“Nadie es como el otro. Ni mejor ni
peor. Es otro. Y si dos están de acuerdo, es por un malentendido”.
Jean Paul Sartre.
Si bien existió una mayoría concebidos
con forma humana, se encontraba un interesante porcentaje representado como
mezcla de humanos y animales, sobre todo en los primeros tiempos de etapa
primitiva, donde la cacería era sustancial para poder alimentarse, creando una
vinculación orgánica con los animales entre íntima y esencial, hasta el punto
de ser simbolizados en las divinidades que siempre necesitó la especie para
poder afrontar las vicisitudes del planeta. El culto a los animales nos precede
desde lo más remoto de nuestros tiempos, y a día de hoy, solemos representar
algunas de nuestras más notorias falencias ayudándonos de esa especie de
mitología que han sido los dioses.
En todas las religiones antiguas los
animales han jugado un papel determinante como acompañantes o atributos
destacados de los dioses. También fueron decisivos en los momentos que se debía
tributar al dios para aplacar su ira como ofrenda en los sacrificios. Cuando
fueron objeto de culto, se divinizaron por tener capacidades que el hombre no
disponía, como el volar, nadar bajo el agua, correr a velocidad, sus mudas
anuales, etc. La mayoría de las culturas veneraron a ciertos animales como
preciado objeto de adoración. Esto habrá sido así hasta que el hombre se hizo
poderoso a través de la explotación de la tierra y la cría de animales,
relegando a las “bestias” a su condición de seres irracionales e inferiores, y
no como especie acompañante de este enorme ecosistema que debería ser el
planeta.
El sitio del agua en nuestro sistema
es esencial, ya que el agua como tal es vida. También desde antiguo, hemos reconocido
en este fluido el rasgo de la pureza, fertilidad, vitalidad y desarrollo. El
agua también estuvo presente en la mitología, el respeto que se le profesaba
era reverencial. Los romanos, por ejemplo, le asignaron un carácter sacro,
dotando a las fuentes, fontanas, acueductos o termas, de guardianes o tutela de
divinidades. También los ríos, manantiales o lagos fueron divinizados por los
romanos. El mar, asociado con calamidades o amenazas, eran consideradas
superficies misteriosas e insondables. La mitología dispuso de criaturas
maléficas que irrumpían de las profundidades poniendo en jaque a los marinos.
De hecho, los primeros marineros, para contrarrestar el respeto desmedido que
generaban esas aguas, y en procura de una navegación feliz, adornaban sus
barcas con el ojo de Osiris -dios de la fertilidad y regeneración del Nilo- o
la cara de un delfín. Si bien estas formas del agua continúan siendo un límite
para el hombre, la verdad es que han logrado surcar sus aguas con mayor
precisión y tecnología, perdiéndole en parte el respeto. Como con el caso de
los animales, las antiguas divinidades, han cedido paso a la divinidad del ser
superior, el ser irracional, el ser humano.
“Gracias, Guillermo del Toro,
recordaremos este año como el año en que los hombres la cagaron tanto que las
mujeres comenzaron a salir con anfibios”, fue uno de los chistes más celebrados
del presentador Jimmy Kimmel, en la última edición de los premios Oscar. Y
resulta que la película del director mexicano acaparó toda la atención -y sus
premios más determinantes: película y dirección- por la relación amorosa entre
lo humano y lo animal -o monstruoso-. La idea no es nueva, esta especie de
cuento de hadas nos ha puesto frente, no a la polémica si la película es justa
ganadora del premio, sino a varias cuestiones que dominan nuestra atención y se
dilatan sus soluciones: principalmente, el continuo mal trato que se dispensa a
lo diferente, a lo que no se clasifica como lo “convencional” de nuestra
especie, en un momento de mayor preocupación, ya que ese convencionalismo
parece ser lo que se está cargando silenciosamente la vida de nuestro común
planeta.
Decía en su obra Paul Michael Foucault,
que distinguía la fascinación por las zonas marginales de la sociedad. Para el
historiador y filósofo francés del siglo pasado, el monstruo es la excepción
por definición: un individuo peligroso que pone en jaque al resto de la
sociedad. El monstruo parece haber sido a media escala entre bestia y medio
hombre, como mixtura de sexos, donde el tema de la doble personalidad obsesionó
al ser humano desde el renacimiento. Para Foucault, la sociedad que los impuso
no estaba preparada para observar la anormalidad emergente de sí misma, y mucho
menos combinar lo imposible de lo prohibido. En el caso de “La forma del agua”,
Guillermo del Toro desarrolla la capacidad de la empatía entre lo imposible y
lo prohibido, con la imperiosa necesidad de encajar como alternativa, aunque
para ello haya que cambiar de recipiente. Para ello no reniega del estereotipo
del monstruo, pero nos ofrece personajes casi transparentes donde lo monstruoso
puede estar albergado en un espejo que resalta a la humanidad misma, y a los
diversos daños que genera.
En lo concerniente a la biosfera,
tenemos la profunda concepción -pero equivocada- de que el ser humano es el
dominador del planeta, dividiendo todo entre nosotros y el resto de lo
existente. Esta puede ser considerada la causa de casi todos nuestros errores,
desde que perdimos el respeto a la naturaleza, considerándola inferior a
nosotros. Se busca imponer una “nueva ética” que sería clave para una buena
educación ambiental: revisar nuestras relaciones y criterios para el uso y
reparto de los recursos, como condición indispensable para el desarrollo de
nuevas formas de relación con el mundo natural.
Y en cuanto a la relación entre los
seres humanos, esta película se detiene en retratar la incomunicación y
aislamiento al que nos vemos sometidos por nuestra violenta dominación por sobre
el resto. Tanto la palabra diferencia como diversidad llevan el prefijo “di”, que, en latín, tiene entre tantos significados, el de separación,
oposición, origen o procedencia y/o propagación. Si bien a estas dos palabras
las podríamos definir como sinónimas, en el uso cotidiano notamos que
diferencia significa distinción mientras que diversidad implica oposición. Y la
distinción que profesamos a la diferencia no suele ser positiva, hoy sobre todo
tendemos a castigar la diferencia, llamando a una obcecada uniformidad. Lo
mismo experimentamos con la oposición a la diverso, llegando a encasillar a los
grupos minoritarios como etnias o subgrupos que se distingue de la mayoría
dentro de un supuesto orden cultural. A la palabra minoría se le apareja una
connotación negativa.
La cinta nos muestra la agresividad o
crueldad que se desarrolla en la relación con los otros. Pero también muestra
el silencioso ejemplo que algunos utilizan para defender alternativas de
humanizar al diferente. Los protagonistas de esta inusitada historia de amor no
dicen una sola palabra y paradójicamente, son las voces de esas minorías que
quieren demostrar al mundo que no hay que gritar para manifestar el repudio
ante las injusticias que se sufren. No solo es esa voz de las minorías
oprimidas, también es el grito a la arrogancia que somete a los solitarios
seres invisibles que quizás no necesiten redención, sino conciencia de todos
para cambiar las cosas que necesitamos imperiosamente cambiar poder ser esos
seres racionales que tanto pregonamos.
La forma del agua intenta profundizar
sobre los pilares de nuestras sociedades modernas. Nos detenemos en el morbo de
comprobar que el anfibio y la muchacha muda han mantenido relaciones sexuales,
pero no nos conmueve en absoluto, la dolorosa resignación de un personaje
adulto homosexual sumiso y sumido ante el dolor de no poder experimentar afecto
u amor; y por otro lado, la otra vez magnífica interpretación de Octavia
Spencer, quien no claudica ese vigor que su presencia instala en las pantallas
ni aun sufriendo la peor de las indiferencias, la de un matrimonio desgastado
por el machismo y desafección. Lo que seguramente del Toro intenta manifestar
en el film es que detrás del supuesto monstruo anfibio se esconden los
monstruos de nuestra sociedad actual, que son reales y cotidianos, tan
cotidianos que están al alcance de cualquier mano. Este cuento de amor quizás
se distingue porque la mayoría habrá de ver un romance imposible entre la bella
y la bestia, y los que se aferran a la diversidad podrán constatar que no se
necesita ser bello para ser bello y tantas veces las bestias no viven romances
sino pulsiones enfermizas de poder. Al cuento de amor o alegoría de Guillermo
del Toro le supone una trasgresión moral, de un submundo que puede ser más
humano que la mayor parte de la humanidad. Y para cambiar se exigen
planteamientos donde el pensamiento y la acción se realimenten, tal como
siempre ha permitido la fuerza del agua en nuestros organismos vivos…
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