No
he vuelto a leer a Julio Verne. Quizás por eso, de mi primer héroe literario permanece
intacto mi concepto sobre sus novelas. En la mejor de mis aventuras, el no
volver a ojearlo, lo he preservado para siempre como uno de los grandes genios
de la escritura. Miles de veces me he
tentado por encarar nuevamente Miguel Strogoff, el correo secreto del zar. Pero
ha vencido mi afán por preservar aquellos momentos de lectura alucinante y
admirativa. Al niño que fue Javier, y que perdura en bastantes ocasiones de adulto,
había que cuidarlo, mantenerlo al abrigo.
Otro
personaje que necesita de los cuidados y mimos en estas épocas es el cartero.
En estos tiempos de mensajería instantánea, es difícil imaginarnos otras formas
de comunicarnos que no sea a través del mail, del MSN, Skype o del WhatsApp
(les desafío a que busquen las distintas maneras de escribirlo a lo largo de
siete meses en este blog, será que no lo considero un gran amigo). Pero lo
había, como había un casi todo antes de esta explosión que nos llevó a la
amnesia y a la indefensión en caso de corte de suministro. Y estaba la imagen familiar
del cartero que llegaba un par de veces a la semana a tu casa con la carta de
alguien, con las novedades de un ser querido alejado de nuestra realidad o con
algún documento o encomienda importante para entregarnos.
La
revolución tecnológica parece haber sitiado la imagen del cartero y la solidez
de la institución de Correos. “Aunque llueva, truene o caiga nieve, hay que
salir al reparto”, quien de mis generacionales no recuerda esta frase como
máxima para no abandonar esfuerzos. Para otros, esta frase puede pertenecer a Alejandro
Lerner en su tema Campeones de la vida, para la serie de finales de los 90, del
mismo nombre. Sería una pena que nuevas generaciones relacionaran este adagio
con una canción.
El
servicio de correos nace con los faraones como una institución del poder. Roma
finalmente le blindó como organización. Augusto, síntesis de César Augusto, a
su vez de Cayo Julio César Augusto, fue el primer emperador del imperio romano.
Este utilizó el correo como parte de las comunicaciones militares. El primer
servicio de postas data del imperio y se denominó Cursus publicus.
A partir
del siglo XIX, comienza a tomar cuerpo que es el Estado quien debe garantizar
un servicio de correos universal y barato, capaz de abarcar todo el territorio nacional.
Desde los romanos hasta entonces, la experiencia alterna entre lo público y
privado (alentado por los comerciantes). Hoy nuevamente lo privado irrumpe con
fuerza. Amparado en el concepto que público a veces es ineficiente, hordas de
empresas inundan nuestros buzones con correspondencia, pero no es la misma que
añoro. Ahora solo llegan publicidades y extractos o estados de cuenta, siempre
y cuando no nos hayamos incluido dentro de los que preservamos la ecología, descartando
la impresión de tanto papeleo innecesario.
El
primer sello de correos de pago anticipado nace en 1837. Rowland Hill,
funcionario inglés, presentó un proyecto a los encargados del servicio postal
británico para introducir ciertas reformas. Inicialmente las cartas y paquetes
las pagaba el destinatario, despertando confusión, malestar y propiciando actos
arbitrarios de abuso y corrupción. A veces, debías pagar por algo que no habías
pedido recibir, y lo pagabas bien caro. Hill propuso y logró la introducción de
un adhesivo, en el que dibujó el perfil de la Reina Victoria, que se vendería
al precio de un penique. Dependiendo del peso del paquete o sobre, se unirían
varios adhesivos. Allí nace el nuevo orden y a Hill deben los amantes de la
filatelia, el gusto de conocer y coleccionar sellos postales de distintas
partes del mundo.
Los
servicios de correos se han ido adaptando a su tiempo permanente. Antes el
servicio demoraba, porque demoraba en salir de destino y demoraba en llegar.
Con el paso del tiempo, se encontró ante un nuevo desafío, el cartero llegaba a
casa y en casa no había gente. Allí
habrá nacido el papel de aviso. A partir de los 2000, los procesos de liberalización
y recortes de personal, lo habrán jaqueado. Los estudios de mercado han
difundido nuestra percepción de que no tiene sentido entregar un mensaje a
domicilio por muy alejado que esté el destinatario con la imparable evolución de
las tecnologías. Entonces aumentarán los recortes y de no medir una reinvención
de la función del cartero, en unos siglos las generaciones futuras lo habrán de
conocer por algún grabado perdido en alguna pared de las nuevas cuevas
culturales.
El
servicio postal de Canadá abrió el debate. Hace unas semanas tomó la decisión de
eliminar los carteros en un plazo de cinco años. Canadá estima que su servicio
supone un coste de 283 dólares por domicilio, coste que pueden bajar a 108
dólares si abren una oficina comunitaria y eliminan al cartero. Los residentes
de las distintas localidades podrán recoger su correspondencia en su oficina
comunitaria. Vendría a ser como todo aquel que alguna vez manejo una casilla de
correo. Y la decisión fue tan rápida como los movimientos de Miguel Strogoff.
Hasta 2011, el servicio canadiense había registrado 16 años consecutivos de
beneficios. En 2012 se interrumpió la estadística con pérdidas y las estadísticas
de volumen de cartas despachadas descendieron desde 2008 a 2011 un 25%.
Los
estudios de mercado dejan algo bien claro, más allá del afán de recorte de los
que lo contratan. El buen concepto del Correo se mantiene entre los ciudadanos,
valoran la calidad del servicio. Naturalmente predomina lo recabado en las
grandes urbes, en las zonas rurales siguen necesitando la asistencia puerta a
puerta. En Suiza y otros países nórdicos se está experimentando con que los
carteros amplíen su funcionalidad realizando actividades de acompañamiento de
personas mayores en lugares alejados. En Francia se está probando que el
cartero realice la entrega de medicamentos a enfermos crónicos o la lectura de
los contadores de luz y agua. En el Reino Unido, el Royal Mail británico
participa en proyectos para completar información de catastros: al tiempo que
hacen su recorrido, completan la base de datos al verificar el estado de los
edificios.
La
Fundación Lázaro Galdiano, coleccionista de tantas cosas, exhibe en Madrid hasta
el 27 de enero, la exposición Correspondencia sin privacidad: billetes,
tarjetas y epístolas literarias. La idea de la muestra es descubrir al público
formas poco conocidas de comunicación. Los billetes eran las notas dobladas que
se entregaban en mano, muchas veces a la espera de inmediata respuesta. Las
tarjetas postales me recuerdan a mi mujer, que en su primera excursión fuera de
su país, enviaba desde cada ciudad una postal a su familia interiorizándoles
sobre los avatares del viaje, haciéndoles participes de la aventura. Con ella habíamos
iniciado una agradable rutina de comprar una postal en cada ciudad visitada,
debo confesar que lo hemos interrumpido vaya uno a saber en qué viaje.
En
mi buzón rara vez recibo correspondencia útil. Mi madre, quien no comulga con
las nuevas tecnologías, se encarga cuatro o cinco veces al año en mantener
activa mi dirección. Cumpleaños, aniversarios de boda o fiestas navideñas y de
fin de año siempre estarán matizadas por una bonita postal adecuada a la ocasión
y unas líneas fraternales de buenos deseos. Mis tías solían enviar
correspondencia, pero la edad y los achaques que la vejez trae las han obligado
a replegarse. El teléfono parece ser el último elemento de resistencia de
ambas.
Como
siempre existen libros en mi vida, Ardiente paciencia de Antonio Skarmeta
irrumpe en el final de la primera entrada del año. La anécdota tiene que ver más
con la película protagonizada por Philippe Noiret. Al momento de contraer
nupcias Mario Ruoppolo, el cartero de Pablo Neruda en una isla del golfo de
Napolés, yo estaba acompañado por una mujer en el cine. Al realizar el brindis
por los recién casados, a Neruda le llega un mensaje de confirmación que sus
días de exilio han terminado y que puede regresar a su querida Chile. Sin poder
mantener la boca cerrada, me acerqué a mi compañera de película y le dije al
oído que Mario se estaba quedando sin trabajo el mismo día de su boda. Mi
compañera me miró con odio en sus ojos y me dijo que no fuera estúpido, que no
empañara el gran momento. Me replegué aun mas en mi asiento abochornado por no
saber gestionar los momentazos románticos de un film y a los pocos minutos, el
celuloide me brindó, como casi siempre, la reivindicación del que se anticipa a
un buen argumento. Noiret se acerca a Mario y acongojado le transmite sus dudas
porque indudablemente este se quedará sin trabajo con su vuelta a Chile. Me fui
incorporando poco a poco en mi asiento, me quedé satisfecho con la seguridad
que Ruoppolo le restó importancia al hecho, dejé de mirar a mi acompañante de
turno en la butaca y me entregué a seguir anticipándome al argumento, de
inmediato pensé en la envidiable noche de bodas de un arrinconado cartero junto
a Beatrice Russo (María Grazia Cucinotta) y me di cuenta que un cartero siempre
se ha de reinventar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario