“La pintura realiza entonces su obra
propia, la de un desvelamiento. Desvelamiento necesario cuando la tonalidad de
las cosas permanece con gran frecuencia velada. Está velada porque no
percibimos en la vida cotidiana más que significados estereotipados y porque la
tonalidad de esa percepción es débil”.
Michel Henry, del libro “Ver lo
invisible. Acerca de Kandinsky".
Édouard Manet pintó “Le suicidé” entre
los años 1877 y 1881. Del pintor renacentista francés se precisó que sus
pinturas albergaron parte del futuro que se avecinaba en Europa. No solo el
arte, sino la vida en general estaba representaba en esos tiempos por lo que todos
denominaban como “real”. Las apariencias, representaciones o convenciones
vigentes en el accionar del ser humano hasta finales de ese siglo, comenzaban a
dejar paso a “una nueva región de oscuridad, donde el silencio reina
profundamente, donde el vacío existencial se expone, donde el arte es el valor
supremo”. Pintar suele ser desvelar, y
en la vida real las tonalidades suelen ser precisadas de forma débil. Les
suicides representa el fin de la pintura o el hecho pictórico que abre un nuevo
mundo, el modernismo. De frente a un óleo, un realismo inicial luego de un
instante de observación, nos permite cuestionar si lo que contemplamos en el
lienzo representa o no la estética de una catástrofe.
En esta nueva concepción, el cuadro
atraviesa por distintas fases, siendo la primera, la necesidad de hacer nacer
el hecho pictórico. Luego viene la tela en blanco y por último plasmar aquel sentimiento
que permita al cuadro no tener nada que figurar o contar. Sin narración o
ilustración, ya que un cuadro no tiene nada que hacer con un relato. En Les
suicides parece haber una historia evidente, comenzando desde el título. Un
hombre atravesando una cama, una pistola en su mano. Sangre aún roja en su
cuerpo tendido con su diana en su abdomen, la horrible sensación de que está
intentando hacerse con una bocanada de aire, un haz de luz en el medio de la
pared que podría preanunciar que la oscuridad aún no ha llegado. Toda la
intención apunta el cliché, lo pintado por el autor, que en realidad no
represente lo que quiera pintar. El cliché es intencionado, nadie escapa tan
fácilmente a la zona común, al estereotipo. En la vida diaria lo notamos constantemente,
casi todo se reduce a la voluntad de semejar. De ahí que la pintura de Manet
pueda haber sido la ambigua sensación del acabamiento del signo humano y del
viejo lenguaje y represente la liberación artística o el consuelo. Esa misma
sensación sintió Anna, la protagonista del film “Franz” en el momento que logró
observar en el Louvre esta obra: “Me dan ganas de vivir”. En esa frase puede
estar mejor sintetizado el ambiguo comportamiento humano.
Y está entrada no está basada en la
pintura, a pesar de tan larga introducción, pero sí en el arte. Les suicides
juega un papel fundamental en la película francesa Frantz, porque encierra a
través de la necesidad e ilusión de contemplar una obra de arte que es sombría
como la época en que se sitúa el film, con la luminosidad y las ganas de vivir
que traen aparejados el fin de una guerra, en este caso La gran guerra. Y estas
páginas no tratan de disimular un spoiler, sino que también juegan con la
dualidad de un supuesto artista -perdonen mi atrevimiento- en decir lo que no
tiene que decir.
Pero esa podría ser la síntesis de una
gran película. La acumulación de datos periféricos que más allá de seguir los
hilos de una historia puntual, nos permitan comprender, aunque sea mínimamente,
la influencia de sentimientos tan contradictorios siempre presentes en la
condición humana. Remontando la historia de la humanidad, la síntesis como
hecho pictórico podría insinuar que generación tras generación, siempre han tropezado
con las mismas y únicas piedras. En el “arte de vivir”, el comportamiento
humano contempla formas similares que transitan por el amor, dolor, culpa,
remordimiento, pérdida, catarsis, memoria, consuelo y perdón. Y el film atrapa
una fragancia que es parte de nuestra “esencia”, destilamos romanticismo y
generalmente vivimos bajo el amplio paraguas del drama, porque lo que ha
dominado siempre la existencia es la pasión y el instinto, por sobre la
cultura, la paz y la belleza.
Hay heridas que tardan en cicatrizar.
Las del amor y la guerra, tan distintas entre sí, tienen un similar suturar.
Existen cortes que se asemejan a agravios y generan abatimiento o pesar. No por
nada herida es sinónimo de corte, de agravio, abatimiento o pesar. A pesar del
dolor de una ruptura que deja heridas, podemos volver a enamorarnos, a sentir,
a creer. Quizás, por eso de que el hombre se empecina en llevarse por delante
la misma piedra, en menos de la mitad de un siglo, alemanes y franceses
debieron contemplar como el dolor de una guerra, solo llevó a otra y a otra.
Como en el amor, el tratar de recuperarse con un nuevo querer nos hace
vulnerables, peligrosos, si en el proceso no se ha aprendido casi nada.
Las víctimas de una guerra tienen un
rostro similar. Si enfocamos el prisma sin más intencionalidad que reflejar la
realidad, nos daremos cuenta que los supuestos “bandos” sufren por igual, que
la posible felicidad del ganador se puede asemejar al alivio del perdedor por
terminar una absurda contienda donde en realidad, pierden todos. Lo que
diferenciará es la pulsión casi animal que llevamos dentro, que es la de
propinar dolor y humillación en el post. No nos basta con ver el terreno
arrasado, no nos alcanza con saber que las vidas perdidas no tienen reparo,
seguimos engañando a la humanidad con la frase “que estas muertes hayan servido
para algo”, cuando estamos hartos de no querer reconocer de frente, que nunca
una muerte ha servido para gran cosa, más que para preanunciar que habrá más
muerte. Por eso, la película puede calar tan hondo, porque tiene vigencia al
tratar sentimientos e instintos que nunca hemos llegado a contener, a
controlar.
Alemanes y franceses lloraron la
muerte de sus hijos al terminar la guerra franco – prusiana de 1870. Otros
padres volvieron a perder parte de su esencia al despedir los restos de otros
hijos con motivo de la primera guerra. Y veinte años después, se empecinaron en
mandar a una nueva generación de hijos a una nueva contienda, que casualmente,
arrojó aristas de dolor tan considerables como las anteriores. Más allá de
suponer que hubo vencedores y vencidos, lo único inobjetable es que predomino
el mismo dolor filial en los dos bandos. La fuerza de una especie debe ser
incontrolable, como debería ser controlado el instinto paternal de frenar las
muertes sin sentido de sus hijos. La película dirigida por Francois Ozon
demuestra que no hay pesar más trágico que observar la secuencia repetida de
errores irreparables.
En muchas reseñas, para destacar la
magnitud de esta película, se menciona la calidad de pacifista de su director.
El mundo tropieza con las mismas piedras, no es necesario recurrir al mito de
Sísifo, para concluir que todo lo que asiste a esta vida es insignificante,
nosotros los habitantes, los primeros. El esfuerzo inútil e incesante de tratar
de subir la cuesta con ese enorme peso de la piedra sobre nuestros hombros pone
de manifiesto que la condición de pacifista como hecho distintivo para reseñar
una obra de arte debería estar de más, bélicamente no se trasciende más que en
fronteras conquistadas y arrasadas. La esencia del hombre no está hecha de paz
y para la paz. La cinta en blanco y negro respeta el dolor absurdo de la muerte
en escala y sin sentido, pero a pesar del blanco y negro que se parece a un
continuo gris, la siempre latente existencia de un rasgo de cultura, permite
suponer con la desesperación del que necesita tomar una bocanada de aire, qué a
pesar de predominar la violencia, la cultura tarde o temprano pueda llegar a
unir. El dolor, el desconcierto, la pérdida irreparable, el odio irracional, se
reflejan en el espejo quebrado de todos los contendientes. A pesar del blanco y
negro de la cinta, a mí me ha quedado grabado el color del final, ese que
permite la quimérica ilusión de que el dolor se cura con el arte, la irracionalidad
con el razonamiento, el perdón se cura con la prevención que arroje comprensión
y tolerancia. Así todo, tras ciento trece minutos de película, todos sabemos
que el mundo está tropezando en este instante con el mismo adoquín de siempre.
En un momento donde el brote de odio
que disfraza una palabra supuestamente patriótica como “nacionalismo” está
nuevamente atizando los continentes, donde por enésima vez nos referimos a
fronteras como línea divisoria para contener “extranjeros”, donde el miedo a la
inmigración nos convierte en seres repulsivos que encima de nuestros
requiebres, intentamos justificar que la diferencia es dañina y no
constructiva, el ver la película puede servir de algo más que de pasatiempo.
Puede servir porque todos tenemos a nuestro alrededor a esa persona que destila
una virulencia incontrolable, todos “sufrimos” a un amigo que hiere la
existencia cada vez que teoriza, todos conocemos a un ser querido que de tan
querido no se comprende como tiene tanta capacidad de lastimar. Estamos
rodeados de prejuicios, estamos construidos por mensajes erróneos, por eso nos
cuesta comprender que no nos suele separar no conocer el otro idioma, nos está
separando escuchar al que habla y grita en el nuestro. El nacionalismo que
quiso reflejar Francois Ozon fue el mismo en los dos bandos, la depresión
posterior también. Y como las heridas del amor y de la guerra supuran
parecidas, el cineasta francés escogió relatar su historia como un film donde
el romanticismo y el amor siguen siendo posibles, ni bien terminado el horror
de una contienda donde el pavor deja huella y bien profunda.
No es un spoiler, no es una invitación
a observar el film. Quizás como medida preventiva debamos mirar en nuestro
interior o en el de nuestro ser cercano que destila violencia, altanería,
intolerancia o el no saber lo que es desarrollar la virtud de la empatía.
Quizás antes de verla debamos desterrar el concepto absurdo de “nacionalismo”
que nos hace tan miserables a la hora de plantear la convivencia, quizás debamos
encontrar el hecho pictórico que justifique las nuevas vidas que hoy todavía no
piensan en matar u odiar al otro. Entonces como le sucedió a Anna en la
película, podamos sentarnos a observar Les suicides de Manet y comprender que
pictoricidad no siempre debe conducir a una linealidad absurda y repetida. Y
que en nuestro interior, el dolor puede siempre supurar hacia un nuevo amor, en
este caso a creer que somos capaces de mejorar la vida…
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