“Nuestra dificultad para encontrar las
formas de lucha adecuadas, ¿no proviene de que ignoramos en qué consiste el
poder?”
Paul-Michel Foucault
A través de una certeza cada vez más
contrastada, la impaciencia ha mermado las escasas esperanzas de luminosidad,
de cambio de paradigma. La impunidad reinante comienza con las declaraciones,
las campañas y mítines políticos derrochan promesas, porque creen que prometer
no empobrece. Nos han asqueado con el ideal revolucionario que nada altera. Tal
vez estemos viviendo un largo periodo de transición sometido por la
indiferencia y la incapacidad de llevar adelantes proyectos de naciones. Este
cambio de época puede durar medio siglo, uno, o más. En el mientras, son
nuestras vidas y proyectos los que se postergan. Casi todos los gobernantes
suelen recurrir a un ilimitado pedido de paciencia y esperanza para sortear
estos momentos plagados de errores, corrupción y populismo. ¿Cómo se puede
tener paciencia cuándo en el fondo, todos sabemos que estamos abonados al
fracaso?
Agotamos nuestras energías en suponer
quien debe ser el grupo de poder, élite o autoridad de una nación a la que
alinearlos. La historia se calca, alterada por los cambios de época, desarrollo
tecnológico o progresos, pero siempre ha sido que alguien movido por ambiciones
personales o el inevitable deseo o ansia de ver plasmadas las ideas sobre las que
ha teorizado, le lleva a contrastar su ideario dentro de la arena política. Y
la posibilidad de acierto o fracaso comienza su andadura. Se sostiene que
vivimos desde el último siglo en un estado anómico (faltas de normas o
capacidad de la estructura social de proveer a los individuos de lo necesario
para lograr las metas de la sociedad) lo que significa que es una fase
histórica nueva, donde nos cuesta percibir los continuos cambios que como
sociedad estamos generando. Las sociedades parecen ciegas, confusas y las
políticas desaparecidas.
Y hemos probado de todo. Y entre todos
los gustos, se puede asegurar que los intelectuales también han fracasado al
acercarse a los gobiernos. La inteligencia al servicio del poder tantas veces
dio paso a la manipulación, al considerar estadísticas a las personas, al
privilegiar teorías a la necesaria práctica, donde los conceptos importan más
que la vida real de los habitantes. Un intelectual o académico es peligroso
cuando cree, con vanidad, saberlo todo. Ahí es donde más rápido se ha
desmoronado, ya que olvidaron que accedieron al poder por su supuesta
inteligencia y su competencia. Así todo, somos varios los que nos cuesta
concebir a la política sin un proyecto intelectual, a pesar de los innumerables
ejemplos de intelectuales al servicio de las autocracias. Hemos presenciado
tantas veces la dualidad del idealista intelectual que se mete a política y
fracasa, pero le sucede lo mismo al político de carrera que se desespera por
intelectualizarse. Ambos terminaron siendo mezquinos y hasta patéticos. La
conclusión, duele decirlo, es que un porcentaje elevado de políticos o
aspirantes fracasan, sean o no intelectuales.
El intelectual suele elegir la verdad
como control del poder, mientras que el político quiere controlar el poder aun
a costa de la verdad. Pero los dos terminan mal, los primeros son represaliados
o exiliados y los segundos, traicionados u olvidados. El intelectual entregado
a la política no comprende que su posible éxito no depende de su inteligencia o
refinamiento, sino del aprovechamiento de las oportunidades. El éxito o fracaso
de un intelectual en el poder se deberá siempre a su correcta transformación en
político. Se deben resolver certezas, no postular idearios eternos. Y al
intelectual le suele perder el perder su capacidad crítica. La mayoría de las
cosas que suceden en política, merecen críticas. De ahí que la mejor posición
de un intelectual siempre haya sido estar alejado del político u gobernante,
porque su crítica y reflexión es la que mantiene su integridad.
El intelectual ha sido siempre el
personaje que ha escrito la historia, porque es capaz de interpretar las
imágenes presentes y pasadas. El intelectual está calificado para reflejar con
claridad las contradicciones de nuestros sistemas de vida, las injusticias
nunca desaparecen. Se duda o se defiende
la idea de que el intelectual no ha muerto en esta sociedad de hoy. Es de
considerar que el intelectual alejado del poder, aquel que cruza de acera para
mantener la saludable distancia que permite calibrar la justa crítica está
vigente, pero el problema puede ser que hoy la gente no quiera escucharle. El
discurso público y político está cada vez más empobrecido, sin algo parecido a
lo que podría denominarse control de calidad. Las mentiras políticas no son menos que antes, lo que sucede es que nuestra tolerancia es menor, lo que hace mayor la peligrosa indiferencia. Y es ahí donde el intelectual
parece extinguido, porque el deber del filósofo es el de vigilar e iluminar, y
hoy la vida pública parece dominada por un ámbito oscuro.
Los intelectuales en este promediar de
siglo deben repensar su rol. Cuestionar e interrogar el orden presente se debe
realizar con autonomía crítica y pensamiento disidente, y siempre alejados del
poder, en lo posible. Asumiendo que ha desaparecido aquel filosofo tradicional,
tal los casos de Orwell, Russel, Berlín, Ortega y Gasset, y esperando que los
nuevos se despeguen de ese rol de gerente de marketing de partidos políticos o
influencers de empresas, y volver a pensar con honestidad para actuar con
responsabilidad en la esfera política, que vendría a ser como no pecar de
demasiada política, sino más bien de demasiado poca…
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