El teléfono fijo ha vuelto
a sonar. Aún mientras escribo estas primeras líneas, el aparato que reposa en
la base, justo al costado de este ordenador, ha encendido su pequeño monitor
indicándome que el 9…1…68459 comienza su rutina de muchas mañanas. Obviamente
no atiendo, lo conozco. Sé que son de Jazzt ... (por las dudas no le escribo
completo, no vaya a ser que ellos también se molesten, como me molesto resignadamente). Me resigno a que suene cuatro o cinco veces y
corten. Hoy cortan a la tercera vez. Es indudable que el tele-operador habrá
visto en el historial del número la cantidad de veces que no ha habido contacto
con Don Javier Ignacio Marina Farías. Lo vuelve a postergar, seguramente ha
reprogramado la base de datos para que el contacto sea por la tarde. El marrón
le ha de tocar a otro operador. Con una dosis de mala leche habrá puesto que
vuelva a marcar el número pasados diez minutos del cambio de turno. Es decir
que tengo casi ocho horas sin el llamado de esta increíble oferta que me
quieren brindar casi todos los días, de todos los meses, de todos los años.
El teléfono fijo está en
cuestionamiento, al menos en esta casa. De momento cuenta con mi persona como último
bastión de defensa. Si fuera por mi esposa, hace tiempo que reposaría en la
caja en algún mueble donde se acumulan los elementos de colección, como el
walkman, aquel móvil primero que tuvimos que se ve tan obsoleto, aquellos
cargadores que nunca nos animamos a tirar porque seguramente alguna vez
deberíamos necesitarlos. Pero de momento, continúa en su base. Baso mi alegato en
la necesidad de tenerlo para los llamados a o desde Argentina. Pero mi
razonamiento tambalea. Skype está tan a mano como el fijo y el ordenador
resulta que está encendido bastantes horas al día como para que me puedan
ubicar mis seres queridos o demandantes. Y para que la oferta sea irresistible,
podemos optar a la imagen. Para los que estamos algo lejos y vemos a los
nuestros un par de meses cada veinticuatro, es un añadido demasiado importante.
Pero el fijo sigue a mi lado, de momento.
Nuestro primer teléfono aquí
ya no existe en el mercado. No se confundan, no llegamos a tener el teléfono con
rueda. Ese lo tuve la primera vez, en Buenos Aires, cuando mis viejos, con una
emoción indisimulada, veían como la constancia tenia premio. Luego de una lista
de espera de casi diez años, encotel demostraba que todo llega. Ahora tenía un
aparato fijo, no como los de ahora que les dicen fijo pero son inalámbricos y
cuando suenan nos llevan las dos primeras campanadas deducir donde se halla. Este
fijo era el casi chato, con los dígitos en el medio y la sorprendente aparición
del numeral al lado del cero, pero sin monitor en la parte superior. Entonces
al volver a casa nos encontrábamos con que no sabíamos si nos habían demandado
en nuestra ausencia. Tampoco teníamos contestador automático, no teníamos tiempo
ni ganas en investigar las bondades de ese viejo chiche.
Nos cambiamos a éste con
base. En realidad nuestros amigos nos lo regalaron para uno de nuestros
cumpleaños. Así llegó la alta tecnología a nuestra casa. Quizás nos vieran
obsoletos, recuerden que durante los dos primeros años de “plencianos” optamos
por no tener televisor. Esa rareza la pasaban, ya que por entonces ninguno de
los amigos tenían hijos que entretener, pero eso de habernos llamado y que
nosotros no nos enteráramos era demasiado para ellos. De esta manera entro el teléfono
con monitor de receptor de llamadas.
Pero al avanzar la
tecnología, también avanza los parásitos que se alimentan de ella. Y fue así
como comenzamos a ver desfilar números raros en nuestro monitor al regreso de
la jornada laboral. Alguna vez he devuelto la llamada casi entrada la noche
para encontrarme con el sonido de fax, otro aparato que debe reposar ya en los
cajones oscuros, en este caso de las empresas. La curiosidad iba en aumento, no
solemos recibir llamados y siempre había dos o tres en la recepción de
llamadas. Pero misteriosamente, nadie dejaba mensaje en el contestador. Es que
aun develando el misterio precipitadamente, en el telemarketing no se dejan mensajes,
principalmente porque la mayoría de las
veces se trata de una llamada automática donde no interviene el operador. Este,
sentado frente al monitor mira sin curiosidad como se despliega en la pantalla
los datos de la persona que la maquina está llamando.
Si perder un trabajo es un
problema, estar en casa en horas laborales se convierte en un dolor de cabeza.
Comienzas a entender de quien son esos números misteriosos. Suena el teléfono varias
veces al día y una voz con sonrisa telefónica y con sordera autista hace caso
omiso a mi precipitada interrupción a su mensaje inicial, y continúa estoico/a
su presentación. Una vez terminada y cuando le estás diciendo anticipadamente que
no te interesa lo que aun no sabes que te van a ofrecer, ellos apelan a la
segunda parte del argumentario, que trata de la promoción a ofertar. Por más
que insistas en decirle señorita, no me interesa, va a continuar con el mensaje
y lo va a hacer de la peor manera, sin disimular que está leyendo y que entona
como cuando nosotros en tercer grado de primaria decíamos dos por uno dos, dos
por dos cuatro.
Si le refutas algo, se
abre otra pantalla del argumentario donde vienen las contra replicas a tus
negativas. Y así continúa este diálogo de sordos, del otro lado ante el temor
de la grabación que lo condene por saltarse el “protocolo” y yo del otro lado,
sin querer caer en el cortar abruptamente la llamada y dejarle el oído mocho, sentimos
bochorno por querer terminar una conversación que no propiciamos y sentirte
ofendido por la ínfima condición humana que nos lleva a experimentar estas
formas de contacto. Generalmente predomina la desconsideración, al menos el
tele-operador ha demostrado a la maquina que la persona a ofertar es un borde
que no le deja cumplir su cometido.
Entonces aparece google
para darnos una mano. Al sonar el teléfono, optamos por teclear en el buscador precipitadamente
el número que nos está llamando y la búsqueda nos ofrece un sinfín de links
donde se anticipa la protesta o congoja referida a esos dígitos y ya no
atiendes. Tienes en los papelitos que abundan en tu escritorio un sinfín de números
donde te indican que este es de una telefónica, este de un seguro de vida, este
de un seguro de decesos, este es de una grabación de otra telefonía, este es de
unos vinos o jamones de tu zona, y este ya no me acuerdo de quien era, tendré
que buscar nuevamente en google.
Pero también te acorralan
con números ocultos. Y atiendes porque puede tratarse de una llamada con
tarjeta de larga distancias desde Argentina. Y el canto gregoriano comienza su entonación
nuevamente: dos por uno dos, dos por dos cuatro. Te sientes engañado una vez
mas y aparece finalmente el animal que todos llevamos dentro y colgamos. Del
otro lado, un operador mal pagado, te puteara también a ti, mientras reprocha
que acaso se creen que uno tiene ganas de andar llamando, al menos no cortes,
tené un poco de consideración a este trabajo de mierda que trato de llevar con
dignidad.
Para salir del paro, dos
veces me sumergí en la garras del
telemarketing. En mi descargo, la vez que tuve que hacer de operador emisor, esto duró solo un mes, lo
que tardó la base de datos en agotarse. La campaña era de un banco, originario
de este país y ahora multinacional, donde ofrecía un crédito 0%. La realidad
era un 0% el primer mes, pero vos tenías que decir ese famoso digito. Y luego,
optar por la omisión de datos. Ese es tu caballito de batalla, decir las cosas rápido
y tener opción a vocabulario para luego esconder las trampas de lo que estás
ofreciendo. Además del cuestionamiento a lo que estaba ofertando, me tropezaba
con gente que me cortaba, gente que no atendía y yo mismo debía reprogramar la
llamada para otro momento, los primeros días lo hacía para otro horario de los
de mis ocho horas de mi turno, pero con el correr de las semanas, el marrón iba
para el operador de la tarde, que para colmo de males me caía bien majo.
El que me contestaba, me
solía recriminar que no eran horas para llamar. Es decir, que los primeros
llamados, los programados para las nueve de la mañana eran muy tempranos y los
últimos, los del segmento dos a tres de la tarde, en pleno almuerzo, siempre me
reprochaban lo descarado de mi accionar. Del otro lado y mirando el monitor,
esperaba que este se hiciera cargo de la decisión del llamado y optaba por
matizar silencios a la espera de que el otro lado se suavizara la indignación que
yo mismo sentía al sonar en esos horarios el teléfono de casa. Muchos pedían a
gritos que les diera de baja, pero no sabían que yo no podía hacerlo. Si bien
dejaba notas mencionándolo, los informáticos deberían borrarlas para usar la
misma base de datos para una campaña de otro cliente o para seguir usándola en
esta campaña, porque llega un momento en que el operador no tiene a quien
llamar, y está mal visto que el operador gane esa fortuna de setecientos euros
y este conversando con el del habitáculo vecino o haga rondos con los demás
operadores.
De repente, te llaman a
deslogarte y acudir a la sala de reuniones. Ahí el famoso marketing te dirá que
estás fallando y sin sonrojarse se puede convertir en alma despiadada y
despedazar al que se ha apartado del argumentario o no ha tenido respuestas
para mantener el protocolo o el control de la llamada. Alguno de ellos
representa a la empresa y en vez de estar ofendido por ese 0% que es una
mentira, se muestra molesto verdaderamente porque la operadora en cuestión se
ha mostrado nerviosa y no ha demostrado en ningún momento la sonrisa
telefónica. Claro está, que esa recriminación te la hace con una cara de culo
sin sonrisa e insistiendo, para que la humillación perdure algunos minutos más.
Tu jefa de campaña mientras tanto, muestra cara o mímica de estar de acuerdo
con el cliente o jefazo, no ponen en práctica lo que tan concienzudamente le
hemos enseñado hasta el hartazgo. Y se imaginan cuanto duro esa formación. En
el mejor de los casos, un par de horas. Pero hay un peor de los casos y voy a
comentar mi experiencia aunque me aparte del tema de hoy.
Una empresa situada
cercana al edificio central del edificio de hacienda en Bilbao ofertó puestos
de trabajo para telemarketers. Allí acudí para tratar de seguir peregrinando en
el mundo de las nóminas salariales. Para una campaña de recepción de llamadas
basada en el asesoramiento para clientes pymes de una importante empresa
española de telefonía móvil, debíamos primero atravesar un cursillo de formación
que duraba quince días y que nos demandaba desde las nueve de la mañana hasta
las dos de la tarde, de lunes a viernes. No te pagaban nada, era una apuesta de
un único apostante y la formación constaba de un sinfín de peregrulladas y cada
tanto, algo de información importante a la hora de tener que estar al teléfono.
Un par de esas horas diarias las consumías de acompañante de algún operador en función
y allí podías observar in situ la otra pata de ese famoso protocolo del buen
operador, la de subsistir en la llamada sin ahogarte en la orilla. Luego
regresabas a la formación y debías ocultar los defectos de tu futuro compañero
porque lo que el manual dice, rara vez se aplica en la vida. Y el marketing
tiene infinidad de esos ejemplos.
La cuestión es que un día
tuve un problema personal que me obligaba a perderme un día de la formación. Me
presenté a mi superior y le comenté la posibilidad de ausentarme ese día y me
soltó un decálogo del sentido de la responsabilidad. Le miré y demostrando que
había aprendido el concepto de sonrisa telefónica le mandé a la mierda y le
mostré que tenía suficiente argumentario para que si quería, en otro tiempo
libre, le diera clases de oratoria y de paso, le regalara secretos sobre
marketing o atención al cliente. Me fui con la horrible sensación de haber
fracasado, en parte me había calado el cruel mensaje de ese horrible mensajero,
mi debilidad había sucumbido antes de tiempo, dejaba el barco de la oportunidad
ante el primer contratiempo.
Volví a la soledad del
hogar en las horas laborales. Volví a la tediosa compañía de los números de teléfono
del telemarketing, hasta que una mañana me llamaron de la misma compañía para
trabajar en una campaña específica de emisión de llamadas (la del 0% que
expliqué antes). Me presenté, me presentaron a la jefa pelirroja de esta
campaña, me dieron dos horas de formación y a la tercera estábamos ofreciendo
las bondades del cero, del cero a la izquierda de nuestra precaria situación laboral.
Al terminar la jornada me encontré en recepción con uno de los veinte
compañeros que habían realizado completa la formación anterior. Me contó que
una vez terminada la misma, les explicaron que de momento no habían plazas,
pero que a medida que surgieran, los irían llamando. Indudablemente, la mayoría
de ellos nunca serían llamados, en breve estarían dando una nueva formación de
dos semanas a otros veinte peregrinos. Y el secreto está dado en que la formación
suele subsidiar a las empresas, entonces muchas veces es una posibilidad de
trabajo para el empresario o formador. El necesitado en realidad, hace una
hermosa contribución al subsidio de otro. Y en eso se especializa también esa
empresa.
Cumplí mi mes, opté por la
sonrisa telefónica aún cuando me cortaran antes de que terminara mi larga presentación
y una vez terminado el mes, deje la gastada y reusada base de datos y me
incorporé nuevamente a la fila de parados. Las veces que pienso que beneficios
tienen estos llamados telefónicos sin sentido, me encontré con un porcentaje
(en todo caso menor comparado con la totalidad de la base de datos) que
misteriosamente necesitaban de esa aparente oferta y me pedían ampliar información,
que lamentablemente no debía dar, solo enviarlos al banco ms cercano. Y ahí me
encontraba con la otra parte de esa mísera campaña. El objetivo del de
marketing es que el receptor acuda al banco, eso representa el éxito de su
parte en la campaña. Pero el de ventas verá como llega un insolvente o
insustancial o desesperado en busca del beneficio de la promoción y no se
cortara a la hora de reprochar a la gente de marketing que está mandando gente
que no debería poder optar a la campaña. En alguna interrupción durante tu
jornada de ocho horas, el jefazo del cliente, acompañado por el cara acontecida
de marketing del cliente, y por tu jefe de campaña, te dirán durante quince
minutos que nosotros no lo estamos haciendo bien, que nos estamos apartando del
manual y de la formación dada, y que de persistir el mal procedimiento, la
campaña se ha de cortar bastante antes del objetivo (si que un mes podemos
definirlo como un objetivo). Descargada la bronca en el escalafón y asegurándonos
de comprender que somos el eslabón más débil, volvemos al asiento (que no dije
que es incomodo, no es funcional y suele estar desequilibrado) y hacemos
corrillo para especular cuantos días más tendremos de nomina y de suplicio. De
paso nos queda claro como se bastardea el concepto de trabajo en equipo. Las
distintas áreas de una misma empresa a veces sirven para que cada uno le eche
la culpa a la otra del fracaso colectivo. Pero vuelvo a mi eslabón, al final
del día, tu hoja de campaña refleja un pobre porcentaje de posibles que se
acerquen al banco y al pasar comparas con los de tus compañeros y te quita la
poca sonrisa telefónica que te quedaba al comprobar que varios compañeros te
superaron en seis o siete contactos. Te vas a casa puteado por la vida y por el
supuesto éxito de tu compañero.
En la jornada sueles
llamar a quince o dieciséis a la hora. Te recomiendan tener cuatro posibles por
hora, deberías tener una hoja con treinta por jornada. A veces te retiras
contento con seis o siete. Hubo días de más de diez y varios con apenas dos, y
uno de ellos lo has disfrazado. Ante mi ambigüedad a la hora de brindar la información
y la ambigüedad del que está del otro lado, al menos le quito la posible
promesa de que si le llegara a interesarle la promoción se presentaría en la
oficina más cercana a su domicilio y muy suelto de cuerpo, lo apuntó como
positivo. Y me retiro a mis quince minutos de descanso, donde lamentablemente
tengo que usar el teléfono, en este caso el móvil para compartir con mi mujer,
lo surrealista de mi “trabajo”.
En fin, juro que no he
vuelto a ser emisor. En otro momento contaré las bondades de ser receptor. Al
menos tengo el atenuante que no he de llamar a las ocho de la noche. Podré contarles
la furia que te invade cuando te entra un llamado cuarenta segundos antes de
deslogarte e irte a casa. Y te contaré como detrás de ti la coordinadora te
juramenta con gritos silenciosos y aspavientos que tratan de dar sonido a ese
grito ahogado, que la conversación debería haber terminado hace rato, casualmente
el rato que ella se quiso marchar a su casa. Me retiro con una mueca parecida a
una sonrisa. Y dejo por hoy porque suena el teléfono, es un número raro y
necesito el teclado para fijarme en google si he de atenderlo.
PD: Acompaño la entrada
con un link donde explican tres teleoperadores las bondades de su trabajo.
Corresponde a un segmento del programa Salvados, que siempre recomiendo ver.
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