“Aquellos que no lloran, no ven”
Víctor Hugo, en “Los miserables”.
Creo firmemente en las palabras y de
ahí surge mi error. Las palabras no son sabias, son palabras. Un idiota con
vocabulario no es un sabio por hilvanar buenas frases, solo es un idiota que
tiene buena labia. Pero no logro recordar cuando fue el día que le di tanto
peso a las palabras. En esa fecha comienza mi pesar. Son demasiados años
dándole validez a lo expresado, aconsejado, a lo leído, a lo juramentado. En el
camino no me di cuenta de que, más de una vez, relativicé gran parte de esos términos: hoy no
leería una sola página de la biblia, por ejemplo, un libro tan solo lleno de
palabras. Observen si no a los practicantes, feligreses, súbditos o devotos y vean
si no es cierta aquella máxima de haz lo que te digo, pero no lo que hago.
Si un niño dice una palabrota nos
escandaliza o sonroja, pero también nos divierte. Mi abuelo -no los tuve- o
padres me reprendían, hoy un padre se descojona más que le ofende. Está el que
dice que no entiende porque su hijo es un histérico, mientras él o ella te
cuentan con creciente agitación uno por uno los avatares anodinos que cree que
se le presentan solamente a él o ella en la vida, pero lo cuenta como si fueran
puro drama. El niño repetirá con inocencia lo dicho, sabe que por ahí hay algo
que produce ruido. Y en esa repetición se forjará la personalidad de cada uno,
ya sea en la repetición o en el no hacer algo. La personalidad no la marca solo
el hacer, tantas veces somos consecuencias del no accionar o del miedo a realizar.
Y también está la pasividad. Somos la concatenación de lo que somos, hicimos o
no pudimos hacer o ser.
Lo que yo diga va a misa es una frase
que quiere encerrar que lo que se dice es absolutamente cierto y que no hay
discusión alguna. Debe ser tenido en cuenta sin más, pero lamentablemente
vuelvo a un tema que deberé tratar y me resisto -por no herir susceptibilidades
de los míos – en una misa se suele ver mucho hipócrita y mentiroso, comenzando
a veces por el que viste de sotana. Pero eso será para otra entrada, cuando me
anime a enfrentar a esa enorme cofradía de dobles raseros. Pero regresando a la
frase, si alguien te dice que lo que dice va a misa, es que sanseacabó. Parece
transmitir la certeza y la contundencia que no permite replica. Y te reprimes.
Un hombre no llora es otra de las
grandes frases instaladas en bastantes sociedades. Llorar es cosa de niñas es
el agregado dicho con esa agresividad o saña que no permite siquiera una
lagrima de compasión. Permítanme intentar librarme del peso de estas palabras
por un instante: y una mierda no llora. Y antes que sobrevengan las palabras de
la trova del feminismo militante que hablará del patriarcado, no me importa
quien la dijo primero. Importa que hemos crecido con esa consigna, un
hombrecito no llora. Y es un eslogan que agobia tanto, que te dan ganas de
llorar ahí mismo. En el contexto de esa frase, llorar es una afrenta a la
masculinidad y tantas veces es una señal profunda que el portador de lágrima
fácil u ocasional es presa factible para los depredadores de la sociedad,
porque llorar es un valor a la baja y una invitación a la emboscada, a dejarte
con las mejillas húmedas y el culo al aire.
Llorar está mal visto. Una sola vez he
visto llorar a mi padre. Tampoco puedo llamar llorar a derramar un par de
lágrimas. Él nunca me dijo esa frase, tampoco mi madre. Tal vez alguna maestra,
doctor o vecino, pero caló hondo en mi dogma de vida. ¿Qué sucede si ves a un
jefe o jefa -otra señal de hartazgo esto de tener que explicar que no se trata
de sexos sino de una palabra que encierra a todos- llorando?: Que para algunos
pierde credibilidad. Pero estamos los que sentimos empatía o nos hace sentir
más cercanos con ese rotulo distante que quiso imprimir la palabra jefe o jefa.
Pero prevalece el síntoma de debilidad, un líder no llora, por ende, a ese jefe
le quedará poca vida. Otro tópico de la poca veracidad de las palabras
determina que esa persona en vez de llorar debería afrontar esa dificultad o
presión, como Dios manda (cuanta palabra a erradicar), en la barra de un bar
con la compañía de una bebida al tono, digamos el wiski y el silencio cómplice
y respetuoso del camarero: los duros del bar.
Llorar es perder la compostura,
entonces es imperdonable. Llorar es aconsejable según los médicos, pero ¿por
qué se necesita un aval médico? Algunos dicen que los niños lloran cuando se
caen, cuando tienen hambre o sueño, cuando se quedan solos, cuando son
caprichosos, cuando son consentidos, cuando te quieren manipular, cuando te
quieren. En cambio, el adulto llora por una angustia, ausencia o dolor moral. ¿Se
puede generalizar esta clasificación? Llorar tampoco es que sea gritar a moco
tendido. Se puede llorar discretamente, liberando solamente lágrimas. Aunque
más de una vez me han sorprendido aullidos que camuflaban mis lágrimas. ¿Perdí
la compostura por esos bramidos? No, tal vez solo me quite una angustia o dolor
de encima.
Ya sea para expresa un malestar o
dolor, duelo, traumas, estado emocional con inquietudes intensas como la
alegría o la tristeza, por impotencia o indefensión, por rendición o vulnerabilidad
o por los diversos motivos que se puedan analizar, la gente llora. Tanto el
motivo como el origen del llanto se puede encontrar en diversas teorías en una
web saturada. Pero el poder explicar porque uno llora o ha dejado de llorar no
tiene material en abundancia que nos permita encontrar una respuesta lógica, filosófica
o pragmática. No importa si hace bien o mal llorar, si son buenas las lágrimas,
si descomprime el llanto, si es una manera de comunicar, influenciar o manipular.
Lo que interesa conocer es porque hay gente que tiene angustia, crisis o
impotencia. Y porque relacionamos el llorar con debilidad, ya que me da la
sensación de que poder llorar blinda de fortaleza a la persona que puede
expresar esa emoción. En ese sentido, soy un llorón.
Últimamente no he llorado. No lo
extraño ni me pesa, pero sé que algo me sucede. Me siento triste y abrumado, pero
no nostálgico. Hago balances que no necesito presentar, pero los hago todo el
tiempo. Y me dan a pérdida. Me siento atrapado en una crisis que no se
solucionará llorando, pero una lágrima me permitiría reconducir mi rumbo, darme
una idea o algún rastro. No lloro y eso va al cajón de sastre de otro remanido
tópico: ¿y qué importa? Importa y mucho porque llorar no me resquebraja, porque
me hace más persona, porque mi racionalidad no se sostiene solo con palabras
-le sigo dando una importancia suprema- y porque mi diagnóstico de tristeza o
tenue depresión -una palabra que siempre me enojó y ahora necesito aceptarla
para convivir con mi aflicción- necesita aliviar un dolor interno que debo
exteriorizar para saber que me sucede. El día que mi viejo lloró dos lágrimas
se podría haber derrumbado toda mi estructura como si fueran los clarines del
apocalipsis. No ha sucedido eso, entendí que era fuerte, aunque débil por no
llorar a sus anchas la pérdida de su madre. Pero ese era mi criterio, no el de
él. Y aprendí a querer a cada uno con sus criterios, aunque no los comparta. No
soy de lagrima fácil pero tampoco las escondo. Llorar quizás es revelarse y no
tanto rebelarse. Lo estoy comenzando a razonar en terapia cuando tengo que
analizar la pregunta ¿qué quieres ser en lo que te resta de vida? Siempre ha
sido un interrogante sin respuesta, complicado porque siempre debo dar
respuestas. Igual lo encaro, hablo de esto y de aquello y de repente me veo
recogiendo un pañuelo de papel que siempre acompaña una consulta de psicología.
Estoy llorando, trato de liberarme del valor absurdo de las palabras y espero
que esas dos lágrimas me lleven a mejor puerto…
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