“Nado para que nada me afecte. Nado
para estar solo y en silencio dentro del agua, como antes de nacer”.
Héctor Abad Faciolince - Escritor
colombiano.
Casi todos lo afirman sin duda
alguna. A pesar de demorar por más de media hora el abandono de la playa, de
acomodar una vez más los diversos juguetes de los niños, de reacomodar las
lonas y tapers en las mochilas o bolsos, de sacudir de arena la ropa y doblarla
de la mejor manera, de confirmar que se tiene a mano las llaves del coche al
mismo tiempo que procuran que los niños culminen la ducha para cambiarles una
vez mas de ropa, de tratar de quitar la arena que siempre nos queda en las
piernas. Así un par de veces al día y a la pregunta sobre si están
desenchufándose en las vacaciones en la playa, nunca dudan en afirmar que no lo
cambiarían por nada.
En la playa, amigos, mar y sol. Sin
un orden fijo, pero con la premisa clara que dura poco el tema del sol y la optima
temperatura del mar, y que los amigos estarán junto a ti todo el año, en la
calma espera de reeditar esos tres meses mágicos, donde las preocupaciones son
distintas, las obligaciones son las mismas pero se encaran de mejor talante, y
el ser ocioso que se deja caer sobre una lona, por más de cinco horas en la
arena sin hacer casi nada, está bien visto. Si hasta el entorno lo propicia y
respalda.
Y llega junio y uno comienza a
tantear la temperatura del agua. Los primeros días son finas agujas en tus
piernas, lacerándote. Entonces disimulas, juntas algo más que valor, realizas
una rápida zambullida y vuelves raudo al calor de la toalla. De tanteo en
tanteo se te pasan varios días, mientras miras con admiración a los más osados,
que no dan muestras de estar sufriendo en la inmersión, nadando incluso hasta
la boya amarilla, límite mental que algunos navegantes fijamos como objetivo.
Los niños, que parecen no reparar en la temperatura ambiental y del mar, te
exigen un chapuzón, y lo que es peor, no muestran apuro ni ganas de abandonar
el escaso salto de las escasas olas en nuestras orillas.
En realidad hay un cuarto placer,
que además se repite todo el año. Pero la lectura en la playa parece generar otro
tipo de confort, el abandonarte definitivamente al argumento de la novela, sin
reparar que a tu alrededor arriba y se va la gente, que se pliegan lonas o se
airean bocadillos deliciosos, que las páginas sin mediar aviso se van llenando
de arena, y fundamentalmente, donde las interrupciones no son mal vistas. La
llegada del primer amigo, amerita el final de la lectura, y a diferencia de lo que
me suceda en un transporte público, donde cualquiera que ose frenar mi ansia de
lectura verá la peor de mis caras, en la incomodidad de la lona sólo encontrará
la satisfacción del encuentro. La lectura podrá esperar, no incomoda marcar con
el señalador la página que no concuerde con el final de un capítulo, ni
siquiera con un punto y aparte. Un secreto que me permite tal actitud, es que
en el mes de agosto me entrego a lectura algo más liviana, pasajera.
A poco de arribar a la playa,
solemos utilizar el mismo espacio físico todo el verano. Ha ido sufriendo
algunas modificaciones nuestra localización, ya que el nacimiento de los hijos
de amigos obligan a estar bien cerca del borde, para observarlos o turnarse
para acompañarlos a desafiar la olita de la orilla. Al estar en contacto con el sol, el
calor se siente en el cuerpo y el deseo de nadar llega a límites tolerables, ahí comienza el ritual de la inmersión. Antes contaba con las antiparras, pero será
que gracias a la repetición, me he acostumbrado a nadar en el mar sin la
necesidad de gafas. Ojos bien abiertos, la boca que se abre al momento de sacar
la cabeza del agua, confirmando lo hermoso que es arrebatar una bocanada de
oxígeno antes de continuar con el ejercicio. Así sin pensar demasiado, tratando
de mejorar la brazada, no sea cosa de que la eterna contractura me fastidie el
mejor plan del día. Así hasta la boya, si hay fuerzas hasta la siguiente y si
no, descansar un rato y regresar.
Unos minutos al lado de la señal
amarilla flotando y mirando el monte, o el volumen del mar y destacando que de
la playa casi no llegan sonidos. A tu alrededor, otros nadadores mantienen el
ritual, y al arribar a la boya, suelen tocarla como condición sine qua non, te
saludan, te comentan lo deliciosa que está el agua y retoman la rutina del
braceado. Es de destacar que en esos momentos, nadie parece cansado, siquiera
estresado. En el momento de nadar distancias considerables, la repetición de la
brazada hipnotiza, nos hace sentir que superamos los límites del cuerpo al tiempo que el tiempo se cancela.
Porque la sorpresa nos invade cuando comprobamos que hemos estado por más de
media hora cautivados, donde el cuerpo se ensancha y la euforia interior es
inmensa.
Persisto en la intención de depurar
mis brazadas. Soy de los que creen que se nada como se vive, es decir que si
alguien observa mi nadar, debo mantener un estilo y elegancia. Me agrada
observar a los nadadores desde mi cómoda posición en la lona. Me estimula la
gracia y el estilo ajeno. Tantas veces he determinado personalidades a través
de una observación. Es que hay braceados torpes que hacen más ruido que
avances, pero también hay gacelas sincronizadas, hay maneras agresivas o melancólicas,
abundan los clásicos pero se animan los intrépidos e improvisados. El cuerpo
humano habla en esos movimientos y en estos últimos años, el mío me anuncia que
cada vez me cuesta más nadar durante un tiempo largo.
Este último verano me sentí un
nostálgico, observando la boya amarilla como un objeto de placer tan lejos de
mi alcance. Casi todos los días me juramenté retomar esa magnífica costumbre,
pero al zambullirme siempre primó una sensación de tener frío en el cuerpo, y
pereza de hacer el ejercicio otras veces tan disfrutados. Desde la orilla intenté
más de una vez motivarme con buenos estilos, con el color del mar, con la
temperatura ideal, con la quietud del agua y con el desafío de seguir haciendo
un ejercicio saludable. Pero era sumergirme y la inmediata sensación de pereza,
de sacar la cabeza del agua y regresar a la lona.
Nadar tiene un componente especial,
que es la soledad. Si bien, algunas veces he nadado en compañía de amigos sin
afán de competencia, el arte de nadar es una actividad solitaria y muda. Callado
de hablar, porque a veces resulta imposible acallar tu conciencia. En momentos
de ejercicio intenso, tu mente a su vez, puede estar trabajando en pensamientos
o reflexiones. Te haces preguntas y te las respondes, cuentas las brazadas,
calculas los metros que resta para llegar al objetivo, abres bien los ojos con
la esperanza de distinguir el fondo gracias a la transparencia del agua, todo
eso lo piensas, pero a su vez estás solo. A tu derecha tienes un amigo, más
adelante otro par de bañistas, a veces en tu camino reposa el navegar de una
gaviota. Pero es un ejercicio de recreación. No nadamos para salvar la vida o
para arribar a la orilla luego de un naufragio. En esos momentos cruciales, la
soledad es terrible, en el esparcimiento solo es relajación, reencontrarse con
uno mismo. Algunos poetas asocian la natación con la soledad de la muerte o con
la soledad del estado fetal, el regreso al útero. La natación oscila entre un
costado romántico o suicida.
El nadar fue fundamental para la
educación pública entre los egipcios 2500 años antes de Cristo. Los atenienses
aprendían desde la niñez a leer, escribir y nadar. La misma actitud aplicaron
etruscos y romanos. A partir de la Edad Media no estuvo bien visto, según dicen
por injerencia, entre otros, del cristianismo, que desaconsejaba o prohibía
cualquier actividad que se realizara con al menos, el torso desnudo. También es
justo destacar que durante esa etapa se le otorgaba poca atención a lo
relacionado con el cuerpo humano. Esa tendencia se desatascó durante el
Renacimiento, considerándola la actividad más idónea de las actividades físicas.
Como fruto de esa concepción, surgen los primeros escritos vinculados a la
natación.
Y son bastantes las obras donde un
nadador o la natación es protagonista. Siempre surgirán de inmediato dos o tres
nombres. El nadador por excelencia es Ulises en la Odisea, el Tarzán de los
monos de Edgar Rice Burroughs, o el personaje de Neddy Merrill en "El
Nadador", de John Cheever, cuyo papel en el cine inmortalizó Burt
Lancaster. El agua arrebató la vida de fácil quince escritores, donde siempre
destacaremos a Alfonsina Storni, Virginia Woolf, Harold Crane, Paul Celan o
Robert Byron. Para Paul Valery, la natación evoca el acto sexual. Thomas de
Quincey comparó los placeres de la natación con la borrachera del opio. Graham Greene
y Evelyn Waught intentaron suicidarse nadando mar adentro. Ernest Hemingway,
cada tarde luego de escribir, acostumbraba a nadar media milla en su piscina.
En esta última semana, armado de
valor y a sabiendas que termina la temporada, regresé un par de veces hasta la
boya amarilla. Contra mi pronóstico, no sentí ni agitación ni cansancio.
Regresé al placer de desafiar mis limites, en estos tiempos el mental,
gobernado por la desgana. Al regresar a la orilla, junto a mis amigos, y luego
de la ducha helada reparadora, me quedo unos minutos de a pie, aprovecho para
leer un par de páginas de mi lectura ligera. Al recostarme en la lona, puedo
afirmar que se va otro verano, pero al igual que mis amigos, he desconectado,
pero también he conectado conmigo mismo, y vaya si lo necesito...
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