“Si hubiera un Dios creo que sería
poco probable que tuviese tal vanidad de ponerse incómodo como para sentirse
ofendido por aquellos que dudan de su existencia.”
Bertrand Russell
Con la mera repetición de sus mejores
aforismos, esta entrada estaría bien cubierta. Activista, Premio Nobel y figura
pública de renombre en el Reino Unido, además fue “guardián de la educación”,
tal como el refería a los que entregaban su arte de enseñar en post de la
tríada que sostiene la formación: inteligencia, amor y valor. Pensador e
intelectual que recuerda en estos tiempos turbios en que vivimos que debemos
regresar a la fuente de la filosofía. Bertrand Arthur William Russell insistió
en vida en que su pensamiento sirviera en la práctica para mejorar la
existencia humana. Algunos, cuarenta y siete años luego de su muerte, intentan
reflotar a diario su ideario al menos para sostener a la raza humana.
“La historia del mundo es la suma de
aquello que hubiera sido evitable”, en boca de un internacionalista, en tiempos
donde las fronteras y el poder de los estados nacionales surgen a partir de la
segunda mitad del siglo XIX, suena a resignación. La nación fue considerada la
nueva religión cívica de los estados, como contrapeso a otras lealtades a las
que se aferraba el hombre: religión, etnia, clase social. El surgimiento de las
naciones trajo aparejado otro concepto divisorio, que hoy se mantiene y
profundiza dependiendo las crisis existentes: el de patria. La nacionalidad ha
tomado una dimensión tantas veces divisoria o clasista, mientras que Russell
siempre pregonó con un pensamiento rico, complejo y sobre todo constante, que
la educación política se debía sostener en los hombres libres, incluido el
pensamiento. La solución está en nosotros mismos, y de tan certera la
conclusión, seguimos sin poder solucionarlo.
La búsqueda permanente del “ciudadano
del universo” por sobre el “hombre instintivo” que vive atado a sus intereses
personales, definió filosóficamente la verdadera y necesaria libertad del
hombre. La filosofía es necesaria -en cualquier momento- por la grandeza de los
objetivos que se fijan, que priman más allá de la mezquindad -rasgo dominante
que busca solo dominar- de esa sociedad que Russell denominó como “instintiva”,
que está encerrada en sus problemas personales, y acaso pueda incluir el de
algunos familiares o amigos. Ante esta vía débil y limitada, se opone un
concepto de universalidad que no debe contemplar el enfrentamiento entre el
deseo y la trascendencia de querer. Mezquindad versus mundo interior libre y
sereno es el paradigma que debe sostener la contemplación filosófica. Hoy gana
la mezquindad.
“Me parece fundamentalmente deshonesto
y dañino para la integridad intelectual creer en algo sólo porque te beneficia
y no porque pienses que es verdad”, el rigor intelectual con que estudió el
pasado y presente de la civilización dotan aún hoy a sus pensamientos de
actualidad. “Cualquier esperanza de reconstrucción social ha de partir de la
educación, de una educación adecuada, como se ha cansado de mencionar, basada
en el nexo ideal de la educación del carácter y la educación de la inteligencia
que permite que “una moralidad verdaderamente robusta sólo pueda afirmarse por
el conocimiento completo de lo que ocurre realmente en el mundo”.
“El maestro debe amar a sus discípulos
más que a su Estado o a su Iglesia; de lo contrario, no será el maestro ideal.
Las cualidades del maestro son imprescindibles para el mantenimiento del
progreso. Y basa en la enseñanza de la verdad y en las evidencias de la
realidad, el pilar donde se debe sostener un pedagogo, mencionado tal vez con
exageración, como guardianes de la civilización. “La educación debe animar el
deseo de la verdad, no la convicción de que cierto credo particular es la
verdad”. Pregona el hecho de ser sinceros, sin apartarse de la honestidad
intelectual. Quizás esto explique el fracaso o la inexistencia en los tiempos
de corren del poder filosófico y la falta de alimento al espíritu. Y aquí surge
otro inconveniente generado por el hombre instintivo: Espíritu y no
religiosidad.
A lo largo del siglo pasado,
especialmente rico en descubrimientos científicos, se repitió una encuesta en
los años 1916 y 1996, donde se consultaba a los mismos científicos innovadores
si creían o no en Dios. Los resultados de ambas encuestas fueron casi calcados:
Un 40% cree en la existencia de Dios, un 45% son ateos y el 15% restante se
declara agnóstico. A pesar de los avances en el campo de la ciencia, el hombre
continúa creyendo en la existencia de algo sobrenatural. Podemos creer en el
avance tecnológico, en la electricidad, en la capacidad de implantar órganos, en
la mejora de la expectativa de vida (todos hechos contrastables) pero también
creemos en la Virgen María. A lo largo de todos estos siglos de existencia, un
agnóstico o no creyente debe justificar por qué “se apartó” del camino del
señor -si es que alguna vez lo transitó -, pero los creyentes siguen sin poder ni
querer justificar porque creen en algo que no se ve, ni les cierra
racionalmente. Pero son los creyentes los más virulentos en esa discusión, el
agnóstico prefiere un perfil bajo, tanto para no herir susceptibilidades al
obligar a razonar los criterios, como para no sufrir condenas o agresiones,
algo que no está contemplado en las bitácoras de cualquier religión. Esto es algo
similar o calcado al fenómeno “religioso” de Patria.
Para muchos pensadores, la religión
fue el sustento de una estructura de utilidad social que permitió una contención
moral como calmante de las iras, vanidades y desasosiegos populares. Estructuró
las sociedades en base a un vínculo indisoluble familiar y postergó el afán
autoritario y anárquico que habita en el interior de casi todos los humanos.
Tal fenómeno persiste hasta estos días, aunque es manifiesto cómo se
resquebrajó el efecto narcótico o hipnótico de la palabra del creador de todo
este misterio que se constituye la humanidad. El ser moral que la religión
contenía a través del miedo o el pecado, y también por la convicción de ser un
hombre piadoso libre de ataduras y egoísmos, parece claudicar. La religión ya
no puede sostener la falta de moral en el hombre. Las religiones parecen estar
hoy soportando una crisis existencial donde solo se limita a una liturgia o
rituales y ya no, como respuesta a una justicia, redención o el camino a una
libertad. Pero, a pesar de la evidencia, muchos prefieren creer que los avatares
del paso del hombre siguen regidos por un camino trazado por un Dios y aguardan
la venida de aquel castigado Mesías, que sucumbió para sostener otra tríada
-tan diferente a la propuesta por Russell- que es padre, hijo y espíritu.
“La mayoría de las personas cree en
Dios porque se le ha enseñado desde la más temprana infancia a hacerlo, y ésta es
la razón principal. Luego creo que la siguiente razón más poderosa es el deseo
de seguridad, una especie de sentimiento de que hay un gran hermano que cuidará
de uno. Esto juega un muy profundo papel en influir en los deseos de las
personas de creer en Dios”. La ciencia y la filosofía parecen ser los caminos
para dejar de sostenernos en el miedo de buscar aliados o protectores
invisibles y quizás inexistentes, y continuar desandando el temor ante lo
permanentemente desconocido de la existencia. La filosofía tantas veces no
arroja respuestas sino más o nuevos interrogantes, en eso puede parecerse a la
religión, pero lo que logra -siempre a mi entender- es la franqueza de
reconocer que sabemos poco y le tememos al no conocer. La ciencia se justifica
en el saber, la religión se justifica en el creer y la filosofía no se puede
justificar, salvo en el caso que ante cualquier duda existencial se convierta
en conocimiento, deja de ser filosofal para convertirse en ciencia. De esta
manera, encuentra una respuesta y abre nuevos interrogantes, algo más fácil de
aceptar que la eterna y persistente duda del pecado, de la bondad y la maldad
del hombre, que no lleva más que inmovilidad y una eterna espera hacia una
redención que no somos ya capaces ni de moderar.
Russell siempre planteó que la
solución habita en nosotros mismos. Ante la corrupción moral que nos asfixia y
la charlatanería que parece no conducir a nada más que al hastío, se antepuso
una manera de pensar que “No es imposible para la fuerza humana crear un mundo
lleno de felicidad: los obstáculos impuestos por la naturaleza inanimada no son
insuperables. Los obstáculos reales se hallan en el corazón del hombre y el
remedio para éstos es una esperanza constante, encauzada y fortalecida por el
pensamiento”. El espejo interior que debería ser nuestra mente nos debería
ayudar a entender que el conocimiento no debería fomentar la dominación de unos
sobre otros, ni el temor que genera ese poder. La tríada de Russell debe
intentar prevalecer: La necesidad de amar, la necesidad de conocer y el
sentimiento que no se tolera más del sufrimiento humano. Habrá que dejar de
buscar respuestas acomodaticias a nuestros intereses, y cultivar la mente y
alma con razonamiento. Tal vez ahí dejemos de avergonzarnos de la manera en que
aspiramos a acceder a una vida eterna siendo tan penosamente terrenales…
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