“Esperar que un hombre pueda retener todo lo que, alguna vez,
ha leído, es como esperar que lleve en su cuerpo todo lo que, alguna vez, ha
comido”.
Arthur Schopenhauer
Cada vez que me viene a la mente un
recuerdo de mi infancia lectora, indudablemente surge en primer lugar, la colección
amarilla de libros Robin Hood, de Editorial Acmé, de Buenos Aires. Tapa dura
con sobrecubierta, ilustración dibujada a color en su portada, la silueta de
Robin Hood en su contratapa, lomo redondeado y un color amarillento fuerte muy
particular -al menos para mí, tal vez por la devoción de abordar cada uno de
sus títulos-. Julio Verne, Emilio Salgari, Alejandro Dumas, Mark Twain, Jack
London, Edmundo de Amicis, Charles Dickens, Robert L. Stevenson y otros autores
elementales se almacenaban en los diversos títulos esenciales de la literatura
juvenil. Mi primera biblioteca juvenil alternaba con pocos ejemplares que no
fueran de esa colección. Mi pasión por los libros tal vez esté fundada en ese
color limonado.
Si bien fue mi ingreso obligado a la
aventura, solo guardo recuerdos de algunas portadas, la fortísima presencia de
ese color emblemático, de la emoción de tomar una nueva edición obsequiada por
mi madre, pero no conservo el recuerdo de la temática de muchas de esas
historias elementales de la literatura universal. Puedo recordar que leía en la
vieja casona de mis tías, en alguna playa de la costa argentina durante el
período vacacional, en el primer piso que habite con mis padres o en la mesa de
alguna cocina familiar, pero no recuerdo en absoluto el argumento o no puedo ofrecer
un resumen concreto de la temática para recomendar su lectura a cualquier joven
que se interese por Twain, por ejemplo.
Me acuerdo del objeto físico, pero no
sobre lo leído. Y he leído tantísimo en estos cincuenta y un años. Tengo el
presentimiento que en la lectura se cubren un sinfín de facetas, cobijadas por
el sentimiento o la emoción, que perduran, pero el recuerdo de la temática se
disipa en el tiempo, salvo excepciones. Tenemos la sensación aún expectante de
que aquel autor juvenil leído hace ya tiempo es imprescindible y recomendable,
pero hemos olvidado quizás lo esencial, lo que hemos leído. Existen diversos
criterios a sostener, uno puede ser que no recordamos aquello que no forma
parte de nuestra propia experiencia vivida. Puede ser cierto, pero hay que
destacar que lo que recordamos de lo vivido en primera persona, no suele ser
ciento por cierto preciso o exacto, ya que la memoria determinará casi una
experiencia distinta, al menos al momento de volver a recrearla. Creemos que lo
estamos recordando, cuando en realidad quizás nuestra evocación sea producto de
un nuevo relato, el que nuestra mente puede precisar en ese momento. El paso
del tiempo está plagado de olvidos y de rellenos.
Otra explicación plausible se detiene
en la curva del olvido o en la naturaleza del olvido, concepto que se sostiene
en la intensidad de un recuerdo. Herman Ebbinghaus, psicólogo y filósofo alemán,
estudió un olvido de forma sistemática que se da junto al paso del tiempo. Sus
estudios comprendieron, entre diversos experimentos fiables, en un test de las
lagunas, basándose en la repetición de frases en las que se omitían voluntariamente
algunas palabras -dejándolas en blanco- para medir la memoria de los niños a
través de la repetición y como recuerdan para rellenar dichos espacios en
blanco. La velocidad del olvido suele ser más intensa durante las veinticuatro
horas posteriores al aprendizaje, de ahí que el repaso sea siempre considerado
esencial para poder hacer frente a un conocimiento adquirido. Se debe intentar
realizar con frecuencia la memoria de la recuperación, y es llamativo que todo
aquello que se ha leído de un tirón o a la carrera, no permanecen en nuestra
memoria.
Aquel libro que nos mantuvo atrapado
en un sillón y que fue devorado en pocos días o en pocas horas, será difícil de
recomendar luego por su temática o argumento, pero se podrá elogiar por la
pasión o emoción vivida, en el acto de la lectura. Se podría denominar este
sentimiento como la memoria del reconocimiento. De ahí que un libro leído esté tantas veces
vinculado a lo que éramos entonces. La sensibilidad le gana al pensamiento
crítico, guardamos un grato recuerdo no de las palabras leídas, sino de las
emociones que nos generó y que permanecen. Lo cognitivo y emocional derivados
de nuestra subjetividad es lo que nos hace creer que sostenemos una nitidez
permanente. Para poder recordar las ficciones -como así los sueños- tal vez
haga falta que se trate de vivencias propias, ya que, al no ser los
protagonistas de la historia, se diluye con el inmediato paso del tiempo. Lo
que perdura es nuestra vivencia personal de aquella lectura, de ahí que
guardemos el eterno recuerdo de cuando compramos el libro, donde, de las
emociones que nos generó y convirtió aquella ficción en nuestra realidad.
Arthur Schopenhauer recomendaba leer
el libro dos veces, y de manera inmediata. “La primera lectura requiere
paciencia, una paciencia que se apoya en la idea de que la segunda vez muchas cosas,
y tal vez todas, aparecerán bajo una nueva luz”. Lo que planteaba el filósofo
alemán era un símil con la composición, en el sentido musical del término, más
que una comunicación lingüística. De ahí aquel fenómeno que todos conocemos, de
que la música se comprende o se gusta, recién a partir de la repetición o
frecuencia, como un ejercicio aritmético inconsciente donde la música, como
ninguna otra representación artística, pertenece al mundo de la representación.
Y en la voluntad de la repetición se afianza nuestra representación.
Schopenhauer dijo “cuando leemos, otros piensan por nosotros, repetimos
simplemente su proceso mental”. En la segunda lectura, además de la
memorización, se puede generar nuestra representatividad de la experiencia y
convertirlo en una vivencia perdurable. El pensamiento ajeno da paso a nuestro
pensamiento.
El mundo cambia, la memoria de recuperación
parece no necesaria, por la presencia inmediata de internet. La posibilidad de
acceder a la información con un click hace que las nuevas generaciones no
necesiten recordar, la información está para cuando se necesite. Es una memoria
externa que puede facilitar el camino, pero entorpece la ejercitación de la
memoria. La memoria del reconocimiento ha suplantado a la memoria de la recuperación
o del trabajo. No hay repaso, hay siempre un nuevo descubrimiento que se
empieza a olvidar, ni bien cerramos la página consultada.
La memoria no es fundamental, lo es el
modelo mental que la lectura nos ha dejado. Las relecturas en el tiempo nos
reafirman aquellos conceptos o sensaciones que han sido trascendentes. También
se da el caso que una relectura en el tiempo nos aleja de aquella fascinación que
suscitó la primera vez. Al abordar mi segunda lectura de “Cien años de soledad”
a los treinta y cinco años -la primera se dio a los catorce- estuve muy cerca
de justificar aquella frase de Jorge Luis Borges luego de leer por primera vez la novela, en mi adolescencia, que me sonó tan despectiva y
altanera para graficar la novela esencial de Gabriel García Márquez: “A cien
años de soledad le sobran cincuenta”. Fue una dolorosa confrontación, sé que en
mi memoria emotiva esa novela siempre estará presente a la misma altura que las de Verne, Dickens, Dumas, Salgari o la colección Robin Hood -como un autor global
para mi frenesí literario-, pero esta vez puedo precisar que por gente como el autor
colombiano o por mis escritores de toda la vida, he logrado conjugar que la
lectura y la experiencia moldearon mi forma de observar este mundo, cambiando de
perspectiva sin contradecir mi esencia ni pasión lectora, aceptando la sana y necesaria evolución de rectificar mis sensaciones eternas…
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