes de vida. Y te cuentan
realidades de otras gentes que también están residiendo en esta u otras
comunidades. Y en casi todas las historias, abunda la solidaridad, el apoyo que
le da al que no tiene nada, el que tampoco casi nada tiene. Y muchas veces
terminas el encuentro, con la sensación de que el que más se ha cultivado, eres
tú.
Muchos de estas vidas han aprendido
a ser pobres en España. Dormir a la intemperie, con el único abrigo de un
cartón que irremediablemente se ha de mojar a los pocos días, es una realidad
que no frecuentaban en su país de origen. Tener que acercarse a la casa de
algún conocido o buscar en la ciudad los lugares de acceso a duchas públicas,
no formaba parte de su rutina en su tierra. Tampoco tener que controlar el
tiempo sin distracciones para no perder el turno en el comedor de un albergue, llegar
fuera de horario te puede hacer perder, quizás, la única ingesta del día. Y si
se repitiera, acaso te quiten el carnet, para dárselo a otro que también lo
necesite. Eran pobres, pero no de esa pobreza. Muchos de estas personas tienen
una base de conocimiento interesante. Y muchos más se acercan a la experiencia
del dorado europeo, con una carrera universitaria que no les avala para
experimentar una proyección o desarrollo como profesional.
Algunos sobreviven con la venta
ambulante. Llevan años alternando entre los cd´s, dvd´s, imitaciones de bolsos,
gafas de sol, fundas protectoras de móviles u otras ofertas similares. Es
postal conocida verlos atentos a sujetar con destreza los bordes de la manta
que oficia de tapete, en el caso que la policía se acerque a la zona, para
desmantelar el puesto y poner pies en polvorosa. Da la sensación que el País
Vasco es bastante más sensible a esta realidad, en los últimos tiempos no se
los nota a estos “vendedores” tan proclives a ejercitar la carrera corta del
escape. Muchos me han contado que vivir aquí es diferente, han recuperado la
natural sensación de transitar las calles sin el agobio, de que en cualquier
momento, te detengan para pedirte el documento.
Para muchos, después de varios años,
se cristaliza una especie de progreso, al ver coronado en parte, su esfuerzo
personal. Pueden compartir pagando una habitación en un piso alquilado, en la
misma calle donde hasta hace poco solían dormir en algún portal resguardado de
las inclemencias o en el cajero de un banco, emblema del único uso que esta
gente puede hacer, del capitalismo imperante.
Y siguen llegando, no conocen de
editoriales de periódicos de derecha que claman que en España las cosas están
mal, que no hay lugar para los “ilegales”. No tienen acceso a la edición
digital de los periódicos financieros, desconociendo así los puntos con los que
abre cada mañana la bolsa de comercio. No acceden a la jugosa información sobre
el cíclico modus operandi de los tesoreros del partido gobernante, que han de
enriquecerse aún más, en la administración o caja del partido. Solo siguen
viniendo, y aquí, en el calor de un hogar con calefacción central, cocidos
calentitos y caldos etílicos de orgullo de exportación, varios claman al cielo
que Europa no puede albergar a todo Cristo.
Y hablando de Cristo, muchos de
ellos no interrumpen nunca la tradición de acercarse los domingos al oficio
religioso de sus comunidades. Rezan, cantan, comparten sus comidas típicas, se
hacen compañía al tiempo que refrescan la palabra del Señor, y sobre todo,
suelen recordar a la cantidad de compatriotas que han quedado en el camino, en
el intento de arribar a esta tierra. Son respetuosos, como en todo habrá
excepciones, pero el exceso de confianza no suele formar parte de sus
accionares.
Estos inmigrantes no suelen contar a
sus familias en qué condiciones viven en tierras europeas. Habrá un componente
de orgullo en la decisión, pero también algo de solidaridad con el que se ha
quedado, y al menos sueña con el éxito de su ser querido, o que los habrán de
sacar de sus pobrezas. Yo me puedo volver a mi casa paterna o decirles lo
afligido que estoy al no conseguir un trabajo o proyecto. Pero podría volver.
Ellos no, o al menos no de manera tan sencilla como la mía. Yo no tengo
problemas de papeles para trabajar o frecuentar aduanas. Y lo que es más
triste, mi piel no destaca tanto. Asistiendo a mis pactadas parejas
lingüísticas, pude conversar y entender lo que para ellos es el duelo que
atraviesan desde el mismo momento en que abandonan su país. Y solidarizarme con el otro duelo, el de
llegar a otra tierra y comprobar, que al menos de momento, se te cae la otra
ilusión, la de salir adelante con esfuerzo pero con premio. Nadie alcanza a
adivinar la clase de vida que el destino te puede deparar al llegar al otro
lado.
En estos últimos años están
perdiendo algo que otros gobernantes, también españoles, les han otorgado. La
renta básica se va de sus bolsillos y los exponen a la miseria absoluta, casi
similar a la que tenían al llegar a las costas ibéricas. La diferencia que ese
dinero que manaba de las arcas europeas, les permitía acceder a pocas cosas (o
muchas), y ellos escogían un móvil de última generación, unos cascos imponentes
para escuchar música, una buena chamarra para gozar del abrigo, el envío de
parte de ese dinero a su país y una habitación con derecho a empadronarse. ¿Es
reprochable? Según las prioridades de cada uno, habrá tantas interpretaciones
posibles. La realidad es que esa renta se la ha dado otra España, y ellos no
estaban en condiciones de hacer la salvedad, se aferraron a ese balón de
oxígeno. También tenían otro salvavidas, que era el trabajo. Lo había. Si el
inmigrante trabaja, puede vivir (mal o bien). Si el resto del mundo trabaja, lo
mismo. Si no hay trabajo, es feo para todos. Pero para los inmigrantes puede
ser algo más feo, porque no cuentan con el apoyo familiar para resistir. Y ahí
aparece la gente vagando, a la espera de una nueva veta o simplemente, por pérdida
de tiempo. Y ellos también caen en el saco marketinero de haber vivido por encima
de sus posibilidades.
Saint Louis es uno de los escenarios
más hacinados de Senegal. La sobreexplotación pesquera ha dejado tan pocas
opciones a las 45.000 personas que de manera, directa o indirecta, viven de esa
pesca. A partir de 2005 invirtieron sus pocos recursos en remodelar esas barcas
y abrieron una nueva alternativa de acceso a Europa de esta inmigración, el
tránsito en cayucos. No siempre se trata de mafias, muchos pagan lo que pueden
para abordar el intento. Calcularon que cuatro días de travesía debían afrontar
para unir los 1.300 kilómetros que las fronteras separan. Muchos se equivocaron
en la precisión. Cuatro días que fueron más de once. Y esa diferencia de
jornadas afectó en la disponibilidad de alimentos, agua potable, gasolina, medicamentos
y comodidad. Viajaban en grupos de más de cincuenta personas. Y cuando la ruta
se oficializó, también hicieron sus negocios las mafias. Y muchos quedaron en
el camino, si no se entiende, es que han muerto ahogados, enfermos o
deshidratados.
Lo que para los políticos y
comunicadores europeos se consideró el efecto llamada, da la sensación que sólo
se trató del efecto huída, el efecto tirar hacia adelante, para ganar un día
más al triste destino. Es que el ser humano sigue analizando las realidades del
otro, amparándose en su propia perspectiva. Lo que alimenta constantemente el
error, si nos pusiéramos un segundo en el lugar de la otra persona, sería más
fácil comprender la compleja realidad de nuestros semejantes. Y algo que me
hizo ruido alguna jornada donde me explicó el destino de los pescadores, y algunos
eran familiares de mi pareja lingüística, fue que la pesca no dio para todos, y
dentro de todos, resta mencionar a los inmensos barcos europeos pesqueros que
saquearon su fondo marino.
Y mi pareja de charlas me aclaró que
hay muchos “héroes” que se han quedado en sus tierras, luchando por intentar
salir adelante. Y me ha preguntado por Mar del Plata, lugar de la Argentina,
donde varios compatriotas se han acercado, en busca de algún destino. Y con
sinceridad que abruma, me dio a entender que aquí no encuentra futuro. Me
regaló un razonamiento que de tan simple, encierra parte de la complejidad de
la vida: Si España le ha dado la espalda a su propia juventud, preocupada por
la especulación del dinero y del confort, ¿cómo ha de salvar la situación de
los de otros continentes?.
Debería renovar mi participación en
parejas lingüísticas, debería entusiasmar a muchos otros para que la
experimentaran. Debería acercarme un rato a conversar con algunos conocidos que
hice en estos tiempos. Siento que la madeja está en esas acciones, allí aprendo
mucho más que en la comodidad de mi propia inercia. Malí, Camerún, Liberia,
Senegal, Nigeria, Gambia o Costa de Marfil, son países con el drama diario de
salida de inmigrantes. Y cada persona que arriba puede aportar una enorme
lección de vida. Y Mamadou aspira en un futuro regresar a su tierra, para
desarrollar un proyecto personal, que aún desconoce. Y antes del abrazo de
despedida, me explica que a Senegal se la considera “el país de la Teranga”,
que viene a ser algo así como de hospitalidad, un don que a casi todos nos
gusta profesar como cualidad de nuestra propia tierra.
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