Fe es la fuerza de la vida.
Liev Nikolayevich Tolstoi
¿Por qué
definimos la fe como la creencia religiosa en Dios? Vaya a saber el momento de
distracción del ser humano en que las religiones se adueñaron del motor de la
palabra. Con que facilidad se instaló el concepto que la renovación de la fe se
tramita en templos o conventos, en la oración o en la liturgia. El mismo
interrogante se genera con la concepción de la palabra ateo. En varios lugares
del mundo, el ateísmo es aún hoy una mala palabra o palabra prohibida. Ante la
duda al valorar la intensidad de nuestras creencias, varios optan por suavizar
sus expectativas utilizando la palabra agnóstico.
Muchos
consideran que el ateísmo por definición es una postura antivalórica. El Papa
Francisco, recientemente ha sostenido que la salvación no depende de creer en
el Dios de los católicos, sino en tener una "conciencia limpia", por
lo que es de suponer que esta definición debería alcanzar tanto a los creyentes
como a los no creyentes, terminando con los niveles de intolerancia que estas
clasificaciones siempre han estereotipado. El viejo concepto de que los seres
humanos deben conducir sus vidas emparentados con la religión parece estar
dando buenos coletazos. Pero sigue siendo un tema álgido, aquí tienen una pluma
criada en el catolicismo que ha dilatado por mucho tiempo escribir sobre esta
sensación arcaica.
También
han instalado el convencimiento de que solamente en la religión se encuentran
los valores, y asumirlos o discernir entre lo que está bien o está mal, son
propiedad de la cultura religiosa. Sin darnos cuenta todos adoptamos esa moral
cristiana a la hora de conectar entre lo que sentimos y lo que en verdad nos
pasa. ¿En qué termina la dualidad? En que mentimos, decimos lo que se debe
decir, y a escondidas intentamos avanzar con lo que nos pasa, con lo que en
realidad queremos experimentar. Actitudes amparadas por una educación religiosa
que nos permitirá con el beneficio de la confesión compulsiva, continuar
eternamente con la dualidad.
Seguimos
embebidos en la transmisión de valores. ¿Pero qué valores? Esas frases hechas
de dudoso cumplimiento, que no guardan relación con la subjetividad ni la
realidad que nos toca transitar. Y si reflejamos que no creemos en nada, somos
escépticos para el grueso de la parroquia. Las cosas existen y las cosas pasan
más allá de mis creencias. Hace bastante tiempo adopté una sensación y la
menciono sin complejos ni culpas: yo no espero nada de la gente. Cuando dan
algo (generosidad, contenido o valentía), me alegro y en el mismo acto me
ilusiono con la especie. Pero de esperar esa buena gesta continúa que las
religiones obligan, me llevaría a descreer de nuestra naturaleza casi al mismo
instante de conocerla. He desconectado con la obligación de la reverencia,
aunque la respete en los demás.
Hoy día,
los practicantes representan - en el mejor de los casos - un tercio de la
población. Existe un sector de los que no practican, que critican y enfrentan
con dureza las practicas no renovadas de las viejas instituciones religiosas,
denunciándolas; y existe un enorme porcentaje de seres que caminan o vagan por
la vida sin la necesidad de enfrentarse con esos íconos y con la naturalidad de
aceptar la existencia de algo ajeno a sus vidas, como cualquier otra opción o
precepto que trascienda a la existencia.
Miguel de
Unamuno denunció en su día que los estados se apropian de las religiones y que
las religiones se apropian de los estados. Para el filosofo bilbaíno la fe era
un sentimiento personal e intransferible, y aunque compartida por muchos, no es
dominio de ninguno, ni representativa de una nación. En el final de su vida,
reflexionó muchísimo sobre lo humano y lo divino, sobre la vida y sobre la
muerte, sobre estar y no estar, sobre la creencia y la increencia. Esa lucha
final del escritor vasco no se ha cerrado, la agonía de la dualidad sigue
estando dentro de muchos. Pasa la vida, y el interrogante persiste.
Quizás la
fe radique en nuestra propia confianza que nos permita superar las partes más
oscuras de nosotros mismos. La fe consista en aparcar nuestros propios miedos,
y suponer que mantendremos nuestra propia fe si también perdemos el miedo a los
preceptos culposos que nos han inculcado las instituciones religiosas. Esa fe
permitiría romper con el pasado, olvidar las obsesiones que nos generan
nuestras debilidades y los castigos que las creencias imponen, simplemente por
ser eternamente débiles. La fe que mueve montañas no estará en parábolas o
escrituras, será el motor que nos permita ejecutar las acciones diarias de
nuestro desarrollo en esta existencia.
Algunos
transitan por la Tierra con el precepto "hay un mundo en el que hay que
ver para creer", pero hay otros que prefieren "hay un mundo en el que
hay que creer para ver". ¿Quién guarda razón? Quizás ninguno. Hay gente
que puede controlar su destino. Otros no pueden. Necesitan aferrarse a lo
externo. Algunos sostienen que tenemos un alma inmortal, otros no, porque no se
localiza en radiografías o escáner. Creo que en el alma, en esa palabra que es
un impulso, una impronta, un motor. Pero descreo en el concepto alma eterno,
hace rato que deje de sospechar que el día del juicio no ha de llegar, no hay
centro de convención capaz de organizarlo.
A veces
ironizo sobre la tolerancia del religioso, no suelo encontrar la segunda
mejilla del caritativo practicante. En un país tan radicalizado como el mío,
presenciamos un fenómeno curioso: la Iglesia católica tiene un pastor
argentino, en el mismo momento en que sus ciudadanos se despedazan por
antinomias. Eso sí, los une el afán por acercarse a Piazza San Pedro para
recibir la bendición y tener la selfie del buen practicante, e intentar hacer
suyo al líder, a quien un día reivindican y otro destierran, dependiendo de sus
dichos, silencios o guiños. Es un mundo donde la mayoría puede pregonar su
creencia en un Dios, en la calle te pueden parar, te pueden tocar el timbre de
tu casa para loarte las bondades de su existencia. Pero este planeta aún no
digiere que te detengan para predicar el ateísmo. A pesar de las vendas que
continuamente caen, seguimos aferrados a ese tipo de ceguera.
La
filosofía y la ciencia no debe alejarte de la creencia. Es verdad que la
mayoría de filósofos y científicos son ateos, pero en estas áreas también
abunda la intolerancia -quizás el mayor dogma de la especie-, ya que si un
filósofo cree en un Dios, lo debe confesar en secreto y en secreta minoría para
no ser ridiculizado. Es blasfemo defender el big-bang y la creación de la
existencia en estructurados siete días al mismo tiempo.
Para la
tranquilidad de los religiosos, no son los únicos que pregonan ese desagradable
estilo. La política y el fútbol adoptan la misma génesis. Y el problema va a
peor. Como recopilé más arriba, existe un 30% de la población mundial que
ignoran las religiones, se definen como ateos o agnósticos. Hay un porcentaje
igual de considerable, que se aferran a otros fanatismos o creencias. Nadie es
tan libre como considera. No se puede seguir con la tesitura de poner los ojos
en blanco, entrar en trance y mirar al
cielo. El fanatismo no permite ver a aquel practicante que ayuda a curar al
enfermo, a alimentar al hambriento, dar de bebe al sediento, a abrigar al
desamparado. El mundo está lleno de gente con esas actitudes, algunos caminan
de la mano de una religión, otros optan por hacerlo por su propia creencia, por
ese motor que llamamos solidaridad o fe y por esas obras que nos acreditan, sin
obligación de hacer el bien en nombre de un Dios.
Llegará el
día donde para hablar de fe, de moral, de ejemplo, no haya que vestirse con
túnicas ni hablar desde un púlpito. Quizás dejemos de morir a causa de los
fanatismos y diferencias religiosas. Tal vez accedamos a la vida eterna a
través de nuestras acciones o legados. Y posiblemente podamos circular
libremente sin palidecer por ser agnóstico, ateo, practicante o religioso. Y
poder negar la existencia de algún Dios, como ahora logramos hacer tan libremente
con Zeus, Apolo, Júpiter o Thor, algo que nuestros antepasados temían verdaderamente. Ya no se nos mueve el piso al desafiar la existencia de dioses
a quien creer o renegar...
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