“El bienestar de las personas, en particular, ha sido siempre la
coartada de los tiranos, y ofrece además la ventaja de dar a los sirvientes de
la tiranía una buena conciencia”.
Albert Camus.
La desigualdad continua su crecimiento
disparando el desequilibrio y los niveles de pobreza. Por un lado, el constante
desarrollo tecnológico nos plantea un enorme conflicto, ya que cada día se
hacen menos necesarios todos aquellos trabajadores no calificados, lo que lleva
a que se pierdan más empleos y los que lo conservan, lleven años con salarios
estancados; los que se incorporan al mercado laboral lo hacen con nóminas cada
vez más limitadas, en prestaciones y beneficios. A esto le añadimos los efectos
de la globalización, que nos presenta un nuevo hecho inaudito: la eficiencia
electrónica permite gestionar y supervisar a los trabajadores a distancia, por
lo que los empleados en los países en desarrollo o subdesarrollo son dirigidos
por directivos en los países desarrollados. Somos prescindibles y estamos
perdiendo aquel concepto que prometía el “estado de bienestar” por la falta de
cohesión social.
Existe una sensación concreta de que
el concepto de estado de bienestar toca a su fin. Son tantas las
interpretaciones de este pensamiento que temo equivocarme en este desarrollo.
Pero para los ciudadanos de a pie, esos que no entendemos todas las
definiciones que suenan más a macro que a micro, parecemos creer que el estado
de bienestar responde a un eterno paternalismo en aras de la equidad del Estado,
basado en una idea donde todos los individuos tienen derecho a consumir ciertas
cantidades mínimas de determinados bienes. Y es un concepto tan cambiante y
subjetivo que el propio estado paternalista, a través de sus voceros
institucionales llegan a advertirnos, cuando la situación se complica, que
hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades, como si hubiera
sido una prerrogativa de abuso que toda la población fraguó.
En todo caso, el estado de bienestar
no ha logrado nunca la solución definitiva de los problemas sociales. El
sentido de la convivencia en un mundo superpoblado se prevé difícil de
sostener: la solidaridad es una idea en discusión y el egoísmo de la
interpretación lleva a dudar si el concepto ideado por Beatrice y Sidney Webb
allá por 1895, hoy presenta el mismo significado: combinación entre democracia,
bienestar social y capitalismo. La insolidaridad que se manifiesta en aumento
ha generado un auge de un populismo que más que unir o no usar fronteras, nos
recuerda a cada paso que queremos un mundo pequeño, donde cada uno estar a
salvo de los problemas del otro. Este concepto que el problema me lo genera
otro va, en definitiva, contra la concepción del concepto de estado de
bienestar.
Tal vez no esté agotado o en crisis
terminal, sino que está en crisis el modelo de sociedad sobre la que se fundó
el concepto de estado de bienestar. La revolución de las pensiones se
sustentaba sobre trabajadores que ingresaban al mercado laboral a los veinte
años y cotizaban durante más de cuarenta años y tenían una esperanza de vida
menor que la existe hoy (80 años promedio) lo que equivalía a cobrar poco
tiempo la pensión. En algunos casos, la jubilación fue reemplazada por
prejubilación que los trabajadores aceptaron encantados, topándose el sistema
con una realidad impensada: un trabajador puede cotizar cerca de cuarenta años
y cobrar la pensión otros cuarenta. Si lo sumamos a la poca tasa de nacimiento
y, sobre todo, a que hoy son pocos los que pueden cotizar durante cuarenta
años, lo que cambió es el modelo social. Y se lo trata de sostener con las
mismas bases del siglo pasado.
Exigimos Estados fuertes con un mínimo
aporte societario. Los problemas de inseguridad e injusticia deben ser
resueltos desde el Estado, al que ahogamos con millones de subsidios
solicitados y que buscamos las formas de hacerlos eternos. Tenemos pleno
conocimiento de nuestros derechos, pero somos inconscientes a la hora de
razonar como los Estados se pueden hacer cargo de forma mecánica cuando vamos
tergiversando las leyes para saltear las defensas de las conquistas sociales
por el mantenimiento de privilegios de sectores específicos, quienes suelen ser
los primeros en argumentar el tópico de la injusticia de sostener con su
esfuerzo la inoperancia de un sistema público ineficiente. Somos infantiles en
un juego de policías contra ladrones, sin saber bien cuando somos policías o
cuando robamos. Del Estado soy yo pasamos al Estado debe ser el otro.
Todos estamos enfadados, manifestamos
constantemente nuestra indignación. Regresan las ideologías cerradas, volvemos
a creer en las diferencias entre razas o pueblos. Sufrimos un estancamiento en
todos los órdenes. La desigualdad corroe el sistema, pero solo lo manifestamos
cuando la desigualdad nos perjudica. No se trata de analizar el concepto de
bienestar desde una concepción económica, de políticas públicas, de libre
mercado, burocracia, neo liberal, de Karl Marx, de proteccionismo o de una óptica keynesiana.
Charles Dickens opinaba a través de “David Copperfield” que la diferencia entre
la felicidad y la miseria residía en no gastar sistemáticamente más que lo que
ingresa. La creación de su novela más emblemática marcó un quiebre en su
desarrollo, abandonando su condición de joven. Tal vez el secreto nos lo de un
autor de leyenda, donde su posición de observador que madura hizo que su
objetividad se convirtiera para un lector en la objetividad más pura. Pero a
todos nos encantan las diatribas, los discursos con mucha letra y poco
contenido y creer que el bienestar es tan solo un derecho a adquirir…
Algunas personas mueren y otras solo desaparecen. En 1870 murió Dickens pero sigue estando aquí, solo que no lo vemos. Alguna frase más:
“La caridad comienza en mi casa y la
justicia en la puerta siguiente”.
“Cada fracaso nos enseña algo que
necesitamos aprender”.
“La verdadera grandeza consiste en
hacer que todos se sientan grandes”.
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