“No tiene ningún
enemigo en este mundo, y ninguno de sus amigos lo quiere”.
Oscar Wilde sobre
George Bernard Shaw
Si bien se profundiza hoy en día en
exceso lo políticamente correcto sobre lo que decir y como decirlo, se trata de
una práctica que siempre ha de superar los límites de lo que se puede expresar.
Se puede ser simplemente vulgar, fuera de contexto y soez, e igual de efectivo,
o se puede disponer de un arte o estilo para deslizar bajezas o ruindades y ser
distinguido por mantener originalidad, creatividad, agudeza y repentización a
la hora de descargar un insulto sobre la otra persona. Por qué el insulto no
deja de ser un arma de agresión masiva, pero si surge producto de tener
maneras, tantas veces suena como palabras sensatas y de calidad, aunque desmesuradas.
Pero se insulta en exceso, amparado en
la vulgaridad, y sobre todo en la ostentación de dicha trivialidad. Y ya no se
insulta ante el exabrupto o irrupción de furia, se insulta en el simple hablar,
porque vamos de la puta calle a un puto maestro o un perro de mierda sin venir
a cuento, sin estar siendo agresivo al momento de calificar. Parece ser que no
se dan cuenta de la vulgaridad, no disponen de una paleta de sinónimos para
expresar correctamente las cosas que no revisten agresividad. Y por sobre todo,
se extinguió definitivamente entre parte de nuestras sociedades, aquellos
momentos particulares donde, solo en un ámbito de excesiva confianza, de poder expresarse
de manera zafia. El adjetivo peyorativo no tiene filtro, da lo mismo dirigirse
a su médico de cabecera, abuelo o persona de respeto. No hay modo de hacerle
ver que no es necesario decir todo el tiempo la palabra puta, subnormal o
mierda.
El insulto se deja caer a las primeras
de cambio. No hay manera de sostener una discusión civilizada, tal vez la escasez
de razonamientos obliga a sofocar el mal momento de una controversia dialéctica
con el pronto agravio. Desacreditar parece ser el contra replicar de estos
tiempos, si uno tiene una manera de pensar concreta, lo mejor para reprimirlo
es buscarle las cosquillas en sus formas o modos, porque resulta contundente
definir sexualmente al oponente para dirimir cualquier consulta, que antes
podría ser filosófica. En estos tiempos causa gracia un improperio relativo a
una sexualidad, que una condena sobre línea de pensamiento. Los extremos se han
acortado, la vulgaridad es la reina de la expresión.
“Eres un tumor, una llaga que supura,
una úlcera inflamada en mi sangre corrompida”, se desboca el Rey Lear a la hora
de insultar a su hija Goneril. Shakespeare logró graficar en sus trabajos esa
tendencia natural de insultar a los semejantes. “Me arrepiento de los tediosos
minutos que he pasado contigo”, lo dicho en “El sueño de una noche de verano”
demuestra que a William Shakespeare el insultar iba en gracia con su depurada
prosa. El Bardo de Avon cambió la forma de narrar historias, contribuyendo con
dramas inmortales y memorables. La pasión no falta en el desarrollo de esos míticos
personajes, por ende, el odio y el desdén han permitido la irrupción de
ocurrencias mordaces que permitían definirlo como un insultador elegante, tal
lo reflejado en “Mucho ruido y pocas nueces” con “Tu rostro es como febrero,
lleno de escarcha, tormentas y nubosidad”.
Y Shakespeare no fue el único faltón
dentro del espectro literario. Quevedo, Góngora, Cervantes, Jacinto Benavente,
Camilo Cela, Arturo Pérez Reverte y algunos binomios que se crujieron a
insultos cuan más inteligentes o rebuscados, tal los casos de Cervantes con
Lope de Vega, Salvador de Madariaga y Ortega y Gasset, José de Echegaray y
Ramón del Valle Inclán o la disputa entre Roberto Bolaño e Isabel Allende, que
llevó al escritor de Los detectives salvajes a definir a la de La casa de los espíritus
como una simple escribidora. Para los argentinos y tal vez a buena parte de América, comprobar que para el padre del aula, Domingo Faustino Sarmiento, era una obligación casi ética no ser vulgar ni reiterativo a la hora de insultar o defenestrar rivales con la
fina dialéctica. Para él, la vulgaridad nunca guardaba relación con un insulto.
Y Jorge Luis Borges, otro maestro en el arte de proferir afrentas metafóricas,
destacó entre tantas con aquella anécdota que menta: siendo ya ciego, un joven
se ofrece a ayudar a cruzar la avenida Nueve de Julio. En la mitad del
trayecto, el joven intenta picar al escritor al anunciar “disculpe maestro,
pero le tengo que decir… que yo soy peronista, a lo que Borges respondió con
naturalidad y aún aferrado al brazo gentil que le ofrecía con un “¡No se
preocupe!, yo también soy ciego”.
Los insultos de calidad en el ámbito
literario han destacado casi como aforismos eternos en nuestra memoria. En el
reino de las letras se puede estar de acuerdo o no entre las rivalidades
literarias, pero no deja de ser una distracción masiva para tantos lectores, producto
de la perfección y gracia de las ponzoñas desarrolladas. «Cada
palabra que escribe es una mentira, incluyendo los “y” y los “el” y “las”», la genial diatriba que McCarthy le
dedicó a Lilian Hellman destacó, sobre todo, por ser un pensamiento razonado en
base a la economía de palabras y la calidad de las mismas. O este otro botón
como muestra, la opinión despectiva de Virginia Woolf sobre la obra cumbre de
James Joyce: “Ulises es el esfuerzo de un estudiante asqueroso reventándose los
granos”, donde la armonía en despreciar no permite hacer sombra a otra de las
obras que modificó la manera de practicar la ficción literaria.
El insulto literario parece haberse
agotado en el tiempo. Ese arrebato de furia que nos invade al momento de
desprestigiar a alguien no deja ya paso a una refinada y contundente metáfora.
El insulto pierde su fuerza al ser vulgar, y la vulgaridad es parte vital del
signo de estos tiempos. La proliferación de espacios y foros virtuales destinados
a generar opinión nos ha logrado emparejar hacia abajo. La creatividad parece
limitarse al insulto rastrero y basto. La posibilidad del anonimato o al uso de
avatares para esconder la verdadera identidad libera al vulgar de la presión de
defender su buen nombre. El insulto fácil parece tener la dinámica de un
oficio, que ha perdido la riqueza de las formas, reducida la abundancia del
vocabulario y, para colmo de males, el aumento de lenguas lacerantes.
Es difícil construir sociedades sobre cimientos
de desprecio e insulto permanente. Estamos perdiendo el respeto hasta a nuestra
propia imagen. Desacreditamos al otro con palabras peyorativas que refieren a
la condición social o enfermedades o disfunciones. Y las hemos
institucionalizado e integrado a nuestro hablar “normal”. Ya no hablamos del
insulto como una manera de descargar la ira o indignación en un momento
determinado. Lo hemos establecido como una normal presencia violenta de
amedrentar, coaccionar o dañar a la persona que puede pensar distinto, más allá
de que tenga o no razón en sus razonamientos. La descalificación por el hecho de descalificar, en definitiva, no es más que un insulto a la inteligencia…
"Tenía una mente tan perfecta que ninguna idea podía profanarla"
T.S. Elliot sobre Henry James
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