Yo sé que existo porque tú me
imaginas.
Ángel González - Poeta.
En los intervalos que genera la distancia entre familiares y
amigos, uno a veces cree que de ti se han olvidado. Que al no estar en su día a
día, eres un efímero recuerdo, eres una anécdota gastada, eres una imagen
difusa. Del otro lado, puede suceder lo mismo. Estás toda una semana pensando
que debes llamar a tal familiar o amigo, y a veces los siete días se disipan
sin encontrar esa hora o fracción que te deje sentarte al teléfono o
enfrentarte al monitor para un skype. Y te sientes olvidado por ellos y al
mismo tiempo, sientes que tus obligaciones actuales te alejan aún más que esos
doce mil kilómetros. Pero no sabes que hay un sinfín de hechos que te acercan
todo el tiempo a tus afectos, y esas ocasiones responden a los recuerdos.
Es que la vida está repleta de "dobles vidas". Sin
que nos enteremos, gravitan por todos lados historias que has vivido, anécdotas
con gracia, gestos que siguen emocionando, momentos ingratos que aún escuecen.
Y estas leyendas te reemplazan, agigantan tu memoria, mantienen tu vigencia.
Pasan de un familiar a otro, cada amigo le agrega su impronta para recordar el
momento, no pierdes vigencia, nadie te olvida. Lo único que sucede es que no
estás presente para reírte de aquel incidente, de aquella reacción o de una
supuesta gracia, que vista desde esta edad parece mala broma de púber
inexperto.
Y alguna vez en uno de los regresos, te presentan a otra
persona que te suelta casi sin preámbulo: "Es como si te conociera, me han
contado tantas cosas tuyas"; y te sientes raro, y dosificas la aceptación
hacia esa nueva amistad de tu familiar o amigo que parece que hace tiempo es
afín a vos, sin que te hubieras enterado. "Siempre me río cuando me
cuentan la anécdota del barco ruso. ¿Fue verdad?", y de repente ese "desconocido"
te pide que abundes en detalles, que confirmes cada dato que hace décadas
circula por un círculo de afectos que pensabas que era limitado, pero que
trasciende fronteras. Basta que un amigo se marche a otro continente para que
ese acontecimiento se convierta en internacional. Yo mismo hice cosmopolita los
desmadres de muchos de mis conocidos.
Y a veces esos recuerdos sufren grietas, malformaciones.
Depende del prisma de quien las cuente, podemos distinguir su buena o mala uva.
Pero debo reconocer que duele encontrar pululando algún momento
"tuyo" que esté mal contado o se haya tergiversado tu intención.
Parece ser que las historias pierden tu huella una vez que salen de tu boca o
de tu accionar. Y pasan a ser de los que la cuentan o interpretan. Por eso las
reencontrarás con comicidad, con dolor, como gesta, como ridiculez, como ofensa
o como carcajada. Y te costará reencontrarte con el origen de la historia.
Y otras veces te cuesta recordar el acontecimiento que todos
te acreditan. Puede tratarse de un acto intrascendente, que alguien determinó
que era determinante. Y trasciende a uno mismo, a su memoria, a su recuerdo. Y
te toca convivir con un momento de tu vida que no habías reparado, que no te
había interesado, que había ocurrido casi de sorpresa, casualidad, con
intrascendencia. Pero antes que enojarte porque alguien le dio vida, prefieres
reírte ante la fuerza que ha tomado, ante la vigencia que los juglares insisten
en dejar vivo.
Esos recuerdos actúan como esos pisos donde has crecido, como
esos posters que has colgado en tu habitación de niño y que hace tiempo que no
existen en tu vida. Otras personas vivirán donde tú, y no sabrán que un sinfín
de momentos te han mercado entre esas cuatro paredes. Otras gentes estarán
construyendo anécdotas propias en un espacio que fue solo tuyo, en un lugar
donde afianzaste tu personalidad, donde desarrollaste una identidad. Esas
paredes habrán cambiado varias veces de color, condicionado por si la habitaron
niños o niñas. Tus posters de Freddy Mercury, Clint Eastwood, Diego Maradona,
el pato Ubaldo Fillol, el pulpo Leopoldo Luque o River Plate campeón 1975, no
han dejado en la pared ni la marca de la chincheta o de la cinta celo. La
obtusa persistencia de los hombres de hacer obras al entrar en una morada,
suele dejar sepultadas bajo el revoque, esas marcas que para nosotros fueron
entrañables.
Y se da el caso que en este mismo momento, un extraño tenga
en sus manos una foto de un momento crucial de tu existencia. ¿Cómo llegó a sus
manos? Por tantos medios, la mayoría de ellos casuales. Y ese desconocido
juegue a hacer una precisión de valor sobre tu persona en base a detalles de
esa fotografía. ¿A qué sientes imperiosa necesidad de estar allí escuchando
"tu" evaluación para determinar si es correcta o errónea? Es que lo
hemos hecho todos. Sobre una imagen podemos aventurar el carácter del
retratado, el momento de dicha o infelicidad que trasciende a un rostro, a una
postura, a lo vigente de una vestimenta en lo relativo a la moda o al buen
gusto. Nos gusta imaginar el pasado no vivido, nos sigue maravillando lo
desconocido de los tiempos lejanos, aquellos que nos precedieron, encontrarle
un parecido con nuestros genes, encontrarles afinidad, cercanía.
Por ejemplo, yo he conocido a mis abuelos a través de las
fotos. Y de los recuerdos que me acumuló mi madre. Mi viejo, por otro lado,
nunca fue amigo de detallar genes, su familia se "presentó" de golpe
el día que arribé al País Vasco y mi tía me contó de la "existencia"
de los otros tres hermanos de mi padre y de sus familias. Mi tía me permitió
encontrar fotos de mi padre en su adolescencia o juventud, verdadero hallazgo
hasta para mi madre. Tuve que imprimir copias de los retratos para enviarlos a
Buenos Aires, donde adquirieron mística, impronta y de paso, contenido a una
vida de mi viejo que tenía un sinfín de matices sin descubrir.
Las redes sociales de repente te devuelven un pedazo de tu
historia. A un costado, y pareciera que por arte de magia, suelen aparecer
caritas y nombres de personas que tal vez conozcas. Y algunas veces, esos
rostros te pueden devolver a treinta años atrás. Es mágico ese arrebato, te
vuelven las anécdotas de inmediato, te sonreís de una gracia que estaba
sepultada en tu subconsciente en las últimas tres décadas. Es tanta la añoranza
que de inmediato le cursas una invitación para incorporarlo a tus conocidos.
Aunque no vuelvas a escribirte, aunque no vuelvas a verlo. Has recuperado parte
de tu memoria, y muchas veces ese solo gesto es suficiente, arropador.
Y chateando con un amigo, surge la duda del nombre de una
conocida en común. No tenemos manera de recuperar su apelativo, mote o alías,
por más que recuperemos en fracción de segundos infinidad de detalles o
características. Sólo tenemos una anécdota, común para mi amigo, y clave para
mí. Me dice: "Me acuerdo cuando presentó el cuento ganador en el Banco
Ciudad de la calle Cabildo allá por finales de siglo". Y te viene el
recuerdo a la mente en el acto. Y lo paradójico es que vuelve todo menos el
nombre de ella, que fue fundamental en un momento de mi vida, porque aquel
cuento ganador es un reflejo en parte, de un hecho que condicionó mi existencia.
Y que en un impulso y cumpliendo una consigna de taller literario, una tarde entre
té y masas, me animé a recordar. Y de ese relato surgieron doce historias, una
por cada participante del taller. Y me di cuenta en el acto que no debí haber
abierto esa puerta, porque cada interpretación se alejaba de la mía. Y muchas
de ellas me molestaban o dolían.
Pero el cuento ganador respetó en parte mi esencia. Está
claro que su autora le agregó su huella, le incorporó su estilo, dejó su sello
de alumna avanzada en la escritura. Así todo, el día que me presenté a la
entrega de premios, mi estado de ánimo fue mutando sin que yo pudiera advertir
los vaivenes que se sucederían. La ceremonia necesitaba previamente que los
presentes en el acto, conocieran el material premiado. Y mi compañera entonó
con maestría aquella vieja historia mía de amor que nunca trascendió, pero que
dejo huella en mi interior. Parado atrás de todo, y en compañía de mi esposa, a
la hora de los aplausos y vítores, le confesé aún conmocionado y sorprendido,
que a pesar de entender que todos aplaudían el relato, en realidad estaban ovacionando
mi historia inconclusa, la frustración de un momento de mi vida.
Sigo sin recordar el nombre de mi compañera de taller. Es tan
intenso su recuerdo que parece absurdo que no pueda evocar su nombre. Ella aún
mantiene una parte de mi vida encerrada en un diskette, en cuatro folios o en
un disco externo, o en un premio en la pared. Quizás ella tomó vuelo en su
literatura a partir de aquel momento. Quizás ese fue su único momento de
gloria, quizás el día que la contacte ni ella misma se acuerde de aquel
momento. Hay una doble vida en todas las vidas, y en aquel cuento mi historia
de amor trunca al menos tuvo un final donde se explica con romanticismo el
porqué de una vida con desencuentros, afinidades o transitoriedades.
En alguna parte, ahora mismo, puede suceder que alguien esté
hablando de mí. En un par de horas, se puede dar el caso que algunos estén
leyendo esta entrada de tantas vidas. De algunos me enteraré por sus
comentarios o agregados. La mayoría pasará sin que entere, tantas veces
desconozco lo que opinan de mi escritura. Quizás mañana, cuando el 2.0 de la
web suene a prehistoria, alguien encuentre este blog como reliquia y le brinde
su impronta, y me haga inmortal, aunque de las interpretaciones de ese futuro,
que aún no existe (vaya paradoja, un futuro nunca existe hasta que se hace
presente) diste un mundo de la realidad contada o vivida.
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