Franz Kafka
Existir es en esencia resistir. Para ello contamos con una poderosa arma, que es la creatividad. Qué mezclada en proporciones con la constancia y determinación, nos permite moldear nuestra mejor forma en ese desierto que es la vida, que tantas veces logramos convertir en un vergel. Resistir es una indudable manera de ser, el movimiento por excelencia de la naturaleza humana. No solo resistimos como queja o manifiesto, también lo hacemos para perdurar, para seguir sintiendo la vida en nuestras almas, y en el proceso, sufrimos por la resistencia que implica la realidad que construyen las diversas generaciones, las de antes o las nuestras, en este mapa que se va quebrando con el paso de la humanidad y llamamos planeta tierra.
Existir es en esencia resistir. Para ello contamos con una poderosa arma, que es la creatividad. Qué mezclada en proporciones con la constancia y determinación, nos permite moldear nuestra mejor forma en ese desierto que es la vida, que tantas veces logramos convertir en un vergel. Resistir es una indudable manera de ser, el movimiento por excelencia de la naturaleza humana. No solo resistimos como queja o manifiesto, también lo hacemos para perdurar, para seguir sintiendo la vida en nuestras almas, y en el proceso, sufrimos por la resistencia que implica la realidad que construyen las diversas generaciones, las de antes o las nuestras, en este mapa que se va quebrando con el paso de la humanidad y llamamos planeta tierra.
Resistir forma parte del legado que el
género humano hereda permanentemente. El ser humano es siempre un proyecto
inconcluso, aunque tantas veces nos asalta la duda de que está concluido
eternamente sin ninguna posibilidad de cambio alguno, como una especie de arte
acabado. Para poder existir, nos proyectamos continuamente en un movimiento
dinámico. Este activo motor evolutivo tantas veces nos confunde por su falta de
energía, si es que parece que nuestro destino permanece estancado, pasivo,
dominado por el inmovilismo que nos hace sufrir, dudar, cuestionar o sentir que
somos una causa perdida. En ese estatismo debe intervenir la resistencia, el
cambio de paradigma, la puerta a abrir por la creatividad, para proyectar un
camino de construcción, aunque en el proceso queden inacabados los caminos.
En una entrada reciente, la que
mencionaba a George Orwell, finalicé recordando que lo que siempre perdura, más
allá de cualquier maquillaje, son las cicatrices de la vida. Dichas heridas se
estilan ocultar, como si fuera indigno portarlas. En lo físico optamos por
disimularlas, negarlas o eliminarlas con cirugía estética; en lo psíquico,
intentamos que se evapore en algún rincón del inconsciente para que nunca más
fluya, ni condicione nuestro afán de felicidad; en lo material, escogemos el consumo
como la inevitable consecuencia de suplantar lo obsoleto o pasado de moda; en
lo histórico, intentamos obstinadamente en cambiar los hechos acontecidos. En
cualquier contexto, parece que renegamos de nuestro proceso siempre inconcluso,
alterando el verdadero arquetipo de la resistencia. Somos un material
continuamente pasado de moda, obsoleto por aburrimiento y por esa necesidad
impostada de que lo nuevo es continuo reemplazo de lo acontecido, como si estuviéramos
avergonzado del aburrimiento que determina el lento proceso de la evolución. Consumismo
se llama, dar la espalda a lo que somos o podemos ser, sería otra opción o
sinónimo.
Y es en estos tiempos donde la
resistencia no parece llevarnos a nada nuevo. Se resiste como queja, pero no
como dinámica de cambio. Se quiere el cambio hecho por el hecho de habernos
quejado. Militamos en el absurdo, con la patética convicción de estar rozando
el ridículo. Del mero disgusto no sobreviene la transformación. La esencia
humana continúa resquebrajándose, disfrazando un discurso ambiguo de progreso
por la necesidad momentánea de suplir nuestro aburrimiento. Nos resistimos a
reconocer que las adversidades nos hacen sentir como rotos, sin meditar que aún
conservamos la capacidad de generar alternativas. Nos dejamos dominar por el
concepto milenian, aunque no seamos de esa quinta. Los millennials son personas
que se adaptan rápidamente a los cambios, adaptados a una hiperconexión, una
necesidad de auto expresarse, relacionarse con la inmediatez y la constante búsqueda
de experiencias. La vida ha pegado un salto brutal desde los ochenta del pasado
siglo a esta parte, tan inhumana ha sido la evolución, que ha dejado a su paso,
generaciones abatidas o fuera del sistema, y a los que soportamos -porque ya no
sabemos resistir como concepto- esa transformación, nos dejó instalados en un
continuo síndrome de Peter Pan, donde la necesidad de eterna felicidad es una
quimera entre tanta impostura por demorar el necesario rito de quemar etapas o
acumular cicatrices.
Y en medio de tanta explosión de
adelantos tecnológicos, surgió la anorexia física y mental, las matanzas
escolares en el sueño americano que parece pesadilla, la toxicomanía como fenómeno
social, el recetario medico como medida para paliar la ansiedad o la
hiperactividad, el aburrimiento del centro comercial como mensaje incoherente
que moviliza, el tatuaje o el piercing como marketing para disfrazar o
aparentar con la propia imagen, la alcoholización extrema como búsqueda de la
inconsciencia disfrazada de búsqueda de nuevas experiencias, y el aislamiento
radical que nos quiere hacer ver que las fronteras mentales pueden ser
violentadas al mismo tiempo que pregonamos la tradición como diferencia
estatutaria. Una explosión de contradicción en estos nuevos tiempos de
resistencia.
Estos procesos precarios que se
esconden tras la irrefrenable dinámica tecnológica son denominados individuación,
y confunde los conceptos de egocentrismo o autoerotismo con la infinitud del
inconsciente, y se caracteriza por la tardanza en ingresar en la vida de tanto
ensueño, que demora o distrae el antiguo concepto de resistir para construir.
De tanto supuesto salto evolutivo hemos perdido la capacidad de resiliencia,
aquel que era un llamado a la protección, compensación o desafío. La pérdida de
la filosofía de restaurar lo que duele por comprar para disimular ponen más en
evidencia una técnica milenaria generada en Japón en el siglo XV denominada Kintsugi, que encierra una necesaria
esencia de restaurar o recuperar un objeto para que luzca más fuerte y conserve
el esplendor de su historia.
El kintsugi consiste en una técnica
artesanal que permite tomar una cerámica rota y -sin disimular sus fisuras-
recomponerla pegando y resaltando las uniones entre las partes con resina
espolvoreada en oro, lo que les ha permitido reconstruirse a través de las
fallas. Esta técnica pregona que las reparaciones forman parte de la historia
de un objeto, que deben mostrarse en lugar de ocultarse o reemplazarlas. En ese
proceso la cicatriz no lastima ni humilla, solo embellece al objeto resaltando
su transformación o resistencia y dotándola de experiencia y superación.
Las heridas del pasado adquieren una
nueva vida, valorando el peso de las cicatrices como metáfora de la resistencia
frente a las adversidades. El amor propio de superar infortunios nos hace gala
de ostentar carácter, y el proceso de secado del kintsugi es el factor
determinante, ya que la resina tarda entre semanas y meses en endurecerse,
garantizando su durabilidad. La cicatriz deja atrás la pulsión por agradar
desde la estética, permitiendo cautivar por el simple hecho de superarse a sí
mismo. Con el tiempo, la técnica del shogun Ashikaga Yoshimana fue descubierta
por los impostores de siempre, llevando a romper de exprofeso solo para
recomponer con el hilo de oro y aumentar así su valor, algo así como el arte
económico en crecimiento del recetario de ansiolíticos permanente para
disimular la impericia de saber escuchar y reconducir al dolorido. Pero lo que
debe perdurar es el concepto de que “la herida es el lugar por donde entra la
luz”, y donde duele el tropiezo más grande será el conocimiento recibido. Como
con el kintsugi, la resistencia es existir, y en ese camino, el incidente doloroso
puede ser como una alhaja para el sufriente o para sus seres cercanos, que
aprendan o se alerten de que el dolor ajeno puede remediar un propio mal que no
es necesario esconder ni reemplazar en el centro comercial más cercano, por más
gigas de almacenamiento que la tecnología ofrezca…
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