“Lo peor es cuando has terminado un
capítulo y la máquina de escribir no aplaude”.
Orson Wells
La adaptación equilibrada e
ininterrumpida que hacemos de las nuevas tecnologías nos llevan a olvidar
pronto, viejas costumbres. De repente, alguna mención vintage nos devuelve la
imagen de un instrumento que ha sido esencial para la comunicación y educación,
convirtiéndose, digamos que, a partir del tercer año de la vieja educación
secundaria, en algo esencial para el cumplimiento de actividades. Antes de
continuar, debo hacer una aclaración: si el lector tiene, menos de veinticinco
años, seguramente no la habrá utilizado ni le interesará leerme. Si tiene poco
más de esa edad, y estudió comercial o perito mercantil, guardará buenos recuerdos
de una asignatura donde este artefacto fue la estrella: la máquina de escribir
portátil o mecánica.
El dedo meñique de la mano izquierda
descansaba sobre la letra a; el de la derecha, sobre la ñ; el anular izquierdo
sobre la s, y el derecho sobre la l; el dedo corazón en la izquierda reposaba
sobre la d, mientras que el derecho aguardaba sobre la k; el índice izquierdo
descansaba sobre la letra f y el derecho se apoyaba presto sobre la j; mientras
tanto, los dos pulgares, que cumplían una función esencial aunque no lo
pareciera, se apoyaban sobre la barra espaciadora; así las premisas esenciales
hasta que comenzara el baile arriba y abajo sonoro sobre todas las piezas, y
como una especie de milagro, los dedos daban forma armoniosa a un claro
vocabulario -al principio con tropiezos- que a los quince años no llegábamos a
valorar: el de la velocidad de la palabra escrita.
La técnica que practicamos las
primeras semanas del primer año de mecanografía, se limitaba al cartón comprado
en la librería que podría llamarse teclado universal QWERTY. Todavía aguardaba
la sala de máquinas, era momento de teoría y de movimiento de dedos sobre la
hoja con el teclado impreso. El desplazamiento de los dedos sobre las distintas
variables parecía perfectamente diseñado, aún con pereza mecánica se podía
alcanzar cada una de las teclas minimizando la distancia entre cada una de ellas.
Luego de los primeros días, debíamos mecanizar el movimiento sin mirar el
teclado, y para confirmar que nuestros dedos no reposaban en tecla errada,
tanto la letra j como la letra f disponían en la base de una pequeña marca con
forma de guion que, al colocar el dedo índice, debíamos notar para confirmar la
correcta colocación. En el teclado del ordenador, se puede distinguir ambas
marcas ya que el sistema continúa estandarizado a pesar del avance tecnológico,
y quizás muchos jóvenes de hoy desconozcan su aportación.
No todos aprendíamos al mismo nivel,
la pericia en la colocación de las manos y la flexibilidad de movimientos se definían
esenciales para plasmar coherencia textual sobre un papel tras el golpe de las
teclas. La sala de máquinas estaba en la primera planta, sobre un costado. Los
primeros días de práctica el sonido global no era de armonía, más bien golpeos
esporádicos, salvo esos dos o tres alumnos, o que bien conocían el estilo de
antemano, o traían consigo el arte de sentir que el escribir a máquina era lo
suyo aún antes de saberlo. Supongo que ese ruido coherente estimuló mis deseos
de progresar en esa hora donde, el estar lejos de nuestra aula rutinaria, nos
permitía sentir la inminencia de aquel mundo que nuestra adolescencia nos dejaba
ver de tanto en tanto: el de los adultos.
No se trataba solo del buen uso de los
dedos. La postura corporal y la concentración era otros principios básicos. La
espalda recta bien apoyada sobre el respaldo de la silla, los brazos pegados al
cuerpo con los codos practicando un ángulo recto, las piernas apoyadas a lo
largo del asiento y los pies haciendo reposo bien plantados en el suelo fueron duras
lecciones para el flaco desgarbado -y desordenado físicamente- que se suponía que
era, previo a tocar las teclas, donde el lento andar de nuestro profesor por la
línea de máquinas se detenía a cada paso para marcar, remarcar, volver a
remarcar y remediar algún defecto postural lo más rápido posible. Y la concentración
-un talento que parece hoy en día en desuso- permitía conseguir a la brevedad
el automatismo de poner cada dedo en la tecla correspondiente en la segunda
fila, para el suponer si la tecla que a priori pensamos que estábamos pulsando
mostrara en el papel que se trataba de la tecla correcta. Habría que sumarle la
paciencia, la constancia y la voluntad para acceder a esa práctica de dos horas
semanales, todos estos dotes deberían seguir siendo esenciales en la educación,
pero constancia y voluntad a veces parecen atributos de post grado.
Lo monótono que resultaban las
primeras prácticas: líneas completas con cada letra, la combinación con
variantes repetidas de, por ejemplo, repeticiones del tipo asdsa, asdsa, asdsa,
asdsa, para pasar al mnbv, mnbv, mnbv, mnbv así durante cuarenta minutos, para
el terminar observar con curiosidad, entusiasmo, tedio, frustración o
tranquilidad que esos garabatos poco precisos respondían a la consigna. Eso te
permitía suponer que era casi casi como escribir una página continuada de un
texto secuenciado y lógico. La ansiedad en mi caso a mejorar era el no observar
el papel al instante del tipeado, práctica que no logre a pleno, porque quizás parte
de mi naturaleza es querer observar mis errores al instante, lo que no me ha
permitido llegar a la velocidad máxima (sesenta caracteres por minuto al
terminar el quinto año) aun sabiendo que perdía decimas vitales en esa mirada
de soslayo. Debo reconocer que es una característica vital en mi vida, de tanto
observar falencias o posibles errores, pierdo tiempo esencial en la experiencia
de vivir, el error no es fracaso, tal vez una forma de fracaso es no permitirse
el error.
En una segunda fase de nuestra evolución
dactilográfica se incorporaba la revista Selecciones del Reader`s Digest. El
profesor de mecanografía nos instaba a comprar la edición del mes de abril, que
nos acompañaría durante todo el ciclo lectivo, y siempre a nuestra izquierda,
sus textos nos permitirían adquirir poco a poco velocidad, intentando arañar los
objetivos del trimestre, una cantidad equis de palabras por minuto. El vigilado
accionar de nuestro profesor, que, a su paso por las distintas filas de alumnos,
comprobaba que estuviéramos sentados derechos pero cómodos, utilizando los diez
dedos para teclear y sin mirar el teclado, donde el repiqueteo de treinta
aparatos estimulaba el andar de esa tercera hora del día lunes y quinta del día
miércoles, coronando el espacio de esa asignatura con los diez minutos finales
donde practicábamos velocidad. El grito de basta del profesor a veces no
evitaba dos o tres tecleos más para terminar una palabra y sumar un carácter
más a nuestro objetivo de mecanógrafos.
Los jóvenes de hoy están muy
acostumbrados a los teclados de ordenadores y del teléfono móvil. Pero solo
aspiran a obtener velocidad en el arte de escribir apenas con dos dedos. Pocos se
ejercitan como mecanógrafos y las técnicas son otras, pero velocidad y precisión
se echan en falta. Con el paso de los años se pierde velocidad por la falta de
uso -hoy podría estar en las cuarenta palabras por minuto, con seis dedos de
uso y la vista pegada al teclado del portátil, pero extraño los dedos cargados
de tinta al tener que destrabar varias teclas golpeadas a la vez de aquellas
viejas tortugas Olivetti o Remington, con las que comencé a reproducir esas
anodinas notas del Selecciones del Reader`s Digest que, con el paso de los
trimestres hasta parecían interesantes. La campanilla que, al sonar, te avisaba
que te quedaban diez caracteres antes del salto de renglón y aquel movimiento
mecánico para que el carro bajara a la línea siguiente, todavía permanece en mi
recuerdo. Y si te fallaba el corrector de la cinta, siempre a mano el liquid
paper para adecentar la presentación de tu hoja.
No existe la revista Selecciones, casi
no hay máquinas portátiles para escribir, tengo más de treinta años de egresado
del colegio secundario, y el viejo arte del uso de los diez dedos parece
perdido. Durante un tiempo pensé que el uso del ordenador prolongaría aquella técnica
del teclado universal, pero la evolución que siempre es cíclica, parece
llevarnos nuevamente al tipeo con dos o cuatro dedos, lo que no es grave. Lo triste
es aquella disciplina y concentración que se ha ido perdiendo, y que sólo un
remalaje de un recuerdo me devuelva esporádicamente la exquisita sensación de quitar
mi maquina portátil de su funda, volver a retirar el tapa teclas, abrir la
tecla de soporte del papel que estaba detrás del rodillo para meter una hoja en
blanco, ajustar los márgenes, girar el rodillo para centrar la hoja y esperar
la orden del profesor Ferreres, que nos exigía reproducir con nitidez aquel
artículo que tarde o temprano, me acercaría a esta literatura de quizás seis
dedos, pero de una fidelidad agradecida…
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