Los amigos del alma resultan un
salvoconducto para recobrar la juventud. No recuerdas en qué momento ese
conocido se convirtió en tu camarada. En mi caso particular, se que el futbol
pudo haber sido el causante de la multiplicidad de mis afinidades. La plaza
Alberti atesora la mayoría de los afectos que, a mi edad actual, cercana al
medio siglo, siguen siendo entrañables. Y cuando los recupero, aunque sea por
una semana, la palabra amistad se convierte en vinculo, en raíz, en tu misma
esencia.
Cuando vas al encuentro de un amigo,
al que no ves hace dos años, no te preguntas en el trayecto, si eres menos
amigo que antes. Sabes algo de su actualidad, porque entre el teléfono y el
skype puedes mantener las distintas realidades. Sabes que está casado, que
tiene dos hijos hermosos, que se asentó en otro país, que forcejea con las
nuevas costumbres tratando de no perder su naturaleza, pero nunca piensas que
al momento del reencuentro, puedas encontrarte con un “extraño”. Es el aval de
esos amigos que el alma aceptó, y un balón de futbol acercó.
Después de los treinta años es más difícil
generar amistades. No es imposible, porque todos lo podemos demostrar. Pero sí
más selectivo, nos convertimos en sibaritas de nuestros corazones. En la edad
adulta tienes un sinfín de conocidos, con el paso del tiempo llegarán a ser
amigos como aquellos vagos que compartían casi todo el día contigo, cuando eras
un pequeñín, que no tenía aún en claro su futuro. Y cuándo habitas fuera de tu
país, de tu zona de confort, la palabra amigo parece estar asociada a tu país
de origen. Pero repito, de adulto puedo decir que he hecho amigos, muy buenos
amigos, buenas personas. Pero mi mente y mi corazón recuperan un dial perdido,
el de mi adolescencia, cuando me reencuentro con un amigo de toda la vida.
Cuando vas entrando en años te
puedes convertir en un cascarrabias. Yo a veces suelo serlo. Por eso, es
sorprendente cuando te encuentras con un viejo amigo y retoma aquella rutina de
vacilarte con descaro. Tu mente resetea al instante, a pesar de que tu colega
conoce tus peores secretos y que no duda en desempolvarlos, no te afecta ni te
ofende. Vuelves a ser aquel vacilón de inmediato. Tu mente recupera, a su vez,
aquellos secretos que te permitirán retrucar durante los días del reencuentro.
Y te cuentas una y otra vez las
mismas anécdotas. Tratas de disimular con sus esposas que aquellos tiempos
fueron espectaculares. Tratas, muchas veces en vano, de disimular que ya no
eres aquel niño, que el hombre de pelo en pecho se ha abierto paso en la vida,
enterrando tus anteriores versiones. Una sola palabra te lleva a la risa
descarada. La vigilia para poder sacar como un as de la manga, aquel recuerdo o
anécdota acelera el pulso de tu corazón. Sabes de antemano que tu amigo, el
damnificado, recordará con nostalgia hasta aquella anécdota que no ha sido
divertida en su momento.
Y te ves un River-Boca en su viejo sillón
de su nueva casa (nueva porque es la primera vez que la visito). Ya no sufres
por Zapata, Astrada, Borrelli y Berti. Ahora es la época de Sánchez, Ponzio,
Rojas y Pisculichi. La calidad ha ido mermando, pero la importancia de un
clásico no hace mella en tu corazón. Más cuando tu rival de toda la vida,
vuelve a utilizar su mejor recurso: hacer un gol en su única llegada y tratar
de vivir de esa renta, como si fuera el mejor plazo fijo posible. Cuando tu
equipo empata finalmente, se miran con la misma carga de antaño, es un soplo de
alivio. Hay un guiño en las miradas, no se puede explicar, solo estén atentos a
que les pase con un amigo de esos, y me entenderán.
Y los finales de las visitas suelen
ser duros. Es como que se te vence el pasaporte, el permiso, el visado. Es como
que se aleja otra vez, la puerta de aquella adolescencia o infancia. Es retornar
a ser esa persona que ahora eres en vez de aquella personita. No es que reniegas
de lo que eres, es que recuerdas lo lindo que era ser lo que eras. Te da
coraje, tienes que disimular que no quieres perder ese estado de inconsciencia.
Alargas las despedidas, prometes sin poder confirmar, que se repetirá en breve
estos buenos momentos o grageas. Los demás saben que estas en trance, pero
muchas veces creen que has dilatado sin sentido, la despedida. Y te vuelves a
alejar.
He llorado las veces que me he
despedido de mis amigos. Sobre todo en esta década de vivir fuera de mi casa.
Esa carga de adrenalina que te da recuperar a aquel Javier, también te obliga a
despedir con resignación esos momentos, ese retorno a este envase. Con este
amigo he llorado varias partidas. No nos pudimos despedir aquella vez en Buenos
Aires. Él ya era un alma que no podía estarse quieta y estaba recorriendo sud América.
Pero me he despedido en Las Arenas, en Berna, en Ginebra, en el parking de
Plentzia, en Los Alpes, en Como, en Lourdes, y otra vez en Ginebra. Pero esta
vez no fue conmovedor o emotivo como siempre. Las contingencias de ese último
trayecto al aeropuerto, arrasó con esa ceremonia; me obligó a un esfuerzo al
que hoy, aún tipeando esta entrada dos días después, me sigue recordando que
las piernas continúan flaqueando, que mi estado físico dista de aquella
juventud recuperada en tierras helvéticas.
Lo bueno de los vuelos de bajo coste
es la posibilidad de precios baratos. Lo malo, casi todo lo demás. Cualquier
error o exceso se paga no con sangre, pero sí con bronca. A mí que me gusta
tener todo controlado, siempre siento la peor de las sensaciones, que algo
puede salir mal, que la aerolínea en sí, lo desea. Por eso preparo los viajes
con el mismo celo, con la misma obsesión, como si fueran rituales. Ahora
resultas ser más anónimo que antes en los aeropuertos. Todo tu contacto es
internet. Algunas líneas brindan por ley un teléfono de contacto, pero ya
adivinas de antemano que ante algún contratiempo, estarás vendido. Que ese teléfono
es de marketing, es para cumplir con una ley, que sabe de antemano que estamos
en este mundo, muchas veces para hacer trampas.
Entonces te encargas del check in,
de la ida y de la vuelta. Te asignan aleatoriamente tu asiento, te recuerdan
las medidas de tu equipaje, te prohíben un equipaje de mano, te cobran hasta el
agua, te sortean loterías o te ofrecen ofertas como brownies o magdalenas de
excelente precio (superior a los tres euros). A mí no me afecta, lo importante
es poder acceder a visitar amigos, a conocer destinos, a acumular millas. Nunca
tuve un contratiempo, apenas alguna discusión sobre si un trípode de fotos
podría ser un arma de destrucción masiva o poco más. Hasta que el destino, el
pasado martes, me puso a las puertas de perder por primera vez un vuelo, y la pasé
fatal.
De Lüscherz al aeropuerto de
Ginebra, un gps estima en una hora y media, el tiempo de arribo. En condiciones
normales, uno suele recortarle entre diez o quince minutos. Ante un vuelo de
menos de dos horas y con el check in realizado, que te permite directamente
embarcar, uno estima que llegar cuarenta y cinco minutos antes de que cierren
la puerta de embarque, puede ser más que suficiente. Pero hay un animal despiadado
que cada tanto aparece, que es el tráfico y sus contingencias.
Con mi amigo, acelerábamos la ronda
de mates. El conducía y yo, además de cebar, aportaba nuevas viejas anécdotas.
Así con monotonía se desarrollan esos viajes de despedida. Con suspiros, con
palmadas cada tanto que reafirman nuestra amistad eterna, te vas acercando al
aeropuerto. El clima suele ser distendido, aun cuando habite algo de tristeza.
Pero de repente, observas a tu alrededor, a aquella masa extraña. Llevamos unos
minutos donde el transito no avanza, llevamos parados algo más de cinco
minutos.
Tu amigo te confirma que estamos a
quince kilómetros de Laussana. En el carril de la izquierda, solo automovilistas.
En el de la derecha, infinidad de camiones que confirman que Suiza puede ser un
país de tránsito. Sus rutas absorben el tránsito de mercancías. Y la atraviesan
de sur a norte, y viceversa. Y la presencia de los Alpes ha permitido perforar
montañas, pero no ha previsto hacer rutas alternativas. Para llegar a Ginebra,
sí o sí hay que utilizar la misma senda. El gps te lo comprueba, nunca te
encuentras con alternativas perpendiculares o paralelas.
Lo que es un temor o desconcierto,
con la confirmación de los minutos se convierte en una alarma. El transito no
avanza, seguimos detenidos, salvo el reloj, al que no quiero mirar, y el visor
del gps que avisa que la hora de destino se va modificando, de cinco minutos en
cinco minutos, hasta casi rozar la hora trágica. Los quince kilómetros a
Laussana son ahora diez, pero a velocidad de marcha y freno, las luces rojas de
freno de los vehículos que nos preceden, nos confirman que ya estamos metidos
en un buen problema.
De repente ingresas en un estado de
pánico. Lo triste de esto, es que mis estados de pánico mantienen mi mismo
semblante que mis estados de euforia. Mi amigo, eterno optimista, me dice que
es cuestión de minutos y después a velocidad crucero. Pero yo le desmiento,
esto no avanza, me voy a perder el vuelo. Me falta el aire, me quito el cinturón
de seguridad como si eso me diera un plus de energía, bajo las ventanillas, me
cebo un mate porque tengo la boca muy seca. Tengo ganas de gritar mi
impotencia. Me gusta estar con mis amigos, pero también es hora de volver a
casa. Con mi esposa estamos por afrontar una serie de cambios que nos necesita
bien juntitos. No cabe la posibilidad de perder el vuelo. De Ginebra a Bilbao
no se vuela a diario, no quiero perder el vuelo. Nunca me sucedió y el transito
no debería detener esa buena rutina, la de llegar con tiempo a todos lados.
El cartel te anuncia que el ingreso
a Laussana esta próximo, a dos kilómetros. Es como la señal de que allí se
acabaran los problemas. Pero los camiones siguen hacia Francia, las
perspectivas no mejoran. Pero veinte kilómetros después, el fluir mejora, no es
el ideal, pero al menos no te detiene. El gps lleva ya diez minutos estimando
la hora de llegada con la misma hora que se cierra la puerta de embarque. No
quieres mirar, es desesperante.
Ya no hablas, no recuerdas anécdotas.
Solo resoplamos los dos, y mi amigo me alienta que vamos a llegar, que si es
necesario altera las normas de transito de ese país tan moderado, es capaz de una
multa por exceso de velocidad con tal de llegar a tiempo. No quiero anticiparme
a mi plan al arribo del aeropuerto, porque no quiero chafar esa posibilidad, de
acceder al mismo con chances de subir al avión. Seguimos en silencio, mirando
hacia adelante para ver huecos en la ruta, porque si miramos el gps volvemos al
estado de pánico.
Faltan veinte kilómetros para
destino. Mi amigo recupera el semblante, y me jura que llegamos. Yo recupero el
habla, la respiración, el semblante, pero aun no lanzo cohetes ni juramentos.
Una nueva detención, un nuevo atasco me aleja de casa. Así avanzamos, así
observamos que cinco kilómetros pueden ser una eternidad, no el mero trámite de
estar arribando.
Ahí le cuento el plan a mi amigo, no
tenemos tiempo de estacionar el vehículo. Yo me debo bajar, si es en movimiento
mejor, atinar a recoger la maleta, sacar el impreso con el check in y correr.
Le pido que él me espere por si pierdo finalmente el vuelo. Sólo me procuro no
bloquearme, si me paralizo pierdo el vuelo. Tengo que usar mi inglés como si
fuera ese comodín de la llamada de ese concurso, tengo que ser conciso pero
claro. Sé que voy a necesitar algún tipo de ayuda humana al momento de
paralizarme y tengo que escoger con buen tino a la persona que le haré la
pregunta desesperada.
Bajo a toda leche del coche, mi
amigo baja aun más rápido. Me lo encuentro ya con la maleta y mi morral en su
mano, nos damos un abrazo de pánico y comienzo a correr. “Run Forrest, run”,
ahora entiendo la carga de esa frase. Ingreso en el aeropuerto y mi cabeza me
grita “no te bloquees”. Busco entre infinidad de carteles “departures”, y el
simbolito del avión que levanta vuelo. Me estoy por paralizar y recién estoy en
el hall de entrada. Busco el comodín, encaro a una persona en su escritorio con
un cartel de Zurich y algo y le digo sin rodeos, en mi inglés que todavía
rodea: “Señor estoy en estado de shock y necesito su ayuda”. Me mira con esa
parsimonia entre helvética y de funcionario y al ver que es otra aerolínea, intenta
escurrir el bulto. Pero mi inglés vuelve a funcionar, le digo que necesito a la
persona, no al trabajador. Que estoy necesitando un empujón, que necesito la
puerta de departures. Me da un par de indicaciones, recupero la respiración y
subo las escaleras mecánicas. Llego a migraciones, mas de cien personas hacen
la serpenteante fila como corderitos. Comienza mi rosario de excuse me, sorry,
please, i lost my fly, y otra vez comenzar con excuse me, men, Sr., miss, y
cuando hay un chaval distendido, atino a un grito castizo, “moviendo”.
Paso el scanner y milagrosamente no
pita. Salgo corriendo con el cinturón aun en la mano, el destino me está
abriendo paso, no creo que se me caigan los pantalones. El vuelo anuncia que
está embarcando, parpadea en color verde, casi ofensivamente. D23 es mi puerta,
debo encontrar rápido el camino a la gate D. La encuentro, la D está centrada
en un cuadrado celeste. Tiempo estimado de arribo a la terminal, quince
minutos. De eso nada, “run Forrest, run”, nuevamente la arenga para llegar al avión.
Corro aun en la cinta mecánica, excuse me, moviendo, alterno los gritos. El
papel de embarque en mi mano agarrotada, más que papel parece un amasijo de mis
nervios. Me falta la última escalera mecánica, hacia arriba.
Llego trastabillando, pero no me
caigo. Pero mi metro noventa y tres hace mucho ruido, no es armonioso mi
trastabillar. La puerta de embarque ya vacía, altera la tranquilidad. Una
azafata me mira con más pánico que mi mirada. “¿Bilbao”? solo entiendo. “Yes”,
solo digo. Sus manos se aferran a un Handy y yo me lanzo al mostrador. Me dice
cosas, yo digo que yes pero ya no tengo fuerzas para pensar en nada. Me pasa el
scanner por la hoja ya casi abollada. Me dice que la maleta ira a despacho
porque no queda lugar en los maleteros. Hago mi último sprint. Entro al avión jadeando,
no puedo hablar y he comenzado a toser. Me presento al avión con el cinturón en
la mano y con un olor a transpiración que no es habitual en mí, pero permitirá a
toda la tripulación suponer que yo soy un sucio consumado, o consumido. Pero me
siento en mi 15D y solo trato de pensar que lo logré, que no me bloqueé, que mi
inglés es bueno, y que he superado una situación estresante.
Recuerdo a mi amigo, al que no puedo
avisar que lo he logrado. El se pasea por los diversos pasillos esperando no
encontrarme. Pregunta en la línea área, y se encuentra con la obscena protección
de datos que no les permite revelar si yo he logrado abordar el vuelo. Espera
media hora y se va para su trabajo. Me deja un wassap de despedida, de
esperanza, ese que al llegar a Bilbao me hace recordar que esta amistad durará
todos los contratiempos que sean necesarios…
PD: Sebas, nuestra amistad de toda
la vida me permite excederme por única vez en siete carillas una entrada. No lo
hice hasta hoy, sábelo valorar…
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