"Todo movimiento, cualquiera que sea su
causa, es creador".
Edgar Allan Poe.
El viaje está en nuestras raíces, forma parte de
nosotros. Pero el periplo tantas veces no anuncia un destino final, se marcha
hacia lo desconocido. Podría ser una metáfora de nuestras vidas. Hay gente que
no necesita un mapa, una dirección, una reserva, una garantía. Sólo marchan,
viajan y deciden si regresan o aceptan nuevos desafíos. Otros se mueven momentáneamente,
con fecha cerrada de retorno. Hay algunos, entre los que me encuentro, que se
mueven según los vaivenes que plantea el destino, pero en su fuero íntimo
preferiría tener prefijado el tour, el paquete turístico bien definido, la
supuesta espalda cubierta.
Si realizo una escapada a cualquier ciudad, en
este caso Milán, entre mis pertenencias llevaré una agenda con los horarios y
frecuencias de medios de transporte público. De obtener la información, es
seguro que tendré atado todas las combinaciones posibles, con sus horarios. Si
voy a optar por el tren, necesito saber cuáles son los nombres de las cinco
estaciones anteriores a mi emplazamiento. Será que si bien soy algo osado,
necesito información. No me gusta enterarme que me he perdido o que no se por
donde transito, o desconocer el nombre de la siguiente parada. Creo que temo
tener que levantarme raudo para bajar de inmediato y todos confirmen que soy un
improvisado que no conoce su camino.
Del aeropuerto de Malpensa a la ciudad de Milán
le separan sesenta kilómetros. El Malpensa Express es una excelente opción, ya
que en menos de una hora te acerca a Milano Centrale y es factible que desde
esa estación tengas opciones de moverte hacia cualquier lado. En mi caso debía
combinar con la línea M3 de metro para llegar a destino. En mis papeles
figuraban los horarios de salida del tren, y mis especulaciones en caso de
demora o adelanto en el arribo del avión procedente de Bilbao. No contento con
los horarios y los precios, siempre opto por anotarme todas las paradas
intermedias que habrá de realizar y, gracias a algunas webs por demás
completas, apunto también los horarios en que deberían llegar a cada estación.
Trenitalia es de esos portales, uno puede exprimirla hasta casi el máximo.
Uno de los placeres más silenciosos en mi vida es
confirmar que los puertas de un medio de transporte se cierran en hora, en el
minuto prometido. El lento comienzo de la marcha de un tren a horario se insinúa
como la premonición de que todo es posible. La sorpresa de la primera estación
me suele mantener en vilo. Es como si fuera una criatura que espera, con
recelo, encontrarse con un nombre fuera de lo previsto. Es decir, que al
confirmar que la primera estación se llama igual a la que tengo apuntado,
me brinda recién en ese momento, la
garantía de que tengo casi todo controlado.
Mis compañeros ocasionales de viaje, casi todos ibéricos,
conversan distendidos pero también arrastran esa costumbre de hacer momentáneamente
silencio a fin de atisbar el nombre de la estación a la que estamos arribando.
En el trayecto del Malpensa Express no abundan las referencias de carteles en
las estaciones y pude comprobar el fastidio de muchos viajantes, era de noche y
aún sin conocer de nada la estación a la que se llegaba, deseaban tener la
referencia de un nombre al que aferrarse, para seguir viaje tranquilos.
Yo en cambio, seguía la lectura de mi novela de
turno. Pero entre argumentos y capítulos, estaba atento a la siguiente estación
y horario de arribo. A pesar de desconocer el nombre de cada parada, me basaba
en el horario de arribo y salida para confirmar mentalmente que todo estaba tal
lo previsto. Sabía que de persistir la manía milanesa de no poner carteles en las
estaciones, debería llegar a Milano Centrale en cincuenta minutos exactos. Y
todo se iba cumpliendo. Ustedes podrán argumentar que dudan de mi concentración
en la lectura de la novela de Vila-Matas (en esa ocasión). No me afecta, llevo
años preguntándome lo mismo.
A falta de dos minutos para arribar a la estación
de Milano Centrale, el tren comienza un lento y exasperante cambio de ritmo. Es
la inminencia de una estación terminal, pero no hay cartel que lo confirme. Pero
estoy atento al reloj del móvil . Faltan dos minutos para las nueve de la
noche, y en ese horario está fijado el final del camino. Así que sin
confirmación de la estación, me levanto para preparar mi maleta. A lo cual, un
par de viajantes me preguntan en castellano, y con dudas en su rostro, si
estamos arribando a Milano Centrale. Y con mi habitual tranquilidad contengo la
euforia de poder confirmar que no soy un obseso, la gente siempre necesita corroborar
que estamos arribando a destino. La diferencia es que algunos esperan y
preguntan. Otros, porque arrastramos algunas taras, lo llevamos apuntado en
nuestras agendas.
No debe ser tan meritoria esta experiencia para
animarme a escribir cinco carillas sobre esta supuesta virtud o manía. Pero
creo que es llamativa y compartida. A más de uno le habrá angustiado, emocionado
o intrigado saber que estábamos a punto de arribar a un lugar desconocido, a
punto de descubrirlo. Los chicos en su habitual falta de paciencia, nos abruman
con la remanida: ¿Cuánto falta? o ¿Cuándo llegamos?
Buscar los carteles de combinación con el metro o
autobús en realidad es tarea sencilla. Es necesario mantener la calma,
potenciar una siempre necesaria curiosidad y mantenerse fiel a su buen
instinto. La mayoría de las estaciones que combinan están perfectamente
señalizadas. Somos nosotros los que nos perdemos y somos nosotros los que de
inmediato echamos la culpa a la ciudad que arribamos de no estar bien trazados
sus mapas urbanísticos. Pero en esa combinación necesaria de la línea tres
cometo un error no habitual en mí, me tomo el primer metro que veo en
plataforma y no confirmo que su destino final es Sesto 1º Maggio (que coincide con mi
lugar de arribo) sino que me dirijo por error dirección Bisceglie. Apenas me
fastidio, porque la primera estación, que tenía apuntada de antemano, no
coincide y confirma lo que sabía, que había tomado la opción equivocada.
En minutos remedié la situación simplemente
cruzando el andén. Si todo error fuera tan fácilmente subsanado, la vida
tendría otro sentido. Y antes de enojarme por mi distracción, me felicité por
tener el recorrido apuntado. Yo bien se las veces que pudo haber enojado a mis
acompañantes que no me abandonara a la buena de Dios en los trayectos
turísticos. Eso sí, lo placentero de sus viajes responde a que siempre hay
alguien atento a pegarles el grito de que hay que bajarse en la siguiente.
Y me vino a la mente una pregunta que me hizo mi
sobrino Ignacio cuando estuve de visita en Argentina. Habitualmente silencioso
y transitando esa adolescencia que te exige ser más silencioso y reservado aún,
me consultó sobre qué era lo que más me asustaba a la hora de viajar en avión.
El pobre Nacho, esperaría en mí una respuesta apocalíptica o energizante, y se
encontró con la híbrida eterna duda que en cada viaje me carcome: "Lo
único que me asusta es la previa, es ir confirmando los diversos pasos para
llegar hasta el avión. Luego el viaje es pura rutina".
A mí me asusta no tener a última momento el
documento o pasaporte tantas veces revisado en el camino. Me perturba imaginar
que algo en el check-in está incorrecto. Me molesta pasar por el escaner. Mis
rayos internos hacen un recorrido por bolsos y maletas al mismo tiempo que
personal del aeropuerto. Nunca he tenido problemas, pero me siguen perturbando
esos momentos. Me siento vulnerable, me he quitado el cinturón y parece que
fuera el centro de mi equilibrio. Y no les digo nada si me obligan a quitarme
mi calzado talla 46. No soy persona en esos casos.
Además del cinturón, zapato, reloj, móvil, cadenas
o monedas que colocas en un recipiente, siempre es necesario que te hagan una
pregunta del tipo absurda. Si llevas alimentos, plantas, armas, portátiles, químicos
o cosas de esas. Pero si bien en castellano es de por sí frustrante el momento,
se hace insoportable si la consulta se realiza en otro idioma. Vaya a saber
porqué, a la mayoría de los mortales se le puede poner cara de tonto a la hora
de afrontar ese casi último trámite antes del vuelo. Mientras me colocó el
cinturón y devuelvo las monedas a mi bolsillo trasero del pantalón, mi
cerebrito que no despega, se está preguntando si he guardado bien mi documento,
ya que todavía debo mostrarlo a la hora de embarcar.
Con tantas precauciones y reservas, es de
justicia que luego el viaje me resulte de lo más normal o anodino. Sería una
picardía que tuviera fobias o manías durante el viaje. En ese momento, me
abandono a la lectura o intento dormir un poco. Sé que forma parte de la
tarifa, que tarde o temprano, alguien me pise o me despierte ante la necesidad
de acudir al baño, aún cuando estamos hablando de un viaje de escasa hora y
media hasta el destino.
Cuando era joven, era un momento límite la
pregunta de una autoridad policiaca que irrumpía en la ruta o en una frontera.
¿Adónde viaja? Si la analizamos generalmente es una pregunta absurda, casi
siempre todos conocemos el destino que nos aguarda. Pero cuántas veces hemos
dudado de nuestras respuestas, como si estuviéramos escondiendo algo en nuestra
contestación. Y me ha sorprendido alguna vez mi reacción, ya que creo que me
molesta que duden de una supuesta improvisación, algo que en materia de
trayectos es prácticamente imposible que suceda.
Y llevo delirando cuatro carillas con este
sinsentido. Quizás porque el bueno de Juan José Millas plantea en su última
novela -La mujer loca- la posibilidad de acceder a autobuses que no vayan a
ningún lado. Me perturbó la efímera posibilidad que sucediera, no se cómo
afrontaría el fenómeno de arribar a una parada intermedia y no poder
confirmarla entre mis apuntes. Si bien es cierto, que muy pocas veces en mis
escapadas turísticas me he subido a un bus o tranvía con la intención solamente
de perderme entre las calles de alguna ciudad, en mi fuero intimo confiaba que
a la hora de bajarme me aguardaría cercano una oficina de información turística
que me obsequiara con un plano o con un impreso con los medios de transporte
que hagan de esa extraña osadía de no fijar previo destino, simplemente el
antídoto para que no se haga costumbre en mi organismo.
"Todo el mundo quiere ir a
algún sitio, necesidad universal reveladora de que no vamos a ninguno",
concluye su análisis el personaje encarnado por el propio Millás en la novela. Y
para cerrar esta entrada, les cuento en la intimidad de la escritura, un miedo
que me persigue en los aeropuertos, generalmente de destino, que no me animé a
contarle a Nacho, quizás para no perturbarle la adolescencia, etapa de por sí
perturbadora.
Cuando arribo a un aeropuerto me
siento inseguro. Veo a mis costados un mundo de gente que camina hacia puertas
de embarque, de salidas o cintas con un andar aparentemente seguro. Y yo, que
no estoy en ese aeropuerto porque improvisé, sino porque lo planifiqué, siento
que mi papel de turista me desmerece, ya que un aeropuerto traslada la
sensación de que todos van hacia algo relevante. Y yo me vengo abajo, y lleva un
buen tiempo de tratamiento. Porque siento que yo no voy hacia ningún lugar destacado.
En ese momento, echo mano de mis apuntes y confirmo raudo que la salida y la
conexión con el medio de transporte público está tal cual lo había previsto de
antemano...
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