"El que lee mucho y anda mucho,
ve mucho y sabe mucho"
Miguel de Cervantes
Al momento de determinar qué autor o
qué lectura te han marcado en un camino literario, las respuestas pueden ser
variadas. En muchos casos, un referente familiar o escolar pueden despertar en
ti, el gusanillo de la lectura. Pero existen otras opciones, muy variadas. De
tan diversos que pueden ser los motivos, uno y no menos importante, puede darse
simplemente por generación espontánea. Leo porque quise leer, pero de esta
opción nos cuesta tantas veces justificarla. El erudito en la lectura termina
siempre convenciendo que un momento determinado marcó su vocación. Y por más
que busco el momento o el autor, leo porque leí en su momento y no quise
abandonar.
Mi madre tuvo mucho que ver.
Partiendo de una referente esencial en mi vida, puedo aventurarme que fue mi
madre la piedra esencial donde se sostuvo la afición. Mi padre también tuvo su
parte, pero él se presentó más como una imagen a imitar, más que la militancia
paciente de mi madre al presentarme revistas infantiles, tebeos o los primeros
libros de lectura. Según recuerdo, y la memoria es selectiva y tantas veces
confunde, mi madre me invitó a conocer y devorar literatura infantil. Y mi
padre, aguardó con paciencia para presentarme, y agobiarme en el primer
momento, con la lectura filosófica. Así que entre ambos se puede definir la
asociación lícita hacia mi devoción literaria.
No recuerdo a profesores de la
escuela primaria como partícipes de mi inclinación. Si a una profesora de
colegio secundario, y vaya casualidad, la instructora de Literatura, quién se
empeñó a partir del tercer año del Instituto San Román, en un aliento constante
por abrir mi mente a nuevas lecturas. Aquella convicción que sostenía en mi
adolescencia por leer respondía más a un entretenimiento que a un despertar.
Hasta ese momento, el final de un libro se vinculaba más a una diversión placentera
o una aventura, que a un interrogante o duda existencial. Era tan solo lector,
todavía no me preguntaba las tan variopintas cuestiones que al día de hoy, casi
no he podido responder.
La filosofía es el arte de
preguntar. La pregunta abre el inicio del conocimiento y de toda interacción.
En el interrogante se abre la vía para encarar objetivos. La noción del
problema permitirá los cimientos del génesis filosófico, y un concepto
elemental que nos puede permitir a todos ser al mismo tiempo principiantes en
la filosofía, es que todos de una manera u otra, nos hacemos las mismas
preguntas. La diferencia de profundidad estará en los que se animen a encontrar
sin temores, las más crudas respuestas.
Para tantos especialistas, la
filosofía o las artes no están desarrolladas para contestar interrogantes, sino
para seguir intentando con las preguntas. El cráneo humano aloja un cerebro
prehistórico que permite emparchar la información con evolución. Pero,
lamentablemente, sucede que las generalizaciones no pueden ser dogmas por solo
pronunciarlas. La evolución no es una consecuencia inevitable. De hecho, a
diario observamos o nos rodeamos de personas que destilan o derrochan la
ostentación de no poder ni querer evolucionar, ni cambiar, ni ser original, ni
ser constante. La filosofía es, a fin de cuentas, un ejercicio de constancia,
donde se pensará por pensar durante décadas y quizás, durante la vida, y los
avances serán lentos y penosos, y las respuestas que aparezcan quizás abran
nuevos interrogantes. Esto nos puede llevar a un espiral sin destino, donde la
pregunta es ¿porqué persiste en la historia modelos mentales que han fracasado?
Aprender a leer es un proceso
complejo donde se aúna la recepción sensitiva -el movimiento adecuado de los
ojos- con la recepción cerebral, donde los símbolos recogidos tras la lectura,
se elaboran dentro del cerebro. Gracias a la lectura, el hombre puede enterarse
y puede retroceder en la historia para trascender y transmitir aprendizaje.
Retomando mi génesis, tal vez la chispa disparadora fue la enciclopedia juvenil
"El tesoro de la juventud", veinte tomos de narraciones, juegos,
relatos, ilustraciones, que mis tías conservaban en la vieja casa familiar.
Ante cualquier duda o pregunta infantil, la respuesta podía reposar en alguno
de sus tomos de color verde oscuro. Y si la respuesta no afloraba, una nueva
fábula me entretenía, disparaba mi imaginación hacía un nuevo interrogante.
"El libro de los porqué" era una sección que planteaba preguntas y
respuestas que lograba, como anzuelo infalible, responder pequeños
interrogantes, al tiempo que generar dudas mayores.
O acaso el referente pudo haber
salido entre Julio Verne, Emilio Salgarí,
Alejandro Dumas, Mark Twain, Richard Bach, Herman Melville, Charles
Dickens, Jack London o cualquier libro de la colección Robin Hood. Un buen
literato se aferraría a estos autores para lanzar y sostener una buena
candidatura a lector y posterior intelectual. Pero, ¿Qué pasa si el disparador
fuera la lectura de la revista Billiken o Anteojito? No creo que desmereciera
mi formación, pero la imagen que debe sostener un erudito no debe estar
cimentado en ese tipo de lecturas o en un cómic tal los casos de Flash o La
Liga de la Justicia, o en la distracción de la lectura de El oso Yogui, Los
picapiedras, Archie, La pequeña Lulú, Las locuras de Isidoro, Andanzas de
Patoruzú, Áxterix, Mortadelo y Filemón, o las aventuras de Luky Lucke.
Aquellas tempranas lecturas incitadas
por mi madre y por mis tías, pueden haber templado este carácter literario, y
marcado la honda huella para entender, practicar y cuestionar la literatura. El
afán y persistencia de mi profesora de Literatura puede haber permitido que aún
sin entender a Borges, Casona, Denevi, Antonio Machado, García Lorca o Lope de
Vega, comprendiera que algo había en esas lecturas obligadas por el currículo
escolar. Es genuino reconocer que de aquellas lecturas obligadas para aprobar
una asignatura, afloró la confusión de sentirse inferior e incapaz de
comprender lecturas, encontrar metáforas, profundizar sentidos o desmenuzar
poemas en rimas, contenidos, intenciones e interpretaciones. Pero de aquella
duda, mantener la chispa persistente en el tiempo y darle a esas lecturas una
nueva oportunidad, esta vez propiciada por el placer del descubrimiento.
La experiencia lectora es un
descubrimiento permanente gobernado por el azar. De ahí que considerar a
Dickens o Verne -por ejemplo- como el ideólogo o factor iniciático es algo
aventurado, quizás disparado por los eternos tópicos que nos persiguen o
limitan, y nos obligan a considerar influencia en los eternos influyentes. Influir,
es decir sentir una influencia, puede ser producto de la genética, de la
ascendencia cercana, de la pujanza personal por cercar la curiosidad de la vida
dentro de la lectura o por el poder de ciertas personas o extraños por alterar
la forma de pensar o de actuar. Pero lo que sí es una influencia decisiva es la
reclusión silenciosa que necesita la lectura. Del silencio surgirá la necesidad
del debate, el confronte de la propia experiencia y la necesidad de compartir
lo descubierto. De ese silencio concentrado se nutrirá la explosión de
intercambio de ideas, la filosofía necesita del silencio para saber escuchar a
los demás y a las dudas que uno mismo mantiene o descubre.
Mario Vargas Llosa, Gabriel García
Márquez, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Stephen King, Gregory MacDonald, Adolfo
Bioy Casares, Horacio Quiroga, Osvaldo Soriano, Miguel de Cervantes o William
Shakespeare, parecen decisiones personales y tempranas en el final de mi
adolescencia por investigar e iniciarme a un nuevo mundo. Mi padre, entre
tantos nombres por mí escogidos, sembró la semilla de la duda y de un verdadero
esfuerzo mental, al invitarme a introducirme en Platón, Homero, Maquiavelo,
Dostoyevski, Eloy Martínez o Félix Luna, entre otros. Al llegar a un estado,
las dudas se renovaban al encarar nuevo material de lectura, pero la influencia
creo que estuvo en la persistencia de persistir en nuevos intentos.
La influencia ha sido variada, y lo
queda claro, es que la lectura es y ha sido una fuente inagotable de
curiosidad, diversión, duda, aprendizaje y sufrimiento. Para algunos, un sola
influencia o referencia es esencial y determinante. Para otros - mi caso-, la
suma de buenas referencias me alistó en el mundo literario. Tanto que ese
sentimiento me permite sostener la devoción por la lectura, la modestia por
algunas propias escrituras y las nuevas dudas que me genera profundizar en más
lecturas es la paciencia, la práctica activa del ejercicio de la paciencia. El
sustento del sabio no es la capacidad de comprender y explicar, sino la
paciencia por insistir, por incorporar o por no dejarse despistar por las
inmensas distracciones que nos acompañan o limitan. Por eso temo sobre el fin
del hombre sabio o filósofo, generado por la falta de lectura o por la intempestiva
interrupción de la silenciosa meditación de la realidad. Por eso a veces me toca ser ese referente que
simplemente recuerde, que a veces la lectura nos permite conocer aquello que
quizás nunca verán nuestros ojos...
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