Habla para que yo te conozca
Sócrates – Filósofo griego.
Se solía recurrir a una diversidad de
vocablos o registros para hablar, todos dependiendo del interlocutor,
circunstancias o ambiente donde se desarrollaba una conversación. Teníamos la
facilidad de adaptar nuestro vocabulario al entorno y lo hacíamos como cuando se
cambia la marcha del coche o se pedalea en una bicicleta: automáticamente. No
era lo mismo dirigirse a un jefe, padre, amigo, extraño, vecino o abuelo. Y no
fingíamos ni hacíamos esfuerzos o concesiones. Podíamos no tener una cultura
desarrollada, pero si la capacidad de comprender que no todo lo dicho era para
todos o para todo momento. Eso ha cambiado y la palabra que se me viene a la
mente para graficar dicho cambio es… empobrecimiento.
El empobrecimiento del lenguaje ha
afectado rotundamente al empobrecimiento del pensamiento repercutiendo la
comunicación entre los hablantes. Se han debilitado los conceptos, se confunden
los términos, se usan muletillas -tal y cual, ya te contaré, y eso, pues eso, la
cosa esa, un esto- que vienen a reemplazar a un léxico que se desconoce, lo que
genera el problema de construcciones vacías, del uso permanente de la
vulgaridad y palabras comodín que sirven para todo pero no sirven para entender
nada -esa pava, ese tío, a la puta calle, que rollo, no te enrolles, que
chungo, mierda de tío, como está la peña, flipao, sabes, es muy guay, cagoendiez
– que en vez de hacernos sentir vacíos, parece darnos entidad, orgullo,
estatus. Ser mal hablado, no razonar ni construir pensamiento parece ser el
signo distintivo de este momento, lo que nos lleva a pensar que es la forma de
romper con los convencionalismos o hipocresía de nuestros antecesores.
Por qué hablar o expresarse mal parece
ser genuino. En los medios de comunicación se instaló el concepto de hablar mal
para ser cercano, para ser directo, para no ser hipócrita. Hablamos el lenguaje
de la gente, es el escudo utilizado de los que propagan estos virus, y la
palabra no es baladí, ya que el mal uso de la palabra y el razonamiento se han
vuelto contagiosos y han rebalsado el planeta de gente tan sincera y espontánea
que te raja a la “puta” cara sin que venga a cuento lo que se mente, aunque no
de esta forma porque desconocen el uso de la palabra. La gente ahora es moderna
al hablar extraditando el uso correcto de tantas palabras que ahora suenan
vetustas, reemplazándolas por procaces que suenen contundentes para poder
regodearse. En este bloque me he desquitado utilizando varias palabras
olvidadas, desperdiciadas o retiradas.
Por otro lado, abundan los
razonamientos falsos a los que pocos pueden reconocer o desenmascarar. Quizás
dicha carencia sea el reflejo de la incultura reinante, de esa mezquindad ideológica
que no es ideológica -se confunden conceptos todo el tiempo modificando la
precisión de una palabra- y solo es ignorancia. Desacreditamos la palabra, el
razonamiento, el dialogo fundado porque hemos olvidado o dejado de enseñar el
valor de la lógica del pensamiento. Al errar con la correcta acepción de una
palabra o concepto, creemos que hablar mal es enfrentar al elitista, aquel al
que sentimos partidario de una alta cultura y debemos confrontar porque es el
opresor o pensamiento de derechas; eso sí, lo rebaten sin argumentos y con las
reglas de la violencia o intolerancia, matizado por grageas cursis con
sentimentalismo certero a las que ostentosamente se denomina cultura de masas.
Esas reglas están protegidas por la manipulación, mentira, atajos, o el reduccionismo
entre complejo o sencillo, denominado progresismo.
Todo es un zasca -la vieja bofetada
verbal o si se quiere vulgar, pero de color sepia: chupate esa mandarina- y a todas horas. Porque nos hemos crecido y
opinamos de todo, sin fundamentos ni paciencia por investigar, aunque sea unos
minutos. Al reducir a la mínima expresión el vocabulario se simplifica
enormemente la realidad, la generalización de los modos nos ha vuelto toscos y
uniformes, por lo que la diversidad pregonada en todo discurso progresista es
una falacia: si pienso y luego si pienso distinto, te van a entrar a saco. Da
la sensación -y espero que sea así – que esa uniformidad proclamada es en sí,
un mero mecanismo de defensa producto de la inseguridad y miedo de no saber
opinar de manera clara y tajante. Claro está, que como se tergiversan los
conceptos, hoy ser tajante es ser contundente y para contundencia lo mejor es
el grito colectivo. Y ser claro, es solo ser chabacano o marrullero.
La vulgaridad solo ha permitido
descubrir la jerga anodina pero pedante, porque todos se contagian por
despegarse del buen hablar, meditar y razonar ya que la simpleza y zafiedad es hoy
admirable o deseable y no insufrible como yo lo siento. Vivimos una jerga que
es fruto de la exclusión, aunque la hemos incluido en nuestras formas de vida. Hablamos
como vivimos y debemos estar viviendo como el “orto”-permitido el desliz para
demostrar lo fácil que irrumpe el lenguaje dominante como foco de infección-,
parafraseando el empobrecimiento de la visión de la realidad, dándole la
espalda a las Humanidades en el plano educativo por el contrasentido de ser más
humanos. La imitación ha gestado gente sincera, con o sin posibilidades de
formación, que perdieron o no les enseñaron el modo de decir las cosas, que se conforman
con alusiones vagas del tipo: “tú sabes lo que te quiero decir” o “tú ya me
entiendes” cuando en realidad solo sé que no sé nada…
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