El mar también elige puertos donde
reír como los marineros. El mar de los que son. El mar también elige puertos
donde morir. Como los marineros. El mar de los que fueron.
Miguel Hernández.
En estos últimos días, un desfile de nubes comienza a definir el otoño
en Plentzia. Debemos despedir aquellas jornadas de playa, al calor del sol y el
refresco del baño en el mar. Para lo cual, al momento de resignarme, me
encuentro con un artículo de Eduardo Punset, donde afirma que vivimos mejor
cerca del mar, que lejos de él. Y es verdad.
Y no lo dice Punset, ni lo digo yo
ahora. Lo afirma la London School of Economics, que viene a corroborar otro
informe en este caso, de New Economics Foundation (NEF). Lo gracioso de todo
esto, es que estamos plagados de informes, estadísticas de todo tipo, y
nosotros las repetimos sin desmayo, nombrando la fuente como contundente,
cuando hace dos minutos atrás ni sabíamos de la existencia de la mayoría de estos
investigadores o universidades. Pero en el caso específico, me viene como
anillo al dedo, para asumir que se terminó el verano y ya no pasaré días
enteros como un lagarto al sol, conversando con amigos, comiendo improvisados
bocatas y jugando con sus hijos. Para más martirio, ahora comienzo a conversar
con familiares y conocidos de mi país, donde me comentan los preparativos de su
primavera y verano.
Cada organismo funciona a su manera,
cada cual arrastra fortalezas y debilidades, gustos o fobias. Por eso no es posible
definir el mejor lugar para vivir en forma genérica. La ciudad, la montaña, el
mar, el desierto, la gran arteria, el barrio periférico o una urbanización
cerrada, todo es aceptado y bendecido por distintos grupos sociales, y también
entra en juego el azar de donde te ha tocado o donde has podido residir. Pero
basándose en parámetros sobre salud media, el mejor sitio para conservar la
salud está cerca del mar. Los investigadores de la London School of Economics,
se apoyaron en estudios anteriores del Centro Europeo para medio ambiente de la
Universidad de Exeter, también en el Reino Unido. Aprovechando el censo de
julio del 2011, analizaron los historiales clínicos de 48 millones de personas
(el 60 y algo por ciento del padrón, 63.047.162 habitantes), comparando lo
cerca que vivían del mar y atendiendo a sus respuestas sobre su estado de
salud.
Quienes vivían a menos de un
kilometro de distancia del mar, dijeron tener “buena salud”, en mayor medida
que aquellos grupos que habitaban en el campo o cerca de las ciudades. Y muchos
especificaron que podían tener enfermedades crónicas, pero que se referían a
salud mental, al momento de definir el ideal de salubridad. Entre los
justificantes para acceder a ese ideal, se encuentran niveles de estrés más
bajos, y la enorme posibilidad de desarrollar una actividad física o
recreativa.
Vaya morro tengo para aprovecharme
de estos estudios. Líneas arriba, acabo de confesar que profeso la cultura del
lagarto, que luego de saludar a los habituales en mi zona favorita (pegado al
murallón de Plentzia), acomodo mi lona, me quito la ropa (menos el traje de
baño), y me acuesto raudo en la lona, sin otra actividad que la vagancia y
abandono a los rayos del sol. Es verdad que siempre llevo un libro conmigo, y
también es cierto que altero esta rutina con un par de excursiones al mar,
nadando entre boyas para sostener una supuesta actividad física. Pero en mi
caso, me siento con vitalidad, aún al no hacer nada, y me lo permito. En mi
casa, no soportaría ni me lo permitiría, consumir horas y horas tirado en un
sofá o en una cama.
El estudio demuestra también, que
quienes más se benefician de vivir en las cercanías del mar, son las personas
de menor poder adquisitivo. Qué alegría formar parte de un segmento
estadístico, a veces uno se considera invisible, y no es verdad. Formamos parte
del grueso estadístico de los países. Según los registros, el caminar por la
orilla del mar es una actividad hermosa, pero sumamente económica. Y define un
concepto de calidad de vida.
Y muchos (entre los que no me
incluyo), aprovechan el binomio playa- naturaleza para practicar sanas
actividades, tanto acuáticas como terrestres. Natación, surf, stand up paddle,
piragüismo, traineras, senderismo, escalada, bicicleta, parapente o rapel
conviven en la armonía de los que vivimos entre Plentzia y Gorliz, amparados
por el sugestivo azul del mar y el hipnótico verde interior que abraza nuestras
costas. Repasando los últimos párrafos, parezco ser el encargado de turismo de
la comarca. No es la idea, es mi salud mental
la que habla (o escribe) y recomienda la vida en estos lares.
Para otros, la supuesta felicidad de
vivir cercano a la costa es solo un fenómeno placebo. Un estado idílico, pero
la realidad impone que es lo mismo vivir en uno u otro lado. Yo viví mis
primeros 35 años en la ciudad, y los últimos 12 en Plentzia. Creo ser la misma
persona, pero la casualidad de que mi
viejo naciera aquí, me ha permitido la posibilidad de residir a metros de la
playa. Y siempre recuerdo la sensación placentera que me generaba visitar a una
tía en la costa atlántica argentina y presuponer que sería ideal regresar del
trabajo y darte un baño en el mar, o simplemente un paseo. Afortunadamente, lo
he experimentado y no reniego de las grandes ciudades, pero valoro mi última
década a otra velocidad, con la naturaleza como contacto, y la playa como plan
absoluto en los meses de verano. Lo vivo como una especie de privilegio.
Vivir en zona de playa te permite
disfrutar la puesta del sol, y demorar lo máximo el regreso a casa. Existen
algunos contratiempos, en pleno verano el sol se mantiene “despierto” hasta
casi las diez de la noche. Esto hace que se produzca un desorden en nuestros
hábitos, llegándose a dar el caso de cenar pasadas las once de la noche.
Y ahora cuesta asimilar que no
volvemos a disfrutar una jornada de playa hasta que promediamos el siguiente junio.
Lo único malo es que el verano apenas dura poco más de un par de meses.
Lentamente te acomodas a tu rutina, en nuestro caso la caminata en el camino
peatonal se hacen cada vez más espaciadas a medida que se acortan los días. La
gente que multiplica el ritmo de la villa en los meses del verano, regresan
principalmente a Bilbao. Volvemos de esta forma, a ser los de siempre, los del
pueblo.
Si mantenemos nuestro lugar habitual
de residencia en la arena, las dificultades comienzan a partir de las seis de
la tarde. La sombra invade primero ese sector, para lo cual, varios grupos
desplazan lonas, reposeras, mochilas y críos varios metros hacia Gorliz, para
ganarle un poco más a la jornada de sol. Por algo, el municipio vecino vende
sus playas como el último lugar donde desaparece el sol.
Es cuestión de días para encarar el
cambio de ropa para las siguientes estaciones. Hasta último momento apuro el
uso de bermudas, camisetas de manga corta y zapatillas de lona suave. Hasta el
último minuto postergo el calzarme hasta llegar a la altura del puerto, perdura
la fascinación que conocí de pequeño de caminar descalzo por los alrededores de
la costa. Hace un par de tardes que me veo obligado a llevar un suave abrigo
para encarar una caminata o simple compra al super. Demasiada nostalgia,
demasiado abrupto el cambio. Conservo el paisaje, pero pierdo su uso.
Volviendo a las apreciaciones de
Punset, se afirma que respiramos mejor, que sufrimos menos los efectos del
estrés o de ansiedad, y el entorno nos puede ayudar a llevar una vida más sana.
La encuesta está basada por la experiencia de vida en el Reino Unido, pero
teniendo en cuenta que el 60% de la población del mundo habita en zonas
costeras, no debe ser solo coincidencia esa sensación de bienestar. El agua
genera una sensación de dicha, en mi caso de tranquilidad y armonía. En las
horas donde la marea alcanza la pleamar, puede coincidir con el momento de
mayor disfrute. Un sinfín de bañistas cambian la playa por las plataformas de
la ría, y una sensación de felicidad y libertad acompañan a lo largo de todo el
paseo cercano al puente.
De pequeño, la primera vez que mi
tía me acercó la concha de un caracol grande a mis oídos, comprendí que el mar
me hipnotizaba a la vez que me relajaba. El ruido de las olas parecía eterno
dentro de esa caracola. Con el tiempo, el ruido del mar se instaló en mi
cerebro como un efecto tranquilizante. Nuestro fracción del Cantábrico no se
especializa por el ruido, la mayor parte del verano estamos frente a una taza,
parecida a una enorme laguna transparente. Pero verlo, me evoca el caracol y
las primeras vacaciones en la playa. Todo lo que como sentado incómodo en la
arena me sabe más rico, una bebida bien fresca parece la gloria, perder la
vista en el horizonte parece ser la mejor búsqueda, saltar o barrenar una ola,
el mejor desafío, aún cuando estas rondando el medio siglo.
En mi cerebro caben y conviven los
sonidos de los océanos Atlántico y Cantábrico. También me estimula las veces
que me acerqué al Mediterráneo. Y no solo es cuestión de oído, es disfrutar tu
piel bronceada, la sal en el cuerpo luego de un baño, y la vista fija en lo
transparente de las aguas, y los diversos colores por lo que alterna en las
distintas jornadas. La gama del azul y la perfección de ese verde esmeralda,
generan sensaciones de bienestar vinculados con la calma, la expansión,
liberación y protección, según estudios similares.
La neurociencia no se ha apoyado
seriamente en el mar. Teniendo en cuenta que el océano comprende las tres
cuartas partes de nuestro planeta, sería importante modificar nuestra relación
con el mar. Si pudiéramos probar que el mar cura cualquier mal, incluido el
psíquico, tendríamos el mejor argumento para concientizar a la gente para
cuidar ese espacio natural. Lo bueno del verano es el goce que produce la
cercanía de la playa; lo malo, a veces es ver lo sucio, dejados y
desconsiderados que pueden ser nuestros visitantes. Y eso que aún no tocamos el
tema del día después de las fiestas del pueblo…
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