"El recuerdo es el único paraíso del
cual no podemos ser expulsados".
Johann Paul Friedrich Richter, más
conocido por Jean Paul, escritor y humorista alemán.
Si observamos las marquesinas que
rodean nuestra existencia, la permanente referencia a que alcancemos la
felicidad es el objetivo. Los caminos y las motivaciones pueden ser variados.
También las frustraciones. Algunos relacionan felicidad con la satisfacción de la
realización personal o laboral. Para otros, la alegría depende de la
acumulación de dinero o riquezas. Los extremistas o inconformistas la ven como
tarea pendiente, difícil de alcanzar. Hay positivistas que lo asocian con el
amor y aseguran que la felicidad es un estado permanente. Otros, modestamente,
sostienen que la dicha se basa en momentos. Y hay quienes reconocen que la
felicidad suele ser mejor disfrutada con en el recuerdo que en la propia
experiencia.
Cuando recordamos una experiencia, la
clave puede estar en la manera que utilicemos para recordarla. Es que el
pensamiento nos puede devolver otra práctica. Muchas veces terminamos
idealizando un momento que si volvemos la vista atrás, no estuvo impregnado o
precedido del clima de bienestar con que luego lo contamos. Cuantas veces
revisando una foto, recordamos con añoranza aquel momento de bienestar. Y
cuántos recuerdan que segundos antes de que se sacara la foto, se estaba
protestando o discutiendo por cuestiones triviales o por un mal estado anímico.
Recordar, en un punto es, como lo que
hace un escritor. A una experiencia puntual, de una duración estimada, se le
agrega una impronta que puede confundir la realidad de las personas, dilatando
en el espacio lo acontecido. Hay una diferencia de encuadre entre el yo que
razona en el presente y el yo que recuerda. El yo que recuerda, tal vez para
agigantar el momento, se valdrá de los mismos recursos de marketing que nos
atosigan en la vida. Sobredimensionará el momento, lo blindará de un clímax que
no pueda ser rebatido. Y dicha épica convivirá con el yo que razona, quién en
ese momento tendrá que compartir con el desfasaje o exceso de lo que se está
recordando.
Ser feliz es muy complejo. Es más fácil
estar contento o alegre, tener ilusión o expectativas por algo. Hemos
banalizado el ideal de felicidad de tal modo, que para el yo que piensa es
difícil situarse en ese chispazo o ramalazo de escasa duración que puede ser un
momento feliz. Lo feliz pasa pronto, lo que queda instalado es un concepto de
placer o equilibrio, que para el yo que piensa parece escaso a la hora de
precisar. El yo que recuerda es el que necesita tener añejados toda el tiempo,
sucesión de momentos de felicidad.
Vivimos con una velocidad mareante.
Instalados en ese circuito de la vida, sabiendo que bajarse puede ameritar el
quedarse fuera. Y nadie lo quiere, aunque lo desee internamente. Sufrimos la
realidad, aun la grata. Porque nos hemos inculcado no detenernos y seguir
experimentando. Por eso, el yo que recuerda se ha vuelto imprescindible. Si
tenemos apenas dos días para conocer un país, no habremos de parar. Maldeciremos
si los contratiempos surgen en nuestro itinerario. Debemos recorrer lo máximo
en el mínimo tiempo. Seguramente hemos de flaquear en más de una oportunidad.
Pero sabemos que la recompensa nos la brindará el yo que recuerda. Nos
presentará una producción que hará inolvidable hasta aquel momento previo donde
todo era caos, cansancio o confusión. Disfrutaremos siempre más un viaje
revisando fotos o anécdotas que en el mismo momento que se gestaron.
El yo que recuerda es el biógrafo no
autorizado del yo que tiene las experiencias, del yo que piensa. Los dos yo
constituyen a la misma persona, pero la tironean todo el tiempo. Aquel yo, para
no repetir tanto el que recuerda, es el editor de nuestra vida. Y debe recibir
presiones, quizás del subconsciente. La memoria debe ser como aquel directorio
que necesita resultados permanentes. El yo pensante vive prisionero del que
recuerda, porque no puede contrariar la magnitud de un recuerdo en realidad intrascendente.
Y porque nos han hecho saber que el que piensa o reflexiona no es tan
vertiginoso ni glamoroso como el que recuerda, como el que atesora momentos de
dicha. Es más atrevido el que tiene los pies sobre aventuras que aquél que
apenas los posa sobre la tierra.
La vida del yo pensante no suele ser
grata. Es el que debe encargarse de las decisiones meditadas. Y la mayoría de
las veces, las decisiones que tomamos no son gratas, placenteras ni aspiran a
la meta de la felicidad. Son solamente decisiones de sentido común, basadas en
los intereses o en las armas que se disponga. El riesgo es un factor a tener en
cuenta, pero el yo pensante debe extremar las precauciones antes de darle paso.
En base al posterior éxito de la decisión, el yo que recuerda adornará con una
pátina de heroicidad la gesta. Por eso, solemos disfrazar decisiones en el
recuerdo, en base a los resultados. Nos olvidamos de las presiones, titubeos o
de las bajezas que obligaron a decidirse, para colocarle el traje de
aventurero, intrépido, mítico, de osado, de James Bond. Si las cosas salen
bien, el yo que recuerda lo justificará con detalle desmedido. Si salen mal,
buscará una historia alrededor que comprenda el fracaso. Y muchas veces
cuestionará al yo que piensa, culpándole de ser nuestro propio lastre.
Desaparece la experiencia con sus matices, y aparece el relato del recuerdo.
Tantas veces me gusta escribir, pero
muchas más me agrada haber escrito. El resultado tantas veces genera más placer,
que el ejercicio de "ir" escribiendo, ya que este otorga dudas,
debilidades, sospechas o temor en el camino de no poder realizarse o plasmarse como
uno quería. En mi juventud, tantas veces sentí necesidad de quedarme en casa un
sábado a la noche, leyendo un libro o viendo una película sólo o con mis
padres. El recuerdo de esa jornada promediando el domingo podría semejarse a
una perdida. El domingo estaba acondicionado para un adolescente, para contar
sus épicas sabáticas, no para quedarse en casa sin "vivir"
experiencias. El yo que recuerda es un narrador que como tal, sólo necesita
acción. Y de la buena.
Resumiendo, me encuentro en la
disyuntiva de si la fuerza primordial que determina el curso de las cosas no es
racional, sino fruto del caos, de la multiplicidad, de la variación. El ser
pensante no tiene la última palabra, siempre estará al servicio de instancias
básicas, como las emociones o los instintos. El yo que recuerda es el que
denodadamente busca la realización personal. El yo que piensa solo atina a
moverse de acuerdo a sus principios, coraje o determinación. El yo que piensa
no quiere cambiar el mundo, solo atina a poder seguir caminándolo. El yo que
recuerda lo va a cambiar, lo va a hacer trascender, va a ocultar la posibilidad
de que se haya accedido por casualidad o error, para sentenciar que se ha
planificado y confrontado en todos sus aspectos. Nietzsche o Sartre nos ayudan
a razonar sobre las debilidades del yo que piensa, del que nos representa a los
otros yo en la puesta en escena.
Tantas veces utilice el recuerdo de
una anécdota para graficar la posibilidad de recompensa que otorga un esfuerzo
más, antes que abandonar. En una de las tantas caminatas o procesiones hacia la
Basílica de Luján, me enfrenté ante un temporal que en el lapso de tres horas
dejó mi ropa arruinada, mi salud mental debilitada, mi físico aturdido y tres
cuartas partes del camino, aún por delante. Al llegar a la última parada antes
de abordar la noche cerrada y los últimos veinte kilómetros (de un total de
sesenta), valoré con unos amigos el abandonar la procesión. La decisión estaba
meditada en base a los acontecimientos, solo debía observar mi exterior para
justificar la decisión. Varios amigos decidieron continuar, otros argumentamos
que continuaríamos en los autobuses que nos pusieron a disposición por
contingencias. Al llegar a la puerta misma del autobús, un último arrebato me
insistió en intentarlo. Así logré llegar a pie hasta la Basílica.
Esa experiencia me permitió reflejar
la importancia de meditar un último esfuerzo. La luz se puede ver al final del
camino, era mi moraleja. Con el paso del tiempo, y de las lecturas, y de la
experiencia, me encuentro en una encrucijada que de resolverla, no debe quitar
mérito a la experiencia. Quizás continué la caminata porque momentos antes de
acceder al primer escalón del autobús, consideré que no podría convivir con mi
propia imagen a la mañana siguiente, por no haber intentado seguir, y confirmar
mis fuerzas. Quizás no fue mi yo pensante el que me dio fuerzas; quizás
irrumpió mi yo que recuerda para pedirme que por favor, le brindará un mejor
argumento para la épica y no dejará sin el final del guión donde yo era el
héroe. Nietzsche definió a esa pluralidad de instintos como voluntad de poder.
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