"El tigre de hoy es idéntico al
de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser
tigre, como si no hubiese habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a
su poder de recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El
hombre no es nunca un primer hombre: comienza desde luego a existir sobre
cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro único del hombre, su
privilegio y su señal".
José Ortega y Gasset - La rebelión
de las masas (1930)
Para mis abuelos la década del
treinta del pasado siglo fue dura. Tuvieron que cruzar por segunda vez el
océano en barco para radicarse en Buenos Aires. Habían confiado en que se podía
regresar a su Getxo natal, pero se equivocaron. Tuvieron suerte, ya que
pudieron irse nuevamente luego de cinco años. A partir de los cuarenta, para
mis aitites pudo considerarse la década donde salieron delante y desarrollaron
su familia. Para mis padres, los sesenta fueron los años donde estabilizaron
sus carreras personales y se aunaron en un proyecto familiar. Hoy recuerdan
esos años como los mejores. Yo, de momento, como muchos, regreso cuando puedo a
la atmósfera nostálgica de los ochenta, los de mi adolescencia. Y así seguirán
las generaciones, buscando en una década pasada el mejor de los momentos
vividos.
Vivimos en un espiral donde las
experiencias se pueden acumular, pero nunca habrán de regresar. La nostalgia
parece asemejarse a una felicidad triste. Parte de lo pasado parece tantas
veces único, irrepetible e inolvidable. Sentimos nostalgia por un país que ya
no habitamos, por la nostalgia de aquellos viejos amigos, por las mesas familiares
que se van despoblando o renovando, por las idealizaciones que practicábamos y
debimos un día abandonar. La nostalgia suele ser muy atractiva porque a veces
le dotamos al pasado de una belleza, pureza o candidez que el presente no suele
portar. "La melancolía es la felicidad de estar triste", citaba
Víctor Hugo. "Sólo me queda el goce de estar triste", recitaba Jorge
Luis Borges, en su poema 1964. La melancolía solo es posible con la memoria, o
el mal uso de ella.
La duda cruel es poder reconocer si
se recuerda un pasado que parece que fue mejor de lo que fue. Y el problema
radica en persistir en una actitud que impida adaptarse a los presentes, ya que
algunos descartan de antemano encontrar en el futuro algo similar a lo que se
echa de menos. Eso sucede porque se instala la melancolía de forma permanente.
Consideramos normal pasar algunas tardes revisando escritos, viejas fotos o
escuchando música de otras décadas. En las reuniones de amigos, tantas veces se
consumen las horas recordando viejas anécdotas y apenas conversando de la
actualidad. Se suele creer que los seres humanos sostienen una carencia, que es
no estar contentos con sus vidas. El grado de satisfacción de nuestros
presentes son los únicos estandartes que tendrán controlada a la melancolía.
El pasado no crea ansiedad, tantas
veces invita al sosiego. El hoy y el mañana nos llenan de intranquilidad, quizás
la nostalgia sea el antídoto para el continuar. La rutina no permite la
compasión y además, al vivir en una sociedad donde se privilegian las emociones
como un recurso de marketing o de ventas, sentimos el día a día como una
carencia, nos falta siempre algo para alcanzar la felicidad de tal promoción o
publicidad. Nuestros gobernantes nos hablan de la felicidad como meta a lograr,
casi como promesa de campaña, y a pesar de las prédicas, seguimos con ansiedad
la demora de ese estado de bienestar. Los adelantos tecnológicos nos instalan
en mundos hasta ahora nunca visto ni vividos. Pero es paradójico que una foto
en sepia o blanco y negro, tantas veces detenga el tiempo.
Otro problema actual es la falta de
identidad que las sociedades parecen portar. La nostalgia nos devuelve la identidad
que los abusos físicos, emocionales o psíquicos nos privan en estos presentes.
Ante las lógicas preguntas como ¿Quién soy yo?, ¿A qué grupo pertenezco? o ¿Con qué valores y
formas de vida me identifico?, nos envuelven en una crisis de identidad social
y personal. El presente se puede presentar la mayoría de las veces,
desalentador. Pero se va viviendo y lo que siempre nos quedará en la memoria,
son los mejores momentos. No somos dueños de lo que nos pasa o hacemos, pero si
de lo que sentimos. Y allí puede radicar el secreto de la nostalgia, protegernos
ante la permanente necesidad de tomar decisiones, planificar o rendir exámenes
permanentes, todas actividades quizás angustiosas pero imprescindibles.
Somos una raza portadora de una
tradición que continúa como herencia. Necesitamos del pasado para poder hacer
el hoy y el futuro. Tolerando las desdichas del día a día del presente nos
sostenemos en otros tiempos vividos. Todo tiempo pasado fue mejor es una máxima
que se repite. Puede ser cierto y puede ser falso, las dos cosas al mismo
tiempo. Un tiempo anterior pudo haber sido mejor, pero nunca pudo haber sido
perfecto. En esa trampa estamos instalados, creyendo que se puede aspirar a la
perfección siendo una especie tan falible. Cuando no reparamos en la trampa que
estamos abocados, no podemos dejar de mitificar o exagerar virtudes de épocas
pretéritas. Todo lo que se construye, incluido lo que dignifica, está
construido sobre la prueba y el error, y uno de los pilares es el dolor con que
se construye. Todo tiempo pasado fue mejor es verdad cuando ya recordamos ese
pasado, mientras lo vivíamos teníamos que convivir con los matices.
Nuestros abuelos conocieron las
guerras, nuestros padres sucumbieron a las dictaduras. Nosotros caminamos la ilusión
democrática de la transición, con momentos de angustia al tratar de
diferenciarla de los mecanismos habituales utilizados en los momentos oscuros.
Los jóvenes de hoy caminan al son de internet y la tecnología digital, pero no
pueden razonar si la mentira ahora es la verdad, sólo porque tenga más
visualizaciones que el razonamiento. Todas
las generaciones juntas en la humanidad tienen algo en común: Vivir en una
sociedad sospechada de estar siempre presta a estallar.
A días de celebrar la navidad, aún funcionan
con calidez los villancicos de nuestra infancia. El olor de una comida nos ha
de llevar inevitablemente a otra época, regresar a la relectura de una vieja
novela o un autor referente refrescará emociones o principios; aquel álbum de
fotos nos devolverá algún esplendor lejano; la repetición de alguna película tipo
"love actually" nos emocionará como lo hizo el año anterior; una cara
que nos suena conocida nos devolverá el nombre de alguna persona que quizás ha
sido importante en otro tiempo; una vieja canción impedirá que se extingan los
íconos. A la hora de brindar, casi todos estarán de acuerdo en levantar sus
copas y proyectar un mejor año venidero. Con la absoluta convicción de
sostenerlo en un escaso tiempo, el suficiente para retomar a la melancolía de
los mejores momentos pasados...
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