"La conformidad es el proceso
por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos,
decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría."
Solomon Asch.
Hace tantos años, que parece fue en
otra vida, participé en un taller de interpretación de textos en la SADE (Sociedad Argentina de Escritores),
en Buenos Aires. Eran los tiempos donde sentía que crecía en mi interior el
gusanillo por la lectura y la escritura, necesitando referencias para saber a
qué atenerme, diagnosticarme. Esos amigos o conocidos que siempre existen, que
te aconsejan el mejor lugar, me derivaron a la puerta de la SADE, presidida en
otros tiempos por el mismísimo Jorge Luis Borges.
El curso lo moderaba una escritora
argentina ganadora de un premio Planeta. En un ámbito colmado por retratos de
plumas ilustres, se generaba una secuencia calcada a la hora de interpretar
textos o aportar conclusiones. Resultaba muy difícil contrariar esa tendencia. En
la gran mesa que dominaba el salón, los ocho participantes aportaban sus
teorías siguiendo un orden escalonado, ya sea de derecha a izquierda o a su
inversa. En esos momentos, algunos se sentían obligados a expresar conclusiones
sublimes, muy literarias, dignas de las mentes como los retratados que nos
observaban y condicionaban, y de la institución donde cursábamos. Y si el
primero decía una tontería o nadería, esa bobada subordinaba al resto de
exponentes. No es fácil frenar la opinión de una mayoría, aun cuando estén
equivocados o peor aún, cuando no sepan nada de lo que están opinando. No es
fácil, vale aclararlo, cuando no se tiene convicción, además de cultura o
instrucción.
Se convertía en una cuesta casi
insalvable el que te tocara participar en un sexto turno de opinión y tener,
además, un criterio totalmente enfrentado del ritual que generó la ronda de
opiniones. Y dependiendo el estado de ánimo que tuviera, o el cansancio de
tantas horas de oficina o presiones por campañas publicitarias, algunas veces
opté por decir más de lo mismo y dejar que se completara el ciclo. En mi interior,
experimentaba lo difícil de mantener una opinión distante cuando una realidad
ya estaba impuesta por más de una persona.
Ahora bien, si la primera opinión
era dubitativa, aún cuando sus precisiones fueran acertadas, se daba el caso
que los demás se envalentonaban para contradecirlo. En un ámbito como los
literarios, se suele abusar de un lenguaje a veces rebuscado, con la falsa
creencia que hablando complicado se alcanza el grado de sabiduría. Y si la
primera opinión era errónea a niveles absurdos, también se le enfrentaba. Pero
daba la sensación de que todo dependía de la convicción con la cada integrante
se manifestara. Hoy viendo el escaso nivel de los políticos, y su obstinación por
no contestar a nuestros requerimientos vitales, me acuerdo más de una vez de
aquellas rondas de interpretación de textos.
Hasta que probé enfrentarme a la
marea de opiniones. Me di cuenta que si mi opinión era la quinta o sexta, no
debía dudar. El golpe por sorpresa podía ser fundamental. Sin que venga a
cuento o haga una introducción previendo mi disidencia, la manifestaba y fundamentaba
casi al mismo tiempo. Y regado por una dosis considerable de convicción y
preciso lenguaje, fui comprobando que era un error mío, el sentirme
condicionado por una sucesión de opiniones encontradas. En esos días aprendí
finalmente a rebatir opiniones, a confrontarlas, a discutirlas y muchas veces a
recapacitar y reconducir mis ideas o pensamientos mal cimentados. Hoy viendo el
accionar de nuestras sociedades, extraño esos tiempos, donde no coincidir no
era faltar el respeto o que te lo falten, denigrándote.
En mi infancia y adolescencia
siempre me costó confrontar con la gente, sobre todo con aquellas personas que
no conocía. Me intimidaba más el error del otro, que el posible mío. Optaba por
escuchar más que por participar. O al menos, creía que mi participación se
limitaba a la de escuchante. En algunos de mis ciclos de terapia, pude
justificar esta falencia en la convicción que siempre sostuvo mi padre a la
hora de debatir con extraños o afines, que a mí me amedrentaba. Con pasión y
énfasis siempre acompañó sus soliloquios el vasco Marina, y para mí el elevar
el tono de voz y además, contradecir al otro, era sinónimo de conflicto y
suponía que mi padre desacreditaba sin más a su contrincante, a riesgo de un
enfrentamiento inminente en lo físico. Quizás al vivir en el País Vasco, logré
deducir lo que la terapia no resolvió: el levantar la voz no siempre es un sinónimo dictatorial, tantas veces representa
el estilo de una raza de sostener una pasión o convicción. Tantas veces extraño
la perdida de la moderación de los que levantan la voz a la hora de sostener
una confrontación como único recurso para amedrentar.
Existe un trastorno cuya
particularidad es que las personas que lo padecen evitan sobresalir por encima
de otras personas, aún cuando estén empapados o calificados sobre lo que se
esté hablando. El Síndrome de Solomon se basa en la presión que ejerce un grupo
sobre algunos particulares, condicionándolos más de lo que uno cree. Resulta demoledor
observar como varios de nuestros gobernantes nos someten aún cuando no se
vislumbren en ellos rasgos calificadores, salvo quizás el de la personalidad.
La baja estima suele ser el
principal elemento que permite ese sometimiento. Esa carencia de aprecio
personal tantas veces permite que nos marginemos, sintiéndonos vulnerables.
Emociones como la envidia, el miedo, burla, subestimación, intolerancia o
amenaza, priman sobre el concepto al que todos deberíamos aspirar, que es la
cultura del reconocimiento o de la constancia, sin que sea mal visto el saber
por nuestro entorno. Dichas carencias arrastradas en el tiempo permiten vislumbrar
esa intolerancia actual en la sociedad, ante una opinión divergente, calificándola
de enfrentada, intencionada, guíonada o traicionera. Y otro conflicto difícil de
encarar y resolver en estos tiempos, es aquel que persiste en la obstinación de
creer que no se puede contrariar a una mayoría, por el sólo hecho de pensar que
al ser mayoría, se lleva mayor razón.
El síndrome de Solomon suele poner
de manifiesto el lado oscuro de las sociedades. Desnuda la falta de confianza
de sus individuos, ya que uno cree que nuestro valor o convicción depende de
que los demás nos valoren. Y además queda de manifiesto que nuestras sociedades
suelen premiar al improvisado o trepador, condenando al talento, capacidad o éxito
que no sean propios. La Real Academia Española define la envidia como la
emoción que provoca tristeza o desdicha al observar el bien ajeno. Algunos nos
sentimos menos solo por el hecho de que otros tienen o aparentan más.
¿Y que experimentó en 1951 Solomon
Asch para ser acreedor del título de un síndrome? Experimentó sobre la conducta
humana en un entorno social. Haciéndose pasar por oculista, se presentó en un
instituto para realizar una prueba de visión. Para lo cual trazaba tres líneas
verticales de diferentes longitudes dibujadas junto a una cuarta línea. De
izquierda a derecha, la primera y cuarta medían exactamente lo mismo. Asch
pedía en voz alta que los participantes dijeran cuál de entre las tres líneas
verticales era igual a la cuarta. Pero para llevar a cabo la prueba, contó con
la complicidad de siete estudiantes fijos que debían aportar, de exprofeso, una
respuesta errónea. El octavo participante, al igual que otros 122 jóvenes
voluntarios, no estaba al tanto del arreglo.
El alumno cobaya respondía siempre
en último lugar, debiendo escuchar las precisiones del resto de encuestados. A
pesar de resultar obvia la respuesta correcta, el influjo de las afirmaciones erróneas
influía sobre los que no sabían de la trampa existente. Sólo un 25% de los
participantes mantuvo su criterio a la hora de responder. El resto se dejó
intimidar por la respuesta absurda y errónea del resto de participantes.
Finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que si bien
distinguían correctamente la línea correcta, habían optado por la respuesta
equivocada por miedo a "equivocarse" y hacer el ridículo o ser el
único discordante.
Asch comprobó que estaba errado al considerar
que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino o
argumentos en la vida. Algunos toman decisiones o adoptan comportamientos para
evitar sobresalir, destacar o contradecir a un grupo social determinado. De ahí
que muchos, en un tiempo yo incluido, sientan un pánico atroz a expresarse en
público. Esa exposición nos afecta, quedamos a merced de lo que la gente pueda
pensar de nosotros, volviéndonos vulnerables.
El vivir lejos de tu zona de confort
te puede ayudar. Inesperadamente, una liberación interna sale a tu rescate. En
mis tiempos de agencia de publicidad, debía lidiar con presentaciones de
campañas, explicaciones de presupuestos o lanzamientos de piezas gráficas que
me obligaban a un esfuerzo adicional. La gente confiaba en mi criterio, pero
era yo el que debía esforzarse algo más para creer en mi capacidad. También era
evidente que muchas veces sentía un enorme pesar al ser la nota discordante,
aquel que advertía sobre las flaquezas de las campañas o de los discursos. Hoy
día, en cualquier tipo de presentación o exposición, suelo de ser de los
primeros en aportar mi punto de vista, y al ser un personaje exótico por ser
"distinto", muchas veces me enfrento a la disparidad de criterios,
que en verdad me enriquece o me reafirma.
Por último, pongo tanto énfasis en
mis soliloquios, que tantas veces me he visto reflejado en mi padre. He
entendido que no intento amedrentar al elevar la voz, solo que la pasión y tal vez
mi convencimiento, me llevan a subir el nervio para defender una idea. Pero en
todo caso, se sigue diferenciando con el grito ordinario que el grueso de los
disertantes del mundo utiliza para que todos sigamos siempre en la silenciosa
oscuridad de la mayoría...
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