Solemos
pedir perdón a la persona con la que tropezamos en la calle, a la que sin
querer molestamos al querer descender de un medio de transporte o a la que le
queremos pedir alguna información en la vía pública. Es un formalismo, pero lo
solemos llevar a cabo sin complicaciones, sin malestar. Y sabemos que
anteponiendo la palabra perdón a lo que luego vamos a consultar, generalmente
merece de la otra parte una respuesta positiva. Pero no siempre el aducir por
el perdón es tan fácil de encarar o encajar.
En
el libro Los límites del perdón, su autor Simon Wiesenthal comparte su
encrucijada. En su obra nos cuenta que siendo prisionero judío en un campo de
concentración durante la Segunda Guerra Mundial, fue llevado a trabajar en un
hospital de la reserva. Allí se le acercó una monja de la Cruz Roja y lo condujo
a la habitación de un soldado alemán moribundo llamado Karl. Este hombre,
consciente de que su muerte era eminente, le pidió a Wiesenthal que le
escuchara hablar sobre un suceso que le torturaba. Estando en la campaña contra
Rusia y al atacar uno de los tantos pueblos o ciudades, le dieron la orden de
introducir en un edificio a un grupo de 200 judíos, en su mayoría niños,
mujeres y ancianos; en la construcción habían puesto gasolina en todos los
pisos y además de arrojar granadas, le prendieron fuego. Estuvieron presentes
mientras el lugar ardía y disparaban a quienes trataban de escapar. Atormentado
por los crímenes en los que había participado, el soldado quería confesarlos a
un judío y obtener la absolución de sus labios. Deseaba morir en paz. Simon en
ese momento, sin dar explicación ni respuesta, sale de la habitación. Al día
siguiente el soldado Karl muere y Simon se encuentra ante el dilema moral si
debiera o no haberle perdonado.
En
mi relación con un grupo de niños en el equipo de futbol del pueblo, se generan
muchas veces roces o enfrentamientos propios de la edad. Dependiendo de las
distintas personalidades, se agravian o lastiman y en la mayoría de los casos,
no saben reconducir la situación. Es ahí donde los entrenadores o más bien
formadores, nos vemos en la obligación de acudir a moderar el conflicto.
Enterados del suceso, solemos indicar a las dos partes que deben disculparse
para seguir adelante en el proceso de conformar ese grupo. Las disculpas mutuas
suelen ser fácilmente dadas y aceptadas. Es algo más difícil cuando solo uno de
las partes debe pedir disculpas. Lo llamativo es que las dos partes pasan por
el apuro. La víctima, generalmente está necesitada con ansiedad que esto pase
lo más rápido posible, quiere regresar a la normalidad, al paso anterior al
conflicto. Y espera con ansiedad que el otro se disculpe, o al menos que lo
insinúe, para él adelantarse y dar por concluido el conflicto con el apretón de
manos. Y el culpable suele tardar, quiere discutir su total culpabilidad. Es
como si temiera la claudicación, como si trajera más consecuencias que el reto
del momento. Y es el mismo que vuelve a caer en la tentación de molestar a sus
pares en cada entrenamiento.
Pedir
perdón es un componente esencial, indispensable para una reconciliación. Si alguien
le hace algo que no se puede dejar pasar sin más a otra persona, es menester
mediar en el conflicto para solucionarlo. El tercero debe buscar empatía en la
solución. Pero muchas veces el tercero no quiere dar por terminada la
situación, considera que no es suficiente la manera de disculparse o no es
sincero el gesto de arrepentimiento. Se genera un nuevo dilema dentro del
dilema. El tercero solo debe mediar o es un juez frente a una disputa ante la cual
él no tiene que estar afectado.
Hay
conflictos que llevan muchas décadas sin cerrarse. Dejemos de lado las pugnas personales, pasemos a los conflictos del Estado o a consecuencia de
un Estado carente. ¿Es posible perdonar al que no pide perdón, no transita por
una iniciativa sincera o no le interesa que le perdonen, porque insiste que él
es la verdadera víctima del conflicto? Los que suelen ser más intransigentes en
estas circunstancias, tanto o más que el victimario, suelen ser los terceros. Las
víctimas (los que sobreviven, aclaro) dan la sensación de ser los que menos se
ocupan del perdón. No lo mencionan si no se lo mencionan. Y mantienen el dolor
si el entorno retoma una y otra vez la causa enquistada. Muchas veces solo
necesitan pasar página. En otras, permanecen en el rol de víctimas y encienden
el resentimiento sobre su victimario. Muchos no pueden olvidar, esa situación
condicionará indefinidamente su existencia. No hay una sola manera de
reaccionar ante una ofensa o dolor. Tampoco hay una sola manera de pedir
disculpas. Pero también hay unos terceros que parecen más interesados en que
esta situación nunca termine.
Retomando
el libro de Wiesenthal, nos dice: “El punto más importante es, por supuesto, la
cuestión del perdón. Perdonar es algo que sólo el tiempo puede conceder, pero
también el perdón es un acto de voluntad y sólo la víctima tiene autoridad para
tomar la decisión. Tú, que acabas de leer este lamentable y trágico episodio de
mi vida, puedes ponerte mentalmente en mi lugar y preguntarte a ti mismo: ¿Qué
habría hecho yo en su lugar?”. Hasta el día de hoy se han publicado 53
respuestas de personas de todas las condiciones, de ambos sexos, de distintas
religiones y de distintas implicancias en el dilema. Y no hay uniformidad de
criterios.
Para
muchos católicos, pedir perdón a Dios es más fácil que hacerlo públicamente. Lo
prefieren ante que ponerse frente a su víctima y reconocerlo. Se atropellan en
las primeras filas del pulpito para hacer oraciones o cantos de fe. Parece ser
que con Dios, las palabras suenan menos arriesgadas para un futuro y a su vez
alivian más. Es un contrasentido absurdo que los fieles siguen manteniendo.
Quizás forma parte de uno de los tantos misterios irresolutos que me han
alejado de ese dogma. Los fieles temen la ira de Dios, pero aceptan hincarse
para disculparse y no temen hacerlo sin verdadero arrepentimiento, sin una toma
de conciencia. Parece ser que la ira de Dios no tiene tanto alcance. Uno se
disculpa sin verdadero arrepentimiento y sale del recinto con la moral
recobrada. Tema la ira pero sabe como engañarle, o engañarse en esa relación
que lleva tantos años como la civilización.
Y
cuando el conflicto se dilata, muchas veces el perdón no pasa por el olvido,
pero si por seguir adelante. Reanudar la vida parece ser una decisión de la
propia vida. Nada se detiene, el dolor de la víctima es inmenso, pero al mismo
tiempo todo continúa sin esperarle. Es cruel pero sucede todo el tiempo. Los
demás no nos detenemos, seguimos la carrera. Entonces somos los demás los que
debemos cerrar la herida. Las víctimas o sus familias no están en condiciones
de cerrarlas. El victimario puede estar libre o encerrado, y muchas veces no
está por la labor de ayudar a cicatrizar afrentas. Pero los terceros deben
afrontar con apertura de miras el desafío. Es ridículo cuando piden una
rendición incondicional, cuando claman por un perdón que muchas veces ellos
mismos no han sabido ofrecer. Se mueven con la misma radicalidad del victimario
y mantienen como prisioneros de su dolor a las víctimas. Algunos Estados se
especializan en tener ese tipo de rehenes de por vida.
Pedir
perdón es algo natural y perdonar parece ser una cosa grande. Pero nos cuesta.
La obligación mínima para el que pide perdón es ir con la verdad. No su justificación
ideológica, sino la verdad de lo que ha hecho. Decir la verdad es arriesgado y
todos creemos que duele. No debería doler, muchas veces ser sinceros
finalmente libera. Y pedir perdón es tan agobiante como concederlo. Pero hay
gente que lo ha logrado. Y hay personas que no comprenden las razones del otro
para dañarle pero disculpan. Hay una vieja fábula oriental que clarifica esa
situación: “Ningún doctor puede atender a una persona que se haya caído por un
minarete si él mismo no ha sufrido la misma caída”.
El
resentimiento es una pasión natural, es decir es una emoción. El perdón a veces
tiene que ver con un cambio de emociones. Las emociones muchas veces no
escuchan razones, ni a favor ni en contra. Entonces, muchas veces excelentes
razones o justificaciones no alcanzan el perdón. Muchos dudan de perdonar, porque
además de sus conflictos emocionales internos, temen el “daño” que pueda causar
el perdón, sostienen que la absolución rápida puede no generar un cambio
sentido en el victimario, que el perdón solo sea un borrón y cuenta nueva e
implique el rápido olvido del victimario. Algunos creemos que en el perdonar no
se olvida el crimen, de hecho se reconoce y se considera como tal. Y hay
crímenes que son inolvidables, por lo menos para las víctimas. La clave pasaría
por no olvidar, divulgar lo sucedido, aprender de los errores. Cuando yo le
digo a los chicos del futbol borrón y cuenta nueva, significa que no haya
resentimiento, miedo o que persista la actitud del que hizo el mal. Tampoco el
borrón acepta que vuelva a suceder, el borrón pone a prueba a las dos partes y
esta tercera pata del conflicto no volverá a mencionar la falta pero tendrá que
tener altura de miras para que no vuelvan a repetirse, que todas las partes
entiendan y aprendan del conflicto.
El
perdón parece a veces una meta tan lejana. Las pocas respuestas que apoyaron la
idea de perdonar al soldado Karl en el libro de Wiesenthal, la dio el Dalai
Lama. Según él, el perdón es una actitud aconsejable ante problemas como el del
gobierno chino y la lucha del pueblo tibetano por recuperar su libertad. “Sería
fácil enojarse ante estos trágicos acontecimientos y ante tantas atrocidades.
Sería fácil, de hecho es la actitud más común, el enojarse y alimentar el
resentimiento. El perdonar es la manera de comportarse de un budista”.
¿Tenemos
que perdonar? Si perdonamos, alentamos la revelación de la verdad. ¿Pero hará
más sereno el duelo de los supervivientes? Muchas veces no, pero tenemos que saber
que el resentimiento genera aún más dolor. ¿El perdón es necesario para lograr
la reconciliación en las generaciones futuras? No siempre, se repiten los
holocaustos o las matanzas. El tema del perdón no me despierta curiosidad a
través de la lectura de Los límites del perdón. Llego al libro de Simon
Wiesenthal luego de leer otro libro, Una temporada de machetes, de Jean
Hatzfeld. En este libro, el autor francés intenta reconstruir la mente de los
Hutus, que en el plazo de 4 meses asesinaron a 800.000 tutsis a machetazos en
Ruanda ante la indiferencia del resto del mundo. Todas las preguntas que no
tienen respuesta provienen de este libro y su capítulo: Los regateos del perdón,
nos acerca pero nos aleja a su vez de nuestra condición humana.
El
perdón mejora la calidad de las personas y de las sociedades. Las personas
cambian, asumimos el desafío de que no somos la misma persona a lo largo de
nuestras vidas. Podemos retornar de un error, es un trabajo lograr el cambio.
No tiene que ver solo con la justicia, esta tendrá que actuar para imponer un
castigo. Las sociedades que solo exigen que el otro pida perdón pero no sabe
sincerar sus malos actos no crece. Y el que lucra con el dolor del otro es el
que más habla del perdón. Y lo hace con una ingenuidad desconcertante, la misma
del victimario, que con el tiempo deja de ser ingenua para ser ruin, para
descubrir el manejo que genera al que sufre, su intolerancia y su finalmente conversión
a verdugo, que siempre llega. Y miremos nuestros países, y descubriremos a más
de uno…
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