"Siempre es más valioso tener
el respeto que la admiración de las personas"
Jean Jacques Rousseau
Nos comportamos tantas veces en el
día a día como si la vida fuera sólo para la gente activa, para la velocidad de
los actos, para los momentos interesantes, o para encontrar nuevas actividades
extra escolares o laborales, que solemos olvidarnos de una parte importante de
la estructura donde nos sostenemos: Nuestros adultos mayores, los troncos donde
se construyen nuestras familias. Si nos olvidamos de nuestros antecesores,
estamos perdiendo nuestra historia.
La culpa no es de nadie, pero debería
ser de todos. Los que tenemos variados recuerdos de vida antes del cambio de
siglo, evocamos que entre las actividades que desarrollábamos de pequeños, se
encontraba la de visitar a nuestros mayores, aún en el caso de que estuvieran
enfermos de vejez. Hoy la tendencia es evitar que los pequeños se conecten con
esos mundos, debemos eludirles de esas "ingratas" situaciones.
Recuerdo haber vivido los momentos
difíciles de un tío abuelo mío que se escapaba de su casa y había que salir a
buscarlo por el barrio. Todavía no se hablaba del Alzheimer, habría perdido la
memoria en el mejor diagnóstico. No creo que me haya afectado en demasía en mi
vida de adulto, el alternar mi rutina juvenil con esas visitas. Es más, de él
no recuerdo las veces que caminé junto a mi madre sin saber cómo buscarlo por
las calles del barrio de Núñez. Su recuerdo me devuelve a sus días de escasa
lucidez, cuando me enseñaba a encolar las piezas que se iban rompiendo de mis
puzles y a las horas que nos demoraba armarlos, donde él nunca callaba, aunque
de eso no me acuerdo ni una palabra.
"La experiencia es un peine que
te da la vida cuando te estás quedando calvo", es una frase que recuerdo
en demasía. Nuestros mayores que rebosan de experiencias, pero
"pecan" de no conservar fuerza física o mental, se parecen a aquellos
peines. La escasez de fuerza física puede ser un problema serio, pero peor es
el navegar por el mundo sin tener el control de su propia mente. Nos es grato
asistir a un niño pequeño, al llanto por llanto mismo de un bebé. Pero nos
enoja o nos exige una resignación silenciosa acudir a observar a un anciano con
la mente perdida o casi perdida. Los primeros días lo hacemos en honor a la
memoria de los buenos tiempos. Pero cuando se mantiene en el tiempo, se nos
puede convertir en una convivencia agobiante.
Una vecina está perdiendo de a poco
sus facultades. Sin temor a equivocarme, puedo decir que es la mejor vecina
desde que vivo en el barrio. Siempre servicial, graciosa, usina de anécdotas
hilarantes, activa e independiente, su adaptación a la última vejez parece ya
transitándose. Y ya no resulta hilarante, y a veces debemos sortearla con
educación pero con determinación. En el día, puede tocarte el timbre un par de
veces para pedirte desde una zanahoria o que le subas el volumen de la tele,
o para conversar con alguien que ya no
vive en el edificio hace quince años. Varias veces me he preguntado si debo
consultar a su hijo, si reconoce en su madre la reducción de sus facultades.
A veces me toca el timbre por la
tarde, entrada la noche. Requiere de patatas o pimientos para completar la cena
de su nieto, para que una vez que finalice su entrenamiento de rugby, habrá de
subir a cenar junto a ella. Me sorprendió el hecho de que mantenga el ritual,
porque entonces la familia debería estar informada de que a mi pobre vecina, entre
otras cosas le cuesta mantener "la salud" de sus alimentos.
Varias tardes la he visto asomada a
la ventana de la cocina. Alterna subiendo o bajando las persianas, como si se
hubiera olvidado de ver algo. En los últimos días comprendí ese extraño
movimiento. El nieto ha crecido, y cuando termina el entrenamiento ya no visita
a su abuela. Seguramente se lo han dicho, pero ella no lo recuerda. Y dos
tardes a la semana ha estacionado su vida en esa rutina, y comprendo el porqué
del habitual hedor que sale de su casa. La comida se le echa a perder porque
sigue calculando carne con patatas y pimientos para dos noches a la semana.
Llegamos a un punto de no
entenderlos. Y no entendemos que nuestros mayores no son eternos. Y eso nos
sucede o sucederá a todos. Y hasta nos enoja que a pesar de sus limitaciones o
dependencias, se empecinen a conservar su autonomía. Y eso genera situaciones
difíciles. Nuestros mayores se nos han convertido en estigmas irreversibles. El
espejo nos devuelve una realidad que las sociedades están tratando de ocultar,
la vitalidad no es eterna. Debemos ser sociedades sanas, vigorosas, exultantes.
Las debilidades no cuentan, debemos ocultarlas para que no nos perjudique
nuestra permanencia en esa rueda tal vez, perversa.
La vejez gozaba de un enorme
prestigio entre los romanos. El Senado, institución formada por los más viejos,
era imprescindible para el buen gobierno de la República. Los soldados de reserva,
mayores de 45 años, recibían el nombre de séniores, al igual que los
deportistas de más edad, a quienes se le honraba con la calificación de
veteranos. La madurez se premiaba con el agregado de Don a su nombre durante la
Edad Media, en sinónimo de dóminus (señor, dueño). La palabra envejecimiento se
definía como "el cambio gradual e intrínseco en un organismo que conduce a
un riesgo creciente de vulnerabilidad, perdida de vigor, enfermedad o
muerte". En un aspecto coloquial solemos imprimir a estos conceptos, como
nociones peyorativas. Senil, fuera de su contexto, resulta aún más ofensivo que
viejo. Y senil proviene de senescencia, que en biología remite al inevitable
proceso que se producen en las células, que luego de pasar por divisiones dejan
de proliferar.
Por casualidad me topé con un film
de Alexander Payne. El viaje de un anciano al borde de una profunda demencia,
me devuelve a la realidad de nuestras vidas cotidianas. Nebraska es un film que
solo nos recuerda que la vida es un viaje lineal hacia delante, pero con la
particularidad que muchos en su tramo final, sufren una regresión a actitudes
infantiles. El film en blanco y negro, con la presencia constante de espacios
naturales, cielos abiertos, carreteras despejadas, diálogos lentos o silencios
en las miradas, contrasta con lo habitual, la histeria y maquillaje permanente de
las grandes ciudades.
La historia parece dominada por el
personaje de Woody, ese padre que se presume egoísta por su pasado, en relación
al desapego con su esposa e hijos y que encuentra manera de conectar con su
vejez desolada, en la creencia de que ha ganado un millón de dólares. El
componente dinero permite a la película mostrar otra faceta venenosa de esta
vida, que es la codicia o el despertar de envidias familiares a causa de la
supuesta riqueza ajena.
Nebraska tiene escenas conmovedoras.
El papel que borda la esposa de Woody, es cáustico, corrosivo, cínico,
quejumbroso, a la hora de protestar por el desapego eterno de su marido; a la
vez que transmite una imagen personal clásica, calma y sabia. En los momentos
decisivos, el personaje que interpreta June Squibb, saldrá en defensa de Woody
de una manera tan comprensiva que enternece.
El personaje no tan secundario es el
del hijo menor, quien profesa un amor y respeto incondicional hacia la imagen
paterna, acompañando a su padre hasta la ciudad que da nombre al film, aún
sabiendo que la consigna es un delirio. Sin perder prácticamente los estribos
ni el respeto hacia su padre, nos devuelve una imagen habitual hasta hace poco
tiempo, que era cuando los hijos sabían que deberían terminar cuidando a sus
padres, quienes durante un tiempo mucho más largo, fueron cuidadores de sus
hijos.
El arte suele ser maravilloso. Un
libro, un cuadro o una película nos obligan tantas veces a reflexionar cuando
fue el momento que nos olvidamos de algunas cosas simples. Muchas veces no se
trata de una decisión personal, sino de un descuido que proponen los ritmos
actuales de vida. Esos ritmos que nos hacen creer que nuestros mayores son necios
en sus desvaríos o caprichosos en sus conductas. Cuando en realidad se trata de
un proceso lógico e inevitable, que quizás la sociedad de bienestar confundió a
los jóvenes y maduros activos. No son los adultos quienes no encajan en estos
tiempos, somos nosotros los que no deberíamos cuadrar en una sociedad que huye
de la vejez y de sus viejos.
PD: El eterno reconocimiento a mi
madrina
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