Y sí, a mí me gusta solo leer en el metro. Basándome en estadísticas sesudamente elaboradas por el que tipea, estimo que 35 ó 40 páginas de buena lectura (en el caso que no me equivoque en la elección del texto) me acompañarán en un viaje Plentzia a Indauxtu, Moyúa o Abando. Por eso la gente me ve siempre con el libro bajo el brazo y con las gafas dispuestas. Soy tan enfermo, en este caso, que suelo llegar a la estación diez minutos antes de la salida de la formación para garantizar o superar ese promedio tan sesudo que anticipé renglones atrás.
Entonces, para asegurar que la lectura se cumplirá, tengo que llevar
adelante una serie de estrategias. La primera es tratar de llegar a la estación
antes que el autobús que viene de Górliz. Si bien no tengo conocidos en el
pueblo de al lado, nunca se sabe. Conozco gente de Plentzia que es capaz de
tomar el autobús en la parada del Eroski, que para los que son de Buenos Aires,
es como tomar un bondi sólo por 500 metros. Una vez libre de autobuses la calle
lateral de la estación, el segundo paso tratará de no coincidir con nadie en la
misma entrada del metro. Porque si me encuentro con algún conocido al momento
de desenfundar la Barik, no tengo excusa como para despegarme en breve.
Entonces, sigiloso, busco el momento ideal para irrumpir en el andén. Falta un
paso menos.
Luego, cerciorarme que no haya nadie sentado en los distintos asientos a la
espera de la llegada del metro. Muchas veces, el ir distraído me ha ocasionado
el disgusto de sentir un cálido “Hola, Javi” justo a mi costado y ahí ya no
tengo escapatoria. En ese caso, es de rogar que la persona que me acompañe no
vaya más allá de Sopelana, de esa manera, el viaje es todavía recuperable.
Llega el metro, desde Plentzia siempre se va a viajar sentado. Pero
dependiendo de la hora del viaje, una vez en Urduliz el metro se va a llenar,
así que será fundamental no equivocarse de asiento. Como hombre metódico, ya lo
habrán observado con el relato de mis pasos anteriores, prefiero sentarme
siempre en el mismo lado. Yo lo llamo cuidadoso, mi mujer lo sintetiza en obvio
o aburrido, creo que es una definición más amplia de la metodología. Sigamos
con el análisis, la mayoría que viaja también opta por sentarse en los mismos
lugares uno y otro día. Por un lado, facilita la elección y el conocimiento de
los viajantes, por otro lado, porque siempre está el otro lado, molesta intuir
que soy tan obvio como ellos. Superado el impacto de ser tan evidente, me
siento y hasta que el metro no arranque, si bien comienzo la lectura, no estoy
del todo concentrado, tengo que valorar los ruidos del momento y estar atento a
los que avanzan por los pasillos laterales o del interior para no llevarme una
sorpresa. Como faltan promedio seis minutos para la partida, esas 5 u 8 páginas
no sé si estarán atentamente bien leídas.
Podemos observar que el placer de la lectura suele tener pocos momentos placenteros.
Y la formación aun no arrancó. Cuantas veces a último momento y con la
chicharra anunciando que se cierran las puertas, llegan apurados no solo por el
tiempo justo sino por una respiración casi terminal, una pareja de ancianos que
se tiran sobre el perímetro de los quince asientos que me rodean y deslizan el
calibre de sus voces al comentar lo justo, justo, que alcanzaron el metro. Si
bien no tengo un pinganillo o micrófono como suele tener Bond, me veo en la
misma postura de hablarle a los gemelos del puño de la camiseta de manga corta,
que tenemos un imprevisto grado uno, uno porque es seguro que la intensidad
crecerá a partir de Urduliz. Tengo cinco minutos para intuir que esas voces
irán indiscretamente en aumento o que serán silenciosos y discretos. Si
comienzan a hablar de los nietos, mal asunto. Es momento de buscar un asiento
algo más alejado. Y si suena un móvil que no saben bien como se atiende, huyo
despavorido. Si bien no me puedo observar en ese momento de caos, creo que la situación
podría asemejarse a la de Sheldon Cooper
(el del Big Bang, la recomiendo como
obligada) tratando de encontrar el asiento perfecto en el cine. El científico de
la serie cree poseer la cualidad de la “ecolocalización”, el sistema que
utilizan los murciélagos para orientarse, parecido a un radar. Entonces Sheldon
prueba los distintos asientos de la sala, ya concurrida, y grita en distintos
tonos. El sonido que regresa a sus oídos le permite saber cuál es el más
adecuado. Yo hago lo mismo pero solo con mi intuición, soy demasiado vergonzoso
como para practicar lo de los gritos. Esa cohibición me perjudica notablemente,
mi capacidad de acierto en el metro no supera el cuarenta por ciento.
Otro factor que me juega en contra es aquel que por instinto me lleva a
sentarme cerca de la mujer buenorra. Cuantos disgustos ocasiona esa decisión, además
de ser absurdo, porque cuándo vieron que sentarse cerca de la buena nos lleve a
algo. Y cuántas veces nos perjudica. Me han tocado mujeres que ni bien sentarse
llaman una y otra vez por el móvil, y las conversaciones no escapan de los
remanidos “ya te contaré”, “tía, que fuerte”, “joer maja, dicen que va a llover
toda la semana”, “que pasada, yo flipo” o contar ya con ansiedad a flor de
labios y casi sin respiración ni cadencia el asunto que le carcome, que casi
nunca se termina de entender, o con el aburrimiento que denotan que hablan
porque no saben que otra cosa hacer en ese momento. Ni qué decir, cuando la conversación
va de ruptura, se intuye que del otro lado está la pareja que no la considera,
que no se toma en serio esa relación y a ella no le queda más remedio que
cortar por teléfono. “Yo lo di todo, y tú siempre escondiste tus cartas”, la
frase es contundente, ese hombre no se ha implicado nunca. Es un canalla, sólo
eso sabemos, si pudiéramos verle la cara. Dan ganas de pedirle a la buenorra
que baje el skype para ver el rostro del inmerecido. Esa ruptura, promedio pero
sin ser contundente, suele demorar seis estaciones. Casi nunca se reconcilian, quizás
eso llega con otro llamado fuera del metro. A mí me queda la duda de cómo se
generó esa relación tan desconsiderada, quizás el caballero se sentó cerca de
la buenorra en algún metro o tren de cercanías.
En Sopelana vuelven las alarmas, ahora de grado tres. Cuidado que suben las
5 ó 6 que trabajan en el Corte Inglés. Acostumbrados a la megafonía del centro
comercial, ellos y ellas hablan como para todo el convoy y la conversación del
lunes no pasará del Conquistador del fin
del mundo y de las relaciones entre los participantes. Después del miércoles
el programa pierde su intensidad en la tertulia pero a veces anticipan el
contenido del siguiente programa o pasan al siguiente tema, los asuntos de toda
la familia de la Casa Real o el vestido de Letizia en el último casamiento de
las noblezas. Así que ya testeado, con medio vagón de distancia, atenúo esos
sonidos.
Por último, en Larrabesterra sube esa madre tan dócil con ese bebé tan
agresivo. El niño ni espera a que el tren reanude su marcha, comienza con
gritos siquiera instalados, de los gritos pasa a los sonidos guturales, y de allí
a la agresividad física. Lo curioso es que los que están cerca suelen sonreír,
eso me confunde, será que soy un amargo que no disfruto de esos pequeños
placeres. Pero al rato los rostros van mutando, porque la agresividad comienza
tirando la galleta o chupete al piso para pasar al poco con el primer cachete a
la madre y ésta, con un temple de culebrón mexicano, solo atina a decirle “oye,
por que me pegas” con una vocecita que me lleva a pensar que su pedagogía está
haciendo aguas con la “criatura” (relacionar con la definición de ser mitológico,
no la de niño recién nacido). La gente ante los reiterados golpes del niño
optan por refugiarse en el móvil, El Correo o e-book para ignorar a ese género
con violencia o para no ser las siguientes víctimas. Ahí me quedo algo más
tranquilo, prefiero odiarlo de entrada antes que a la vista de su mal trato o
comportamiento.
Pero una vez calibradas las personas pasamos al grado cinco sin escalas y
sin visos de solución. El grado cinco es el más importante y trata de los teléfonos
móviles. Ya lo anticipe con la amama o aitite que no sabe atender o la buenorra
portadora de frases comunes o rupturas, pero no se detiene ahí, todo irá en
aumento. Muchas veces levanto la vista de mi lectura y mis tres compañeros
están atentos al móvil. Uno habla, el otro wassapea y el tercero juega. Pero
todos, todos, optan por utilizar al máximo los beneficios del sonido.
El msn o wassap contemplan un sonido molesto. Está el del pajarito, ó el
del sonido ultrasónico, o la musiquita. Yo me pregunto mientras me empecino en
no perder el promedio de la lectura, porque la persona que va a escribir todo
el viaje en msn o wassap no se queda fijo en la aplicación y nos evita el
ruidito cada treinta segundos. Me exaspera porque si bien no intuyo el
contenido del mensaje, no creo que varíe de :-) ó hy
pso d sa (hoy paso de salir), ó kdms (¿quédamos?) ó NT1D (No tengo un duro). ¡Y yo empecinado en un libro de 400 páginas
cuando todo se sintetiza en 5 caracteres!
El que
hablaba por teléfono frente mío comienza su elocución remarcando que está en el
metro y que no le gusta hablar esos temas en público, pero viendo que el del
otro lado de la conversación no se da por enterado, eleva el tono y
comienzan los reproches por un trabajo mal realizado, por una cotización exagerada
o desmedida o se ha dado el caso que han despedido a un empleado en ese mismo
momento. ¿Por qué siento vergüenza ajena?, no lo entiendo. Una cosa es estar
contrariado por la contaminación acústica
y otra bien distinto es sentir vergüenza por una conversación donde no
participo. Conversaciones antes privadas que ahora son de todo el público se convirtió
en normal. En el caso de mi compañero de viaje, sólo resta que el finiquito sea
correcto, sino al día siguiente tendrá que
discutir con el abogado del ex empleado.
Y me queda el
que juega. Y es casi un adulto. No podemos albergar la excusa de ser un niño. Y
juega con sonido, por suerte y porque llegamos a un extremo que agradecemos que
parezca que es por suerte, el sonido no es permanente. Así que entre los :-),
los gritos del que habla y las vidas que pierde el jugador que obligan a
comenzar los ruidos de nuevo, trato de manejar mi obsesión enfermiza de cumplir
con las 40 páginas.
Lo paradójico es que veo en todos
aquellos que están atrapados por el móvil un síntoma similar al que ven en mí,
y es que la mayoría decidimos apartarnos de la sociedad, todos nos alejamos del
que está a nuestro lado para trasladarnos a lugares ideales o a personajes
lejanos. Antes nos aburríamos todos juntos, mirando el paisaje por la
ventanilla, contando coches, conversando ocasionalmente con el compañero de
asiento y saludando al subir y bajar del tren. Ahora cambiaron las relaciones
entre los hombres. Yo rodeo mi aburrimiento leyendo un libro tras otro, y otros
optan por ser prisioneros de la informática. Y no me quiero olvidar del que nos
sorprende con dos móviles distintos, uno para hablar y otro para navegar y nos
muestra esa realidad como si fuera lo más normal del mundo. Y como gota que
colma toda posibilidad de esperanza en la raza, estará aquel que diga a un teléfono
cada dos o tres minutos: “cari, ahora estoy en Berango”, “ahora en Santuxtu”…
Me bajo en Abando y apuro la
última página buscando desesperado el fin del capítulo o el espacio de un punto
aparte hasta en las escaleras mecánicas. Los del Corte Inglés apuran el último
pronóstico del ganador de "el fin del mundo", me adelanta el que sigue discutiendo
por el presupuesto, se incorpora a la escalera la que continúa reprochando a su
pareja las causas de la ruptura, el que juega anota su nuevo record y otro mira
en wikipedia en qué siglo se inventó la vacuna contra la rabia. Ya en la Gran
Vía, nos separamos hasta el siguiente viaje, donde nos volverá a unir nuestra
mutua indiferencia.
Aporto a los confusos lectores de Argentina un plano con las estaciones de Metro Bilbao. |
Oh mi Dios! Juro que una vez en el colectivo iba pensando un texto bastante similar y por motivos muy parecidos. Juro que pensé, "llego a casa y escribo lo que estoy pensando" por supesto nunca lo hice pero se relaciona muchísimo con esto. Aporto un personaje más si me permitís, el que decide que SU música es disfrutable por todos y no hace "disfrutarla" a todo volumen. Imaginate que si no me soportaría eso tratandose de música que me gusta, cuánto puedo hacerlo si es CUMBIA, pero efectivamente existen, probablemente no en el subte pero en bondi, sí, los vi. Cómo te entiendo...
ResponderEliminarUna cosita más, alguna vez escuchaste hablar de obsesiones? tengo una biblia autoreferencial al respecto, si no la conocías, te la presento porque parece ser una de tus mejores amigas (por decirle de alguna manera)
Ceci, ayer mismo volviendo de Bilbao en el metro, se sienta una chica que ya estaria por los 30 años, se pone unos auriculares y comienza a escuchar musica de un movil. Hasta ahi, todo normal.Yo seguia leyendo un ensayo de Primo Levo sobre los campos de concentración alemanes. Pero de repente aparece un sonido no muy fuerte pero para los 3 que estabamos sentados con ella, se notaba mucho. Era que abrio otro movil y se puso a ver un video que le habrian mandado. La mina se reia con ganas y seguia escuchando su musica y nosotros escuchando las voces del video y una musica ortera que usaron para editarlo. Asi durante 5 minutos. Ninguno se animo a decirle que molestaba y la chica nunca se entero que se escuchaba el sonido. Y me acuerdo cuando mi mama me decia en algun bondi que no hablara tanto porque molestaba a los demas pasajeros....
EliminarPensate el titulo de tu primera entrada. Te quedan nueve dias...... beso
esto se está convirtiendo en acoso!
Eliminaryo me imagino un futuro donde cada uno escuche lo suyo y hable como si estuviera solo, contaminación auditiva si las habrá!