Hace tres años, en un
trabajo telefónico que de vez en cuando me suelo acordar, pusieron a una joven que
estaban formando a que practique escuchas conmigo. La chica estaba nerviosa, y
yo a un costado y sin los auriculares, solo podía intuir de qué iba la conversación
por los gestos de mi compañera y por su nerviosismo. La fui ayudando con esa y
otras llamadas y después le dije que se quedara conmigo para que viera como lo
hacía. Ella estaba atenta a mis movimientos, a mi conversación y cada llamada
finalizada me decía que no iba a poder con eso. Yo le decía que si, que ahora
solo estaba practicando, pero en una semana estaría tomando las llamadas y podría
con ellas.
La anécdota vino unos
minutos después. La persona que estaba dando la formación pasó por los
distintos boxes para ver cómo respondían las personas que practicaban. Me preguntó
a mí y dije que más allá de los nervios, todo mejoraba luego de un par de
llamadas. Amaia, que era la chica que estaban formando, dijo que se sentía muy
tranquila a mi lado, que me miraba y yo la tranquilizaba en medio de la llamada
y la formadora le dijo: “es que te ha tocado una persona que tranquiliza al del otro lado
de la línea, que escucha, que contiene y trata de resolver el problema. Tuviste
suerte de practicar con él” Me quede asombrado, le agradecí, me despedí de la
practicante y continué con mi rutina de ochenta llamados recibidos al día.
¿Dónde está la anécdota?
Es que era la primera vez (y podríamos decir que no hubieron muchas más) que
alguien me halagaba en mi trabajo desde mi llegada a este país. Llevaba viviendo
ocho años en el País Vasco y no había tenido hasta ese momento el
reconocimiento de alguien con escalafón superior al mío. Como el trabajo era de
esos que son considerados frágiles (y casi todos los trabajos que me tocan son
así), me dio vergüenza contar en casa lo que significó para mi ese halago, pero
creo que no lo olvido, me emocioné en serio, fue un ramalazo de estima, ahí me
di cuenta lo lejos que estaba el reconocimiento a mi trabajo. En el resto de
experiencias nunca encontré en mis jefes o contratantes (mejor decir
contratantes, porque ser jefe creo que es una palabra que hoy casi nadie sabe
representar) una frase tan contenedora, tan cariñosa y teniendo en cuenta a mi
ego, tan justa ante mi entrega a cualquier tipo de trabajo.
En Buenos Aires he
trabajado en agencias de publicidad donde he pasado por distintas áreas. El trabajo
suele ser intenso, variado, gratificante a veces y esclavo la mayoría de los días.
Mis distintos jefes aplicaban distintas tácticas con sus trabajadores, pero
alternaban las críticas o reprimendas por los resultados de tu gestión con
halagos y muestras de confianza y reconocimiento. ¿Qué puede ser mejor para un
trabajador? ¿Qué te halaguen y al día siguiente te machaquen, ó que nunca te
hagan sentir visible?. El adular por adular no creo que sea gratificante pero
ese concepto que he visto a lo largo de mis numerosos empleos aquí, de que nadie
es imprescindible, es el otro extremo.
Nadie es imprescindible.
Partimos de que en la vida estamos todos de paso, puede ser lógico. Pero no han
sentido nunca en algún trabajo, que nuestra salida llevara un tiempo de ser
suplantada o digerida. A mi me pasó, te vas y durante un tiempo te consultan, te
extrañan, te llaman para verte, te das cuenta que no sos un número, que dejaste
algo en ese paso. Aquí te puedes ver con tus compañeros de trabajo, algunas
veces tomas un café con un superior, pero nunca logras escuchar de ellos que no
eras un número, que eras un trabajador que deja un recuerdo. Y ahí creo que
flaquea una de las patas de estas crisis laborales, económicas y morales que
estamos atravesando. Nos cuesta empatizar con nuestro compañero, ya sea
subordinado o superior; nos cuesta horrores decirle al otro que lo está
haciendo bien, que el jefe puede desaparecer casi todo el día que vos vas a
llevar adelante la carga de trabajo. Te pagan mal, te exigen como si te pagaran
bien y te ignoran como si vos fueras un favor que le debes a alguien. Algo
huele mal, verdad?
Yo incurro en mis errores también.
Mi padre no me dictó muchas reglas básicas, creo que él solo me inculcó que lo
mirara actuar y con naturalidad luego sea yo mismo, que las cosas se hacen porque se deben hacer y poco más. Mi
padre es de aquí aunque se fue a los cuatro años de donde yo elegí vivir cuando
me fui de Argentina. No recuerdo sermones de mi viejo, mi madre sí que es más
dialogante, muy pedagógica, mas compañera. Pero aprendí de mi viejo que muchas
veces no hay que felicitar o premiar a la otra persona porque en realidad está
haciendo lo que debe hacer. Y entonces, me encuentro a veces en situaciones que
me superan, suelo parecer implacable en la crítica ante algo mal realizado y no
soy de los que palmeo cada media hora por lo bien hecho. Pero en el trabajo
como en la vida aprendí a delegar, suelo dejarle su lugar al otro para que
haga, para que se equivoque, para que acierte y en todas las variantes estoy
cerca como para dar una mano o para hacer las cosas en equipo. Los aciertos y
errores se comparten, no soy el padre de las victorias ni señalo con el dedo al
que se equivoca. Creo que esa faceta compensa la otra, me cuesta mucho halagar
por halagar pero no me cuesta nada compartir, escuchar, proteger ó transmitir.
En un entorno tan parco en
halagos me resigné a dudar de mi capacidad y aptitud. El cariñoso mensaje de mi
compañera de trabajo me despertó, me hizo ser visible aunque sea el resto de esa
tarde. Hace poco leí en una investigación de que el ser humano necesita para un
correcto equilibrio emocional al menos cinco halagos por cada crítica, ya que
para la mente humana lo malo es más fuerte que lo bueno. Si bien no nos
libramos de los juicios negativos, necesitamos el reconocimiento. Y la ausencia
de halagos nos deja huella en nuestro estado emocional, afectando nuestra
estima. La nota también remarcaba que no es bueno depender del halago de los
otros, porque nos haría terriblemente vulnerables, dependeríamos del halago
para sentirnos bien. Como casi todos los secretos de esta vida, el propio
reconocimiento hará equilibrar nuestra autoestima y nos permitirá seguir siendo
independientes. Y si el reconocimiento de otros llega, será un regalo y no el
aire que necesitamos para nuestra subsistencia.
En ese trabajo telefónico,
cada tres meses te hacían una auditoria, donde respondías por la calidad de algo
más de tres mil llamados. La primera vez me deslogué (un mecanismo que te
permite salir momentáneamente de la aplicación), me acerque a una coordinadora
que apenas conocía y espere sus comentarios. Comenzó diciendo que notaba que
era bastante educado y a partir de ahí no recuerdo mas pero fueron vaguedades
como para no reconocerte abiertamente tu trabajo y que ese incentivo económico trimestral
casi, casí que te estaban regalando. La miré y solo le dije que en lo relativo a
que era bastante educado no era correcto, que yo era muy educado, que podía revisar
las tres mil llamadas y que cambiaria al menos ese casi al constatarlo. Me di
cuenta que su frase no era hiriente, en realidad su capacidad de oratoria no correspondía
con el rol de auditar pero yo volví a mi box con una sensación de que mantenía un
equilibrio con mi trabajo ante la ausencia de halago o reconocimiento. En el
resto que tuve en esos tres años siempre
remarcaron algún error tonto de alguna llamada realizada dos meses atrás de la
que uno no tiene manera de recordar o que despedí alguna llamada saliéndome del
protocolo o cosas así. Nunca me han dicho que estuve bien. Mi táctica consistió
en decir que sí a todo, que vale, de mantener la sonrisa telefónica que me
enseñaron, que lo mejoraba para la próxima e ir a sentarme con la tranquilidad
de que el que te audita no tiene ni idea de su trabajo pero que al menos lo
dejas contento en su ignorancia.
La primera experiencia aquí
fue en un bar. Nunca había trabajado en uno, y el primer día fue horrendo. Al
terminar la jornada, mi jefe me acercó con su coche a casa. Yo, que todavía no
sabía de que hablar con él o con cualquier vasco, le pregunté como lo había hecho.
“Mal”, me dijo. “Pero supongo que mejorarás”. Me reí ante la sinceridad porque
no estaba acostumbrado, salvo con mi viejo, a esa manera de decir las cosas.
Cuando me fui, tres años después, los dos sabíamos que había trabajado bien,
pero no recibí ninguna palmada, solo saludé y encaré la salida donde mi esposa
y mis amigos argentinos me esperaban con una emoción que yo tampoco tenía. Cada
vez que me cruzo con mi primer jefe en el puerto de Plentzia, me saluda con
cariño, en definitiva esa es la huella de mi paso por ese trabajo.
Para terminar, una amiga
mexicana con la que hice terapia hace bastante, intentando reforzar mi estima
luego de un trabajo perdido, me obligó a un ejercicio. En un folio en blanco me
intimó a que hiciera un listado de veinte virtudes propias. Me pareció ridículo,
me daba cuenta que poner ciertas capacidades me sabían a obvias, pero para ella
era motivo de algarabía, de felicitación, de reconocimiento. Me obligó a
recurrir a la hoja en momentos de zozobra. Hoy, cuando flaqueo en la búsqueda laboral,
suelo echar mano de esa lista para refrescar mi existencia y que me permita
pensar, que a pesar de tanto sufrimiento, el no bajar los brazos ante la
adversidad me permitirá en breve, recordar esta anécdota como casi todas, con
una sonrisa agradecida.
La consigna es ver si
nosotros podemos reconocer, valorar y aceptar a nuestros seres queridos, con
sus aciertos y sus limitaciones. De lograrlo, mejoraremos nuestras relaciones y
nos permitirá distanciarnos más del salvajismo laboral que nos hace invisibles
y deshumanizados. Lo intentamos?
Te contesto por aqui, Ceci. Alguna vez, un director creativo en la agencia de mi viejo me dijo que yo escribia sobre ciertas cosas, sobre todo de deporte, para en realidad hablar de otras. En este caso, el lado flaco que me persigue desde que vivo aqui es el laboral, pero creo que me es mas fácil encarar el tema de la falta de reconocimiento al otro, al cercano, a través de un trabajo, para no meterme en esa debilidad que nos encuentra en casi todos los ordenes. En estas epocas donde te sentis invisible, viene bien que los demas te reconozcan y que uno mismo lo haga. Este es el momento para decirnos lo importante que somos en nuestras vidas y a veces nos lo olvidamos. Y casi nunca somos invisibles, despues te das cuenta que mucha gente te ve pasar, y eso gratifica. Yo soy muy critico pero en los ultimos años mucho menos. Pero asi y todo, a veces soy injusto para los que me rodean y quieren. Tendré que seguir mejorando, tengo tiempo por delante. Beso y sigo a la espera de las obsesiones.....
ResponderEliminarLo que me sucede es que en particular con los hijos, donde debiera ser tan importante el apoyo emocional del halago y el reconocimiento, para construir su autoestima se me hace taaaan dificil, parece mentira pero aunque me lo proponga cuesta que salga. Es definitivamente cierto lo que decis, es muy gratificante que alguien te valore, a veces por pequeñas cosas, pero eso es suficiente y genera una retroalimentación que puede extenderse a otros ámbitos.
ResponderEliminarbeso y segui esperando porque por acá no surgió nada....