“La felicidad es ideal y utópica, es
obra de nuestra imaginación”.
El Marqués de Sade.
Hace poco un joven para graficar mi
escritura en este blog, lo definió con el contundente: “escribes largo, no hay
quien lo lea”. Lo que parecía una devastadora crítica, se convertía en la mejor
radiografía de mi obtusa práctica, la duración de mis contenidos. Y eso que me
he ido aggiornando, en el último año me estabilicé en las cuatro carillas Word por
entrada, bastante lejos de aquellas seis páginas de los primeros años. El
joven, que apenas lee, fue gráfico y certero, ya que el escribir largo parece
ser una forma de protesta a estos tiempos donde los contenidos deben ser lo más
reducidos posibles, y su utilización, apta para el aburrido copia y pega
masivo, donde todos acceden a la misma información, pero nadie la desarrolla ni
la cuestiona con razonamiento.
Soy de otra época. Si bien me he
adaptado plenamente a este 2.0 donde todo se edita y se comparte, mi educación
está basada en el siglo pasado, y eso es determinante. Sigo pensando que un
maestro es aquel que sabe transmitir con amor sus conocimientos. Sigo convencido
en que el saber se incorpora preguntando, oyendo o leyendo. Sigo renegando de
la vagancia de la comodidad tecnológica, que nos deja saber algo de todo, pero
en realidad, al raspar, sabemos poco de nada. No recuerdo ninguna arenga, pero
me ha quedado como máxima que un maestro aprende de los profesores que ha
tenido. Y yo tuve buenos profesores, aquella vieja estirpe algo olvidada, que
encaraba sus labores con dignidad, pero con pasión, aquel sentimiento
encontrado, que hoy buscamos en los culebrones o historias de amor desmedido, porque
lo que es pasión, parece ser un sentimiento devaluado o incomprendido de lo impracticado
hoy.
Parece rota la cadena de la tradición.
En estos tiempos parece no importar como se hacen las cosas, se haga bien o se
hagan mal parece dar lo mismo. Son tiempos políticamente correctos, es la era
del estado de bienestar, es el momento donde más se disimula que a nadie le
importa las obligaciones escudándose en los derechos, es la época de la falta
de convencimiento o pasión por transmitir. Todo parece efímero, a pesar de que,
como nunca, tenemos toda la información al alcance de una mano, de un click, de
una sola palabra en un buscador. Si se rompe la cadena de la tradición, es difícil
recuperarla. Sobre todo, a nivel de la masa, ya que individualmente, perduran especímenes
que resisten el desbastador paso del tiempo tecnológico, que hace que el saber
parezca que ocupa demasiado lugar y se descarte.
Leer cansa, y para muchos, mata. Si
no, no se puede explicar la fobia que conlleva abordar un libro sentado durante
más de una hora. La cercanía del móvil, los posibles wasaps pendientes de leer
y contestar, el mando de la teve y el ordenador y la Tablet tan cerca de
nuestra mano diestra, nos alejan cada vez más del papel y de la relajada
actividad lectora. La literatura sigue siendo vida, porque la literatura es
cultura. Los libros, según palabras de Frank Kafka, tiene que ser el hacha que
rompa el mar de hielo que llevamos dentro. Leer a veces educa, pero, sobre
todo, aclarando que es mi parecer, leer despierta la conciencia. Lo mismo
sucede con el escribir, y yo lo hago, aun cuando ya tengo claro que no aspiro a
sentirme escritor, y mucho menos, a sentir que soy decididamente culto. Cuanto
más leo, más me pregunto. Cuantas respuestas encuentro, más dudas habitan en mi
interior. Solo sé que no se nada, razonaba Sócrates, y como él, esto me
distingue de los demás filósofos, que creen saberlo todo, pero que no quieren
aprender de nadie.
Sigo insistiendo que, leyendo,
hablando, escribiendo, escuchando, es como se despiertan las conciencias y se
aclara la oscuridad que nos cubre. Pero ya no podemos recomendar a un niño la
lectura de Verne, Salgari, Twain, Stevenson, Dickens o Dumas, sin que nos
fulminen con el desprecio o indiferencia de sus miradas. Ni aconsejar la
lectura de Joyce, Tolstoi, Víctor Hugo, Shakespeare, Cervantes o Proust a un
adolescente. Debemos mirar con disimulado desprecio cuando las estadísticas de
hoy no se sonrojan al precisar que los jóvenes de hoy leen más que nunca,
porque el wasap o el Facebook no puedo considerarlo lectura ni cultura, sí
formadores de esta conflictiva conciencia social. Las redes sociales parecen
ser las antologías de estas épocas, contra los gustos actuales parece que no se
puede mediar.
Vivimos una temporada donde dicen que
se han despertado las conciencias ante las desigualdades o abusos, la sociedad
se sitúa en un diagnóstico que carga contra la divergencia, a pesar de pregonar
la necesidad de la diversidad. Somos contradictorios, nos alejamos de la
política por doctrinaria, pero le trasladamos aquella ideología que contenían las
religiones o políticas a este supuesto estado de libertad, donde el error se
castiga con la lapidación mediática o la marcha programada, o el escrache que
apedrea o intimida. Son tiempos donde están en la picota escritos de Nabokov o de
El Marqués de Sade. Hasta me parece absurdo encarar estas líneas de defensa a
sus trabajos literarios. Del polémico escritor francés, solo puedo recordar que
fue perseguido en pleno Siglo de las luces, por los seguidores del antiguo régimen,
como por los de la asamblea revolucionaria. Ninguno de los sistemas pudo
asimilarlo, no había término medio: podía parecer un espíritu libre o
revolucionario, a ser considerado un espíritu disoluto. En todo caso purgó en cárceles
o asilos mentales por delitos que no había cometido, solo los había escrito.
La escritura de El Márques de Sade
puede estar repleta de pensamientos atroces, pero es indiscutido que, como
pocos, o casi nadie, logró adentrarse en las profundidades de la compleja psiquis
humana, esa indescifrable maquinación de deseos o bajos instintos. Su
literatura aun nos recuerda que dentro del ser humano se alberga tantas veces
lo gris de las almas, la irracional naturaleza de un animal que puede mostrar
su cara menos complaciente. Nadie llegó tan lejos en esa exploración de la
crueldad. De ahí que esa supuesta corrección políticamente correcta que hoy vivimos
nos puede alejar de la autenticidad que algunas letras profundizan, por el
simple hecho que las convulsas filosofías de estas mentes pueden contagiar a
estas masas que no razonan, sino que imitan.
En la misma situación se haya la
literatura de Nabokob. “Lolita” sigue siendo una novela, la palabra ficción
demuestra que ha ficcionado sobre lo que las palabras dicen y lo que realmente
cuentan. “Lolita” es una novela moral pero no moralista, no lo tiene que ser,
porque el ser humano es un hipócrita simulador que denuncia que el perverso
siempre es el otro, pero día a día nos sorprende cuando salta la perversión de
nuestro entorno. Habrá lectores que sufran su lectura, pero existirán los que
lo disfruten. El lapidar o condenar a Nabokob nunca esconderá la indescifrable
conciencia del ser humano. Si lo miramos desde este punto de vista, “Lolita” no
es un libro que debemos o no leer, sino que es un libro que nos lee a nosotros,
y sobre todo al moralista que, con el grito y la denuncia, tantas veces cubre
su doble moral. Prohibir amenaza la libertad, y todos tenemos la libertad de
leer o no a “Lolita”, y a pesar de no coincidir con los pensamientos o actos de
Humbert Humbert, poder precisar que la obra está magistralmente escrita, y que
Nabokob no inventó el abuso a menores, sino que profundizó algo que suele
quemar y al condenarlo, solo tratamos de esconder las heridas de pensamientos
que alguna vez nos queman. Si prohibimos es porque somos conscientes de la
falta de originalidad de las mentes de hoy, donde la gente por imitación coge lo
peor y solo imita las tonterías y le estimula el desorden, por la falta de
conciencia.
La literatura mata, siempre mató. Hoy mata
la supuesta pereza que da encarar una lectura de algo que supere la media
carilla, hoy asfixia reconocer que algunos al leer ficción están sintetizando
una supuesta realidad que no se quiere razonar, hoy nos envenena reconocer que
nuestros jóvenes a pesar de tener toda la información no saben ni pueden
reconocer su ignorancia. Pero en otros tiempos también se asfixió, envenenó, mató
o mandó a matar. Son pocas las revoluciones que se gestaron sin una lectura
previa, sin un libro ideario debajo de las axilas. Leer no nos hace mejores
personas: Mao, Guevara, Stalin, Hitler, entre otros, fueron precisos lectores. Leer
no siempre educa, pero siempre forma conciencias. Lo que posibilita que se
despierte la buena o mala conducta individual, que tantas veces se convierta en
colectiva. Por eso paro en esta cuarta carilla, porque sé que no se me leerá,
pero seguiré aplicando aquellas viejas lecciones de mis profesores que me
legaron la pasión por transmitir, aunque luego el hombre sea lo que puede o
quiera ser…
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