“Están en un país de recursos
gigantescos, de utopías realizadas que han disminuido las leyendas árabes
haciendo efectiva la transformación de indigentes en príncipes del éxito.
Entren en el país de las maravillas”.
Dr. José Guerrico, Director General
de Migraciones, dicho el día de la inauguración del Hotel de Inmigrantes, en el
puerto de Buenos Aires. Fecha: 25 de enero de 1911.
Este año se cumplen treinta años de
egresado de la escuela secundaria, el Instituto San Román. En una grata
costumbre, muchos de esos ex alumnos se suelen reunir para finales de cada noviembre,
para amenizar un asado, intentar jugar al futbol, compartir anécdotas y
profundizar ese lazo de amistad que cinco años de estudio ha forjado entre
nosotros. Y yo observo los preparativos de esas reuniones desde el País Vasco. No
puedo acercarme para esas fechas, pero igual leo todos los correos que el
inefable Chirola Schaller envía a todos los que mantienen un correo electrónico
actualizado.
Y está Schaller, hay otro Schaller,
después Bonsembiante, Cariddi, Gazzo, Kaplun, los dos Iglesias, Bordagaray, los
dos Gómez, Avalos, Justo, Prieto, Ratti, Strenitz, Berretoni, Álvarez, Pérez
Bridoux, Orn, Carlomagno, Kailidis, Capella, Mórtola, Ledesma, Cabrera,
Pickering, de la Fuente, y así hasta contar más de setenta apellidos. Lo
magnifico de estas relaciones es que se mezclan los apellidos, los orígenes,
las historias de vida desconocidas. A mí nunca me interesó saber que me
diferenciaba de Kailidis, Cabodevilla, de la Fuente o Lamas. Sabía que eran
compañeros míos de colegio, jugaba futbol con ellos y encima compartíamos la
pasión por River Plate. Con Pablito Strenitz, el chino Iglesias o Marcelo
Mórtola me unía un cariño, respeto, compañerismo y el único recelo, que fueran
de Boca Juniors. Si hasta recuerdo haber compartido tribuna de River en el
mejor clásico de todos los clásicos, con Iglesias, Strenitz y mi viejo, todos
hinchas de Boca. Por suerte ese día ganó River 2 a 1 con goles de Passarella y
Luque.
Nunca me hizo ruido un apellido de
un amigo. Argentina tiene eso, un vecino se apellido Rizzo y el de la puerta de
al lado Valente. Puerta en diagonal habita Lagos y subes a diario en el
ascensor con Cetkovic. Así con mis amigos, mis vecinos, hasta con mi familia
política. En mi sangre tengo Adn vasco y español por un lado, y por el otro,
vaya lío: italianos, portugueses, holandeses y ya me pierdo. Parece la Unesco
cada vez que me quitan sangre para un análisis.
Este año fue furor una película en
España en general, y en el País Vasco en particular, de nombre “Ocho apellidos
vascos”. La prosapia de una legítima familia de las vascongadas se avala por la
profundidad de los apellidos de sus ancestros. Yo, que nunca pensé que sería
inmigrante, al llegar por primera vez al pueblo donde nació mi padre, Plentzia,
comenté casi sin interés que mi viejo había vivido aquí sus primeros cuatro
años de vida, antes de marchar para Buenos Aires. La única pregunta inmediata
fue querer conocer los apellidos de mi viejo. Marina López contesté, teniendo
en cuenta que nunca reparé en mi vida en López, ya que en mi país el apellido
de la mujer se pierde a expensas del hombre. Pero todos insistían con mis
apellidos, vaya curiosidad parcial por conocerme, sólo les interesaban los
apellidos de gente, que lamentablemente no llegué a conocer. Me parecía
absurdo, me tenían frente a ellos pero ellos solo querían conocer a mis siete
generaciones anteriores. A la mención de mis apellidos paternos, algunos se
contentaban con decir que al menos López podría encuadrarse en un apellido
vasco. Yo no entendía tamaña dedicación a los árboles genealógicos.
El Hotel del Inmigrante de Buenos
Aires era el centro de una pequeña ciudad dentro de una inmensa ciudad. Disponía
de lavaderos, escuela, panadería, herrería, carpintería, cine, correo, telégrafo,
banco, depósito de equipajes, bellos y extensos jardines, además de amplios
comedores y dormitorios. Ubicado junto al Río de la Plata, en la Dársena Norte
del puerto de la ciudad, recibía oleadas constantes de inmigrantes, que se
acercaban a una tierra prometida, que les permitiera recuperar expectativas de
un posible desarrollo en armonía y paz, algo impensado en la Europa de
entonces. El volumen anual en aquellos tiempos, de pasajeros que llegaban a
nuestra ciudad, superaba holgadamente el medio millón.
Y en esas paredes se desarrollaban
diferentes historias, algunos levantaban de inmediato la cabeza y se afincaban
en el país, y otros comprobaban que su buena estrella no habría de estar en ese
país perdido casi del mapamundi. Desde 1880 a 1930 se dio el mayor movimiento
migratorio en nuestro país. La industria y la agricultura deben seguramente,
parte de su desarrollo, a esta vieja savia nueva que ayudó a una colonización bien
planteada. Sin intentar chocar los distintos credos y formas de la migración,
todos tenían un bien común, el salir adelante. Indudablemente ayudaba y mucho
la existencia de conciudadanos, daban una especie de calor al alma la inmediata
identificación con los suyos, ya sea conocidos o extraños. La gente finalmente
se agrupaba por nacionalidades. De eso entiendo algo, sin ser un estandarte de
aquella inmigración, mis primeras amistades fueron esos milagrosos argentinos
que coincidieron conmigo en aquel 2002 en esta pequeña villa costera.
En la puerta de uno de los dormitorios
del extenso Hotel, uno de aquellos testigos recuerda la existencia de una
frase, toda una intención de que todo saliera bien: “Se trata de un sacrificio
que dura poco”. No hay nada más complejo que los primeros días fuera de tu hábitat
natural. Los trámites con su burocracia, las opiniones cruzadas o encontradas,
la soledad, los momentos de confusión o angustia, hasta el cansancio parece
pesar más. Pero lleva un tiempo, la constancia y la tranquilidad ayudan a
superar ese trance. En mi caso, el email y el teléfono fueron parte de mi sostén.
El mayor porcentaje de resistencia lo dio mi comunión con Fernanda. Son esas
pequeñas cosas que finalmente resultan inmensas para aferrarte a sacar adelante
un buen destino.
Llegaban en los barcos o vapores de
la época, y lo primero era soportar la larga fila para registrarse. La primera
de las curiosidades se daba en ese registro. ¿Cuántos apellidos se habrán
perdido definitivamente? Por ejemplo, aquel Etxeberría que de buenas a primeras
y por impericia del que registra y por descuido del que arriba, pasó a ser
eternamente en Argentina, Echeverría. Luego del registro, te acercabas a tu
cama, dejabas tus petates o equipaje, y el siguiente paso era recabar
información con los conciudadanos que estaban ya hace unos días allí, y animarse
al primer paseo por esa enorme ciudad que ya se estaba gestando en Buenos
Aires.
El problema del idioma generaba aún
más incertidumbre. Arribabas a un lugar desconocido, él que era campesino, por
ejemplo, de inmediato se abrumaba con esa extensa llanura que era Buenos Aires.
Las segundas curiosidades se habrán dado en ese afán de comunicación que todo
hombre necesita para intentar afianzar sus raíces en una nueva tierra. De esta
ansía, se enriqueció nuestra lengua. Nuestro lunfardo, a veces tan criticado
por las supuestas clases altas de nuestra sociedad, es el fruto de palabras
sueltas de estos inmigrantes en la búsqueda del entendimiento. Y ese lunfardo,
tantas veces nos permite escuchar las melodías de idiomas como el catalán, el
italiano, el genovés o el siciliano, como algo no tan extraño, en nuestras visitas
a tierras extranjeras.
El Hotel tenía una capacidad para
albergar gratuitamente a dos mil personas. En sus comedores se manejaban dos
turnos de comida: uno para mujeres y niños, y el segundo para los hombres. En
la práctica, podían quedarse hasta 15 días en el establecimiento, pero muchas
veces se habrán atendido consideraciones para dejarlos permanecer más de un
mes. Las colocaciones no debían ser fáciles. Muchos de estos arribados, quizás permanecían
unos días solamente. La presencia de un familiar o amigo ya afianzado, les
permitía acceder a una habitación compartida, o a una pequeña casa. Muchos de
los arribados, optaban rápidamente por el destino del campo, entonces conocerían
de primera mano, la profundidad de la extensión pampeana de nuestras tierras.
Dos nacionalidades se llevaron la
palma en este torbellino migratorio: españoles e italianos. He aprendido que
para clasificar a los españoles debo tener en cuenta sus diferenciaciones. Y
ahora conociendo la vida en la península, puedo admitir lo difícil que sería para
un vasco o catalán, que se los clasificara primero de españoles, y con la
confianza del tiempo, luego en “gallegos”. Pero del otro lado, creo que lo definirían
con cariño. El desconcierto era mutuo, Argentina parecía un país casi recién horneado,
y la gente no podía detenerse a conocer las diferencias y disputas que la
habitualidad genera en los mortales.
Pero también arribaron franceses, judíos,
austro-húngaros, alemanes, suizos, holandeses, portugueses, serbios, croatas,
armenios, belgas y tantas otras nacionalidades. En 1952 arribó la última oleada
de inmigrantes europeos, y poco tiempo después, el edificio dejó de funcionar
como tal, y fue abandonado. En los años setenta, tuvo un arrebato pero ya
estaba instalada la decadencia de las instalaciones, la oleada de inmigrantes
de los países vecinos se llegaron a hacinar esperando mejor suerte. Bolivianos,
chilenos o paraguayos, albergaban las mismas ilusiones que aquellas masas de
europeos, quizás es una cuenta pendiente en nuestra historia, ser mejores
personas con nuestros vecinos limítrofes. Largas colas de inmigrantes bien
cercanos, vieron como se demoraban sus posibilidades legales de residencia. Es
de decir, que Argentina siempre ha sido un país receptor, con sus buenas o
malas formas, pero predominando la buena intención en nuestros habitantes, al
menos, los que yo conozco y trato, salvo contadas excepciones (que no voy a
nombrar).
En 1990 se declaró Monumento
Histórico Nacional el conjunto del predio. A partir de 1996 se planteó la
necesidad de recuperar el viejo y abandonado edificio. Se erigió las bases del
Museo de la Inmigración. Hoy cuenta con una biblioteca especializada, archivo
fotográfico, archivo documental, microcine, sala de exposiciones y muestras permanentes.
Hoy podemos acceder a un particular souvenir: un prolijo cartón impreso con los
datos de tu antepasado inmigrante que habitó algunos días en aquel Hotel. Entre
los datos que encontrarás, figuran los nombres y apellidos, procedencia, barco
en que arribó y fecha de acceso. Todo aquel que pueda hacerse con ese papel
impreso, puede experimentar a que se refiere aquel viejo dicho nuestro, o vaya
saber su origen: Borrón y cuenta nueva. Y una nueva vida, un sinfín de
generaciones posteriores, que pueden al menos intentar conocer parte del
esfuerzo de aquel mecenas, que con sólo sus ganas de conocer mejores tiempos,
dejo las bases del ser argentino.
Esa Torre de Babel que es nuestro
país, se construyó también con este esfuerzo. Primitivos lazos de solidaridad y
compañerismo, se gestaron en ese predio. Se forjaron vínculos, se compartieron
penas, se participaron de las buenas noticias ante la colocación de parte de
ellos, se insertaron en una tierra desconocida. Si muchos de ellos hoy vieran
las absurdas diferencias que nos separa y aleja, pensaría que su esfuerzo sigue
valiendo la pena, pero el hombre ante la habitualidad se vuelve bruto, no de
conocimiento, sino de intolerancia.
Falta poco para que mis ex compañeros se
vuelvan a encontrar. Este año los alienta un número redondo, treinta años. Nos
vamos haciendo viejos, el tiempo pasa, es una desordenada manera de recuperar a
la negra Sosa. Kailidis se sentará junto a Berretoni y Lamas. Y recordarán las
mismas viejas anécdotas, volverán a hablar de este nuevo River, que parece ser
el mismo viejo River, que nos llenó de orgullo hasta hace bien poco. Y yo haré
fuerza desde el País Vasco, seguramente apoyado por todos los amigos o
conocidos que hice aquí, y que me permite seguir suponiendo que el vinculo de
la amistad y afinidad es el que finalmente saca adelante nuestras vidas, y en
silencio dibuja el contorno de las naciones, más allá de que le pese a todo
nacionalismo…
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