“Mientras el círculo de su compasión
no abarque a todos los seres vivos, el hombre no hallará la paz por sí mismo”.
Albert Schweitzer
René Descartes aseguraba, entre tantas
cosas que aseveró, que las pasiones tienen por efecto disponer el alma a hacer
cosas por medio del cuerpo. Amar debería ser la versión más práctica de
expresar a través el cuerpo los designios del alma enamorada. Pero la agresión
física también se encuadra en la definición de Descartes. La pasión tiene sus
polos, positivos y negativos. Y se puede dar en distintos momentos y en la
misma persona. Pero no terminan allí los ejemplos: La pasión puede activar al
miedo incitándonos físicamente a huir, y a otros les otorga el temple necesario
para quedarse y hacer frente al dolor o necesidad ajena. En todas estas
acciones está presta la pasión, pero los seres humanos últimamente la utilizan
en su vocabulario -escaso por demás- para referirse a justificaciones del tipo:
“Es que le pongo demasiada pasión a las cosas”, como si el error o exceso cometido
estuviera así justificado.
Es que Descartes continuó con su
análisis de la pasión, y para exposición de más de uno, las diferenció entre
“almas fuertes” y “almas débiles”. Y el problema sobreviene con el ego o la
autoestima de quién interprete si pertenece a los débiles o los fuertes. Es
llamativa la interpretación que solemos dar a esa persona sensible que
intentando ayudar, manifiesta al mismo tiempo, una congoja o sensibilidad
extrema. Seguramente, más de uno lo definirá como débil. Y la interpretación se
me antoja errónea. Pongo mi propio ejemplo: creo ser un tipo sensible, y en el
proceso de ayudar ó observar a alguien verdaderamente necesitado, sufro. Y
sufro bastante. Pero tengo un gen terco que me permite quedarme en el lugar e
intentar dar una mano, y en esa acción entrego una pasmosa tranquilidad. El
observador indiferente, dirá de mí que soy débil porque al finalizar mi
accionar me siento como vacío o errático. Y yo al observar al observador
indiferente, llego a la conclusión de que su alma es débil, porque sintiéndose
tan fuerte y suficiente, no es capaz de dar esa misma mano y valorar tu
supuesta templanza en el proceso de asistir a un necesitado, aun cuando mis
mecanismos sean errados.
Para René Descartes son seis las
pasiones simples y primitivas: amor, admiración, odio, deseo, alegría y
tristeza. Las demás se originan con la combinación de estas. La compasión es,
para nuestro filósofo, una “especie de tristeza, mezclada con amor y buena
voluntad hacia aquellos a quienes vemos sufrir algún mal de que no los creemos
dignos”. Nos podemos sentir incomodos ante el dolor ajeno, pero la existencia
de aquella “alma fuerte” o “alma débil” es lo que nos permitirá intentar querer
el bien o que mejore en parte su mal, en el padecimiento del otro. El “alma
fuerte” aspira a un ideal de justicia que remede el dolor ajeno.
Meng Zi, más conocido como Mencio, fue
un filósofo chino ferviente admirador del confucianismo. Mencio expresaba que
la mente humana no resiste ver el sufrimiento ajeno. Pero qué en el proceso de
vivir, un sinfín de seres humanos no utilizan el corazón, órgano para él
esencial que permite pensar y decidir. Eso los convierte en hombres vulgares,
rebajando su naturaleza a lo meramente animal. Los instintos habrán de gobernar
a esas mentes, y ya sabemos que los instintos elementales no construyen
sociedades, sino que privilegian sus necesidades básicas. Para los que optan
por priorizar el uso del corazón, la benevolencia es un cóctel que necesita sí
o sí los siguientes ingredientes: compasión, vergüenza, respeto y humildad. En
el mercado escasean parte de estos ingredientes y la aparente perdida de la
bondad humana puede estar relacionada a la escasa altura moral que hoy
acompañan los ejemplos que ofrece la sociedad, pero también nuestros actos
personales.
¿Dónde debemos centrar la energía de
practicar la compasión? ¿En lo global o en lo personal? Lo global nos está
superando, entonces debemos centrarnos en lo personal. Más de una considerará
que lo personal también nos encuentra superados o desbordados, pero si bien lo
global no depende de nosotros, lo personal sí. Y es nuestra obligación, aunque
a veces no lo recordemos. Y aún queda un considerando más: tantas veces se nos
cruza en el camino gente que no nos agrada, pero está más que claro que
necesitan de ayuda. ¿La compasión solo la motiva la gente que nos agrada, o
nuestros semejantes o las personas que lo merecen? ¿Y la compasión, es
motivacional? La pregunta tiene una posible respuesta afirmativa, recordemos
las veces que hemos visto a un desconocido con claros síntomas de sufrimiento
en la calle. A primera instancia, la multitud no suele detenerse -es que
estamos permanentemente apurados- pero basta que uno se detenga para asistir, para
que un círculo de personas se aproxime para ofrecer una mano. Daría la
sensación que la compasión necesita de un liderazgo, y a partir de esa actitud,
se despierte el deber ciudadano de tener compasión y empatía ante el
necesitado. Y de paso, comprobar que el apuro que creemos llevar es
sobreactuado.
Da la sensación de que la bondad
humana se brinda con cuenta gotas. Seguramente, será a consecuencia de la dura
vida que nos toca vivir. Y nos convertimos en víctimas de un sistema que nos
distrae. Y nos volvemos indiferentes, y lo llamativo es que no solo nos
volvemos indiferentes al dolor ajeno, sino que no alcanzamos a ver o comprender
nuestro propio dolor, físico o espiritual. Porque el sistema nos ha adoctrinado
-y nosotros cumplimos de manera perfecta nuestra parte- para sentir
indiferencia o para perder casi de inmediato la paciencia. De esta manera, la
templanza no deja paso a la compasión, y los demás dejan de existir. Y en ese
proceso, quizás nosotros también estemos dejando de existir. Una de mis últimas
entradas se basó en la posverdad, nueva palabra y hasta el hartazgo hoy
analizada. Seguimos generando palabras nuevas -no hablo de lo vulgarmente
habitual de la manera de expresarnos- y hay una palabra en inglés que puede
sintetizar el vértigo al que nos arrastran las tecnologías y redes sociales con
esa indiferencia social -de lo cercano- que nos ha mermado la paciencia:
pizzled.
La utilización de esta palabra está
más orientada al uso abusivo de nuestras tecnologías a mano, que nos obliga a
desairar a la persona que tenemos cerca. Ignoramos a los que están lindantes,
de ahí que pizzled sea una nueva palabra que nos permita definir como enojo o
confusión, que es lo que a veces sentimos cuando la tecnología aleja a la
persona que está cerca nuestro. Y nos han hecho creer qué si prestamos
atención, nos desgastamos más rápido. Entonces buscamos la distracción, con la
distracción abandonamos la concentración, y sin concentración nos cansamos más
rápido. Y nos desgastamos a través de las redes sociales o la tecnología, nos
creemos combativos porque nos implicamos virtualmente, pero estamos dejando de
lado la realidad. No podemos apagar o desconectar tantas aplicaciones, no
logramos pertenecer a la condición de “pizzled” y si salimos un momento del lío tecnológico que transitamos, ya no tenemos paciencia para practicar la atención
hacia la compasión. Ese desmedido uso tecnológico que todos estamos aplicando
nos confirma que cada vez estamos más solos. La conversación se está perdiendo,
creemos que contestar en un foro es conversar. Creemos que defenestrar la
opinión ajena es construir, creemos que la compasión llegará solo al volcar un
par de lágrimas antes de poner un me gusta o compartir un nuevo video, de los
que denominan virales.
Viral siempre fue la propagación de un
virus. “Viralidad” hoy solo representa alcanzar millones de visitas en el menor
espacio de tiempo. Entonces la viralidad de la información puede finalmente
representar un virus desgastante que todos sufrimos. Nos estropeamos en una
nube virtual de información que renovamos o actualizamos varias veces al día;
nos enteramos e indignamos por conflictos o injusticias; desenmascaramos o
inventamos complots ideológicos, adoctrinamos al resto con causas diversas que
publicó algún colega virtual, que hasta segundos atrás desconocíamos su
existencia, pero descuidamos de manera cruel y llamativa los problemas
directos, los nuestros o de nuestros cercanos. El primer círculo de
preocupación está definitivamente descuidado.
La compasión puede sonar a utopía. Mas
cuando el mundo actual se basa en el individualismo, la competencia, la
indiferencia, el egocentrismo y la intolerancia. Pero compasión es ponerse en
el lugar del otro y tratar de atenuar o entender su dolor. Pero antes que
compasión pase a tener otro significado -como por ejemplo cuando la confundimos
con lástima o menosprecio- tratemos de recordar que no debemos limitarnos a compadecer
cuando podamos ayudar, tenemos el deber de ayudar. Tratemos de recordar, aunque
queden pocos ejemplos o referentes a que aferrarnos, que la compasión es una
virtud y una sublime manifestación de sensibilidad moral.
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