El canto V de la Odisea de
Homero nos advertía: “… y Ulises pasabase los días sentado en las rocas, a la
orilla del mar, consumiéndose a fuerza de llanto, suspiros y penas, fijando sus
ojos en el mar estéril, llorando incansablemente…”. En el canto IX, Ulises para
protegerse del perseguidor Polifemo le dice “preguntas cíclope cómo me llamo…
voy a decírtelo. Mi nombre es Nadie y Nadie me llaman todos”. Recordemos que
Ulises era un semidiós, Rey de Ítaca, que a duras penas sobrevivió a peligros y
adversidades en su intento de regresar a casa tras la Guerra de Troya. Ulises
(u Odiseo, su nombre en griego) sufrió a pesar de su condición de héroe,
imaginemos lo que nos queda a los simples mortales.
Emigrar se convirtió para
millones de personas en un proceso que no siempre está vinculado a una
elección, es apenas una decisión para intentar salir adelante. A partir del año
2000 en España evidenciaron una sintomatología vinculada a la oleada de
inmigrantes que llegaban a la península en busca de ese destino. El estrés que
conllevaba ese desplazamiento superaba la lenta capacidad de adaptación al
nuevo territorio, y daba paso a un malestar que, en algunos casos, trasladaban
a su nuevo médico de cabecera. Otros, en su afán de integrarse prontamente,
callaban y seguían con fuerza hacia adelante, confiando en que la morriña o
nostalgia, en breve, dejaría de “obsequiarle” tan malos momentos.
Entonces surgió
oficialmente El síndrome de Ulises en los países de acogida. Si bien los
médicos no estaban aún preparados para su tratamiento, se apoyaron en los
fármacos para paliarlo porque no podían detenerse a conocer cada experiencia de
vida. En realidad, y es una apreciación personal, creo que siempre se apoyan en
los fármacos a la hora de abordar algún síntoma de espíritu dañado en este
viejo continente. Y el síndrome de Ulises al estar considerado como un problema de salud mental
invitaba a un tratamiento prolongado de antidepresivos.
Esa situación de estrés
límite se caracteriza porque la persona padece un determinado duelo, y mientras
trata de reorganizarse, siente que ha perdido algo significativo en ese
desplazamiento: la familia y seres queridos, a veces la lengua, la tierra, la
cultura, su status social o su grupo de pertenencia; resumiendo, siente que ha
perdido su identidad. El agobio que conlleva esa confirmación genera estrés, y
el estrés somatiza. La soledad y falta de contención agudizan el problema, de
ahí que cualquiera de nosotros que vagamos por otras orillas de nuestra Ítaca
podemos tener depresiones, ansiedad, dolores físicos, angustias, cambios de
humores u otras características que nos lleven tarde o temprano a la receta del antidepresivo o ansiolítico.
En América Latina y sin
generalizar, las relaciones familiares son más estrechas. Vivimos en un marco
de familias extensas que poseen rasgos permanentes de solidaridad y pertenencia.
De ahí que el cambio radical de estilo de vida pueda generar una descomposición
en nuestro equilibrio mental. Ese desequilibrio puede no darse, conozco infinidad de personas que se
convirtieron en amigos o conocidos por ese rasgo de apátrida que nos une, y que
no han sufrido o manifestado uno sólo de los síntomas mencionados. Pero otros
sin saberlo, trasmiten a las claras que no están cómodos, somatizan todo el
tiempo, buscan un entorno. Y están aquellos, como me sucedió, que se acercaron
al médico porque entre el dolor de espalda que comienza a ser continuo o un
dolor especifico en la boca, comienzan a alterarle su equilibrio emocional, y
de repente se encuentra ante una médica que no conoce, que no te mira y teclea
en su ordenador en vez de auscultarte, y en el único momento que levanta la
mirada te dice que somos compañeros en desgracia de Ulises, o en el peor de los
casos, habitantes de una triste y oscura morada, que han denominado cajón desastre.
Hasta que el Doctor Jose
Achotegui, profesor titular de la Universidad de Barcelona y Director del
SAPPIR (Servicio de Atención Psicopatológica y Psicosocial a Inmigrantes y
Refugiados) oficializó y le dio nombre a este mal, las consultas en los ambulatorios
terminaban con una receta de antidepresivo cuando las muestras de depresión
primaban, y otras veces, cuando los síntomas eran por demás particulares,
pensaban que eran enfermedades de otras culturas y en mi caso, antes de
mencionarme a Ulises, que lo había leído, me dijeron que a veces cuando no se
encuentra una clasificación exacta a un malestar, esas historias clínicas se
suelen “alojar” en una cajonera donde van todos “los fenómenos”, no me dijo que
se llamaba cajón desastre, solo era una cajonera sin nombre, con un fondo
oscuro.
Llevaba mis primeros meses
en el País Vasco preguntándome a diario “¿Qué mierda estoy haciendo acá?”. A
los meses de comenzar mi primer trabajo, en el bar que les mencioné en la
entrada anterior, la pregunta se hacía más habitual. A medida que en ramaladas entraban los parroquianos a las
mismas horas, a tomar lo mismo cada día y a conversar de las mismas cosas, el
interrogante no cesaba y mis pensamientos estaban dirigidos exclusivamente a no
poder acostumbrarme a este cambio tan drástico en mi vida. Comenzaron los
síntomas en breve. Tantas horas de pie me llevaron a sentir permanentemente
como si una gota de agua fría cayera por mi espalda. No había ninguna gota, me
di cuenta que la sensación permanecía a la hora de acostarme. Al dormir,
siempre soñaba con Buenos Aires. Era increíble, hasta el momento de irme de mi
país, nunca había necesitado señalizar mis sueños, fijándoles una residencia. Y
lo peor era que en las horas de más afluencia en el bar, sentía una sensación de
agobio o falta de aire que desesperaba.
No lo consulté con nadie,
apenas se lo comenté a mi esposa. Pero el problema se agudizó y vaya paradoja, en
los días que aquí denominan de fiesta o como es más común para mí, los días de
descanso. Al tomar el metro para acercarme hasta Bilbao, en determinado momento
sentía un ahogo que daba paso a una angustia extrema que me pedía a gritos
bajarme de la formación. El problema era, y no se rían, que el metro a Plentzia
viene cada veinte minutos, y al bajarme, la situación no se normalizaba
rápidamente y además, siempre llegaba tarde a casa. Tenía la obligación de
poner fin a este sufrimiento. Más cuando en una escapada en autobús a Valencia,
y a la altura de Vitoria, sentí que me desmayaba, que perdía los colores y mis
labios se dormían y lo peor, que todo eso sucedía ante la atónita mirada de mi
esposa en el asiento contiguo, que comprobó que lo que hasta ese momento yo minimizaba, parecía de
relativa importancia. Lo único rescatable de esta situación es que yo sabía que
no llegaría al desmayo, que debía tocar fondo para ir recuperando el color,
dejar de transpirar, recuperar la respiración con normalidad y seguir como si
no hubiera sucedido nada. Todo eso sucedía en no más de dos minutos. Pero ante
el temor de estar gestionando a un increíble Hulk en mi interior, decidí acudir
al médico y alojarme las primeras semanas en la incomodidad del cajón desastre.
Tarde en asumir que debía
tomar pastillas. Acostumbrado a hacer terapia, no concebía que todo se limitaba
a dos años de antidepresivo, ansiolítico o como lo llamaran. La médica siempre
tecleaba mi “no” rotundo a las pastillas en mi historia clínica digital. Pero
volvía a la semana, esperando alguna investigación o al menos, que la doctora me
mirara al teclear. No era tan difícil, al estudiar mecanografía me obligaban a
no mirar el teclado mientras alcanzaba las cuarenta palabras por minuto. Pero
como veía que a pesar de tener bien razonado los síntomas, estos no
desaparecían, hinqué mis rodillas en la consulta médica, y luego de la promesa
de que a los dos años exactos me retiraba la pastilla, acepté mi humilde
condición de herculiano, es decir de semidiós en desgracia.
Para abreviar, los
primeros quince días tras la primer pastilla fueron los peores, aún mas
difíciles que cuando sentía los síntomas. Todo se enderezó un día al regresar
del trabajo y comenzar a llorar sin consuelo ante lo que me sucedía. Al
terminar mis berridos, sentí por primera vez una sensación de calma y eso me
llevó a completar mi adaptación al lugar, a mi cambio de vida y a los dos años
a dejar de lado las pastillas. Ojo, el problema de la boca continúa ante el
cambio de clima (y no se imaginan con que intensidad suele cambiar el clima en
el País Vasco) y la gota fría se convirtió en contractura permanente. Pero no
me siento como el Doctor Bruce Banner ante la inminente metamorfosis, sólo
atino a buscar el paraguas e incorporarlo al morral si el día está esplendido, y
si la tormenta es constante, anunciar con optimismo a mis seres cercanos que
el buen tiempo se está por asomar a nuestra villa.
Alguna vez me comentaron
que mi Ulises podía encuadrarse dentro de un duelo simple, es decir que se da
en buenas condiciones y puede ser elaborado. Ese duelo simple se da cuando emigra
un adulto joven que no deja atrás ni hijos pequeños, ni padres enfermos y puede
visitar o recibir la visita de sus familiares. También me contaron que la
clasificación se completa con duelos complicados y duelos extremos, este último
superando la capacidad de adaptación del sujeto. Y conocí muchos casos de duelo
extremo, nunca olvidaré ese colombiano de cara bonachona que compartía internet
o los periódicos en la biblioteca y tenía
mujer y cuatro hijos en Colombia. Nunca supe si sufrió del síndrome, solo sé
que un día le avisaron que su mujer falleció súbitamente de un cáncer no
detectado y él le confesaba a algún pariente que si regresaba en ese momento a
Colombia, perdería la antigüedad para la residencia y así no podría ayudar a
sus hijos en un futuro. Aún le quedaban dos años para regularizar su situación, y se tuvo que quedar.
En situaciones de miedo
psíquico hay más posibilidades de respuesta que en el miedo físico. El estrés
crónico da lugar a una potenciación del miedo, y respondemos con más miedo ante
situaciones estresantes futuras. Y una de las situaciones que generan más miedo
entre un sector de inmigrantes se da cuando no se tienen papeles (no es mi
caso, llegué con mi pasaporte español “regalo” de mi viejo) o se ha llegado en
patera por la zona del estrecho o Canarias. Y de a poco vamos conociendo de
estos últimos casos. La profunda crisis que vive España hace que muchos de esos
inmigrantes lleguen hasta el norte, buscando mejores condiciones que el centro
o sur de la península no pueden brindar. Además de sus problemas de adaptación
al cambio, esta la lengua que desconocen, su religión y fundamentalmente, su
inocencia en algunos aspectos. He conocido a varios chicos africanos que
llegaron sin nada, atravesando el mar con angustia y dolor, y con lo poco que
encuentran aquí, sienten que tienen mucho más que antes. Sufren de dolores
musculares habituales, frío aún en primavera o verano, y dolores estomacales
quizás producto del cambio de alimentación o por la somatización a la que
desconocen su existencia. Se apoyan en
otros conciudadanos, también generan los guetos como su única sociedad posible
y muchas veces se les acusa de no querer integrarse, de no aprender el idioma, de buscar ayuda social o
de organizaciones no gubernamentales para paliar una situación que en la
mayoría de los casos, será eterna. Pero si nos tomáramos cinco minutos para escucharles, nos daríamos cuenta que suelen ser educados,
agradecidos y muy sufridos. Quizás sean los verdaderos héroes de Ítaca.
Santiago Gamboa, escritor
bogotano, dio a conocer en el año 2005 su novela “El síndrome de Ulises”. En
ella, describe sus años en París como intensos, donde tuvo que aprender a sobrevivir aunque era un
privilegiado, estando protegido por una beca de estudios. Además de la profunda
soledad del individuo, otros tres temas centran su relato: el sexo, el hambre y
la solidaridad de los que no tienen nada. Así nos relata el “otro” París, aquel
donde no existe Notre Dame o las luces nocturnas de la torre Eiffel. Se mueve
entre la miseria de esa sociedad marginal, descubriendo otra cofradía
auténtica, la que camina sin ser vista por la sociedad consumista.
Desde su Bogotá natal
soñaba con ese París que todos soñamos. Lo conoció, pero vivió en el otro
París, en el que casi nadie quiere vivir y en el que viven casi todos los
nuevos, en el que la ciudad de la luz abre paso a barriadas y suburbios
poblados de inmigrantes de todos los colores en los que se sobrevive con
enormes dificultades. Gamboa quiso reflejar que el equivalente al héroe clásico
es el inmigrante de hoy y que París puede ser Berlín, Barcelona, Milán o
Londres, todas ciudades maravillosas para visitar, pero duras para vivir en
ellas desde cero, sin tener la protección social o familiar. Es una novela
sobre inmigrantes, sobre la amistad que se genera entre diversos apátridas, el
constante ir de un lado al otro, el volver a generar vínculos para seguir, para
lograr una pertenencia.
Esta entrada creo que la
generó otro escritor bogotano, mencionado en la última salida. Alvaro Mutis y
su personaje Magroll, el Gaviero me movió a recordar aquellas épocas del bar,
mi lenta adaptación, y el recuerdo permanente a mi otra orilla. Me sensibilizó
y me hizo acordar que los malos momentos de hoy se asemejan a los de ayer, pero
que uno debe pensar que de todo se sale, lo que no se sabe es cuando será ese
momento. Y siempre me apoyo en la lectura, de ahí que no pase esta entrada sin
recomendar el libro de Gamboa y recordar “La Odisea” de Homero. Y creo que como
yo me apoyé en la literatura y ahora en este blog para combatir la soledad,
conozco a varios que se sostienen en hobbies, deportes, aficiones y otros
recursos para caminar por esta parte de la acera, a la espera de sobrevivir al
canto de las sirenas. Y para dejarles un buen gusto de boca en el final, les
cuento que hace años conocí a un médico de cabecera que no teclea demasiado,
que te mira, que te da la mano con efusión al llegar e irte, te pregunta por
libros, por baloncesto, por Bielsa, por River, por tu familia, por tus cosas.
Se llama Juanjo y quizás me lea.
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