Antes las distancias eran mayores
porque el espacio se mide por el tiempo.
Jorge Luis Borges.
Atontados, solemos estrellarnos
contra la realidad al redescubrir, una y otra vez en el tiempo, que la vida no
es una sucesión monótona de momentos divertidos y épicos. Avergonzados podemos
sentirnos cuando confirmamos que estamos descuidando las relaciones personales
y familiares, presionados por nuestra supuesta falta de tiempo y mucho de
indiferencia. Vulnerables y sollozantes nos mostramos cuando, sin reacción,
comprendemos que se nos va de esta vida alguien que había sido indispensable en
un momento dado. Atormentados, cuando solo podemos recuperar a las personas a
través del buen uso de nuestra memoria y recuerdos.
El pasado sábado mi tía me pidió que
estudiara sentado junto a ella. Siempre tiene frío, siempre está cubierta con
una manta, siempre está sentada en el mismo sillón. Su mirada siempre fue
penetrante, pero uno comprueba que esa fuerza hoy denota algo así como una
ojeada perdida en un submundo. Sorprende levantar la mirada y saber que te
observa. Pero carece de atención, le hablas y le cuesta focalizarte. Ha
perdido, entre otras cosas, la capacidad de monólogos largos. Entonces a las
pocas preguntas que se le hace, contesta con frases cortas. Cada tanto, con
quirúrgica precisión cronométrica, me ofrece un nuevo caramelo y me vuelve a
preguntar la fecha del examen. Me reiterará que le ha pedido a la virgen para
que apruebe. Siempre le sonrío retornando a los apuntes o test.
Cada vez que visito Buenos Aires,
siento una obligación gustosa de visitar semanalmente a mis tías. Este año
descubrí el vacío de que no estuviera una de ellas. La otra, mi madrina, hoy es
una persona tan distinta a la que he conocido. Pero se equipara a la de
siempre, en el hecho de que me ama con una profundidad que avergüenza, ya que esa fidelidad parece ser una muralla
inmensa para imitar, al menos para los habitantes de este siglo. Su precaria
situación nos enfrenta con una certeza que, a pesar de tanto avance, nos
encierra en la eterna ignorancia: No poder evitar que la lucha contra el tiempo
termina mal.
No solo perdemos cualidades morales
en el tiempo social. Es peor, además con el paso del tiempo personal cedemos
precisión en las facultades físicas y mentales.
Si logramos sortear los factores de riesgo de las distintas enfermedades,
nos topamos indefectiblemente con el mayor escollo que nunca se detiene: el
envejecimiento.
En los países occidentales, la
esperanza de vida aumenta a una tasa de dos años y medio por década, lo que
permite a lo largo de un siglo, extender nuestros dominios unos veinticinco
años más. Jorge Luis Borges definió a la vejez como "el ultraje de los
años". Muchos de los nuestros alcanzan ese grado con una independencia,
lucidez y decoro que estimula ese futuro sostenible. Existen otros que no
tienen la misma suerte.
Y nos hemos encriptado en una cultura
vacía que estimula a ser joven toda la vida. Adquirimos el material simbólico
del modelo exitoso de turno para defendernos de la frustración, y no paramos de
gastar dinero en copias. Elegimos las frases publicitarias y de marketing que
se asocian con el remanido "todo es posible" y nos olvidamos que la
principal máxima de la mercadotecnia debería ser: "El marketing es la
ciencia de generar frustraciones".
Si regresamos a Borges, la frase
completa antes dicha encierra la dignidad de la esperanza: "Convertir el
ultraje de los años en una música, en un rumor y un símbolo". Si busco más
símbolos, me aferro a una frase de André Maurois: "El arte de envejecer es
el arte de conservar alguna esperanza". Pablo Picasso desafiaba la brecha
generacional con proclamas: "Cuando me dicen que soy demasiado viejo para
hacer una cosa, procuro hacerla enseguida". Gilbert Chesterton anunció:
"Voy a envejecer para todo, para el amor, para la mentira, pero nunca
envejeceré para el asombro". Si buscamos la sabiduría que parece perdida,
es buena la frase de Olliver Holmes: "El joven conoce las reglas, pero el
viejo las excepciones". Henri-Frederic Amiel define: "Saber envejecer
es la obra maestra de la vida, y una de las cosas más difíciles en el arte
dificilísimo de la vida". Y prometo la última de este extenso párrafo, de
la mano del genial Oscar Wilde: "Envejecer no es nada; lo terrible es
seguir sintiéndose joven".
Y tal como deslumbrara Oscar Wilde
con El retrato de Dorian Grey, nos mal acostumbraron a creer que somos
portadores de cadáveres exquisitos, frase de un autor rosarino que no quiero
recordar. En busca de esa perfección, nos estancamos en una etapa en las que
nos cuesta asumir nuestro lugar, perdimos el roce con el desarrollo de una
autoridad propia y quitamos la responsabilidad de ser adultos, porque si
seguimos siendo adolescentes, nos hacen creer que más tardaremos en envejecer.
Cuando J. M. Barrie trascendió con
la historia de que todos los niños, excepto uno, crecían, nunca imaginó que su
Peter Pan definiría eternamente un síndrome. La inmadurez ha ido mutando, de
una resistencia a una anomalía. Como principio inicialmente masculino, esa
famosa igualdad de género que no se logra, permitió que ambos sexos desearan al
cincuenta y cincuenta no alcanzar la madurez, porque cruelmente con los
mercados experimentamos que si no nos reciclamos y reestructuramos como hace el
dinero, nos convertimos en obsoletos, y a eso lo llamamos con desprecio, viejo.
Entonces dejamos de cuestionar los
valores establecidos; directamente nos los pasamos por el forro. Asumimos la
existencia de varias burbujas, pero no nos animamos a calificar aquella pompa
que parece mecanismo de defensa y se llama, lisa y llanamente: "Inmadurez".
Nuestros profesores son víctimas y en el mejor de los casos, son colegas, pero
los estudiantes descreen que tengan sabiduría o conocimientos para cautivarlos.
Los padres de hoy no saben esconder sus miserias y pierden toda autoridad, y
también en el mejor de los casos, son camaradas de sus hijos pequeños o
adolescentes, dejándoles algunas decisiones importantes a ellos. Que figura
retórica podré escoger para nuestros inmaduros políticos, mejor dejémoslos en
el modesto corrupto o el tolerable incapaz. Y a los que se empecinaron en
llegar a mayores, que les den. Si no es así, consulten la aplicación de agenda
que tienen en su e-phone y confirmen la última vez que visitaron a ese pariente
envejecido.
Esa ciencia inexpugnable que
denominamos futuro, nos explica que la batalla por mejorar la esperanza de
vida, pasa fundamentalmente por una restricción calórica: comer un 30% menos de
lo que te pide el cuerpo y que no te falte ningún nutriente esencial. La
primera parte del plan es el empecinamiento de las reformas políticas
económicas. La de los nutrientes es subjetiva, siempre habrá una presidenta que
en el país de la carne, te alabe las bondades de la salchicha.
Y si le ganamos veinticinco años a
la muerte, nos encontramos con un dilema espantoso: ¿Quién acepta cuidar a los
"viejos" o enfermos? De momento, pensamos en las residencias,
geriátricos, médicos, hospitales u centros. Nos sucede lo mismo, que les sucede
a algunos padres: que de sus hijos se encargue otro, ya sea el colegio, el
educador, el abuelo, el monitor o el entrenador. Lo mismo con los políticos que
llevan más de una década en el gobierno, y en pleno ejercicio de su inmadurez,
a cualquier conflicto que surja, la culpa se le achaca a la supuesta externa corporación
del mal que no nos deja madurar, crecer, desarrollar. Si somos parte de un país
futbolero, nos podremos lucrar del excelso arte de pasarnos la pelota. Si no
destacan en el balompié, otros países experimentan el sueño del Neverland o
lavado de piel. Otros sufrieron advirtiéndonos de volvernos Peter Pan.
Al que le gustó leer El Quijote,
sabrá que ese entrañable anciano por la edad agobiado, apenas frisaba los
cincuenta años. La obra creada en 1605, definía que Alonso Quijano, el hidalgo
Don Quijote pareciera un vetusto adulto. En aquella época, la esperanza de vida
superaba algo más de los treinta años. Quijano enloqueció con la lectura de
novelas de caballería, sin permitirle a pleno disfrutar de su madurez, aunque
si leyeron el libro sabrán que era mucho más centrado que cualquier "joven"
actual que bordee los cincuenta años.
A la hora de almorzar el pasado
sábado, me detuve a observar a mi madrina. Un par de veces pidió disculpas por
tener que regresar al baño. Luego alabó la exquisitez de comer en cámara lenta,
su merluza rebozada y sorbió como un canario, un vaso de 7up, única bebida que
le acompaña. En mi interior se entremezcló la sensación de alivio porque
sobrevivió a una lucha cruel que le costó caro, con otra sensación angustiosa
de saber que para muchos, nuestra gente se puede convertir en un estorbo
insalvable. No abandoné la mesa a la espera de que terminara su porción de
dulce, y ella luego de guardarse como un misterio absurdo, un par de
servilletas de papel en su bolsillo, levantó la vista, me ofreció un caramelo y
antes de regresar a su sillón eterno, me preguntó: "Nene, ¿Cuándo das el
examen para pedirle a la virgen?
Arte
Poética
Mirar el río hecho
de tiempo y agua
y recordar que el
tiempo es otro río,
saber que nos
perdemos como el río
y que los rostros
pasan como el agua.
Sentir que la
vigilia es otro sueño
que sueña no soñar
y que la muerte
que teme nuestra
carne es esa muerte
de cada noche, que
se llama sueño.
Ver en el día o en
el año un símbolo
de los días del
hombre y de sus años,
convertir el
ultraje de los años
en una música, un
rumor y un símbolo,
ver en la muerte el
sueño, en el ocaso
un triste oro, tal
es la poesía
que es inmortal y
pobre. La poesía
vuelve como la
aurora y el ocaso.
A veces en las
tardes una cara
nos mira desde el
fondo de un espejo;
el arte debe ser
como ese espejo
que nos revela
nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises,
harto de prodigios,
lloró de amor al
divisar su Ítaca
verde y humilde. El
arte es esa Ítaca
de verde eternidad,
no de prodigios.
También es como el
río interminable
que pasa y queda y
es cristal de un mismo
Heráclito
inconstante, que es el mismo
y es otro, como el
río interminable.
Jorge Luis Borges
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