La foto perdura en el tiempo, más
ahora que la efeméride recuerda un cuarto de siglo de aquel impacto. Como
tantos, la mayoría optó por subir al muro y mostrar su euforia desplegando
banderas, a la vez que divisaban, quizás por primera vez, el otro lado, que dejaba de ser el otro país,
tan vigilado. Pero no fue la única
reacción, otros se habrán quedado mirando de frente la piedra, sin poder recobrarse.
El límite había sido erradicado, pero para muchos el muro continuaría un buen
tiempo. Como una metáfora de nuestras dudas, que apilan ladrillos en las
paredes de lo que no podemos.
La política, la prensa y el ímpetu
de muchos, habrán hecho pensar que el tránsito fue inmediato. Pero derribado el
muro, continuaron por un tiempo siendo dos países. En las respectivas calles
los mismos carteles, las mismas señales de tránsito, los mismos uniformes
militares, los mismos billetes de banco, el mismo color o descolorido tinte de
los edificios, no daban muestras aún del tránsito hacia la unidad. Para unos
continuaría la aversión ante la unificación. De un lado o del otro del muro.
Para los del Oeste, la queja ante el supuesto gasto que propicia la unificación
y el riesgo de asumir el atraso y desocupación del vetusto sistema terminado;
para los del Este, quizás los miedos a la pérdida de esos derechos sociales que
supuestamente tenían, o el temor de no acceder a un papel en la sociedad de
consumo que se abría. Otros, con los mismos interrogantes, nunca lo dudaron.
Habían conocido el fracaso de la quimera socialista, estaban dispuestos a
enfrentar el fracaso del consumismo desmedido.
Cuando la utopía se viene abajo, el
hombre tarda un poco en volver a abrazar otro ideal. Suele criticar al nuevo
sistema, cuando aun el hedor del viejo fracaso sigue siendo intenso. El corte
para unos fue precipitado, para otros, demoró demasiado. No nos ponemos de
acuerdo nunca, si lo hacemos con prisas, porque las cosas apuradas no resultan;
si lo hacemos con tiempo, estamos dando la espalda al progreso. Hagas lo que
hagas, lo único que está claro es que debes probar si salió bien o mal la nueva
quimera. Y en el mientras, recogemos la opinión de los de a pie, que suelen
contradecir bastante a los libros de historia e historiadores.
Y la mayoría elige cruzar hacia la
parte occidental de la ciudad. Pero hay algunos locos, que prefieren entrar a
la zona oscura. Y entre estos, hay algunos que se dan cuenta que puede haber un
negocio en eso, el obtener una diferencia. Los marcos del Oeste se cambian por
tres a uno en el Este. Lo mismo funciona en el mercado negro. Testigos observan
como gente humilde ostenta billetes en la mano mientras pregona el cambio. Tres
por uno, y resulta entonces que la visita inocente encuentra, a diez minutos de
tu casa, un efecto ilusorio, pero que está resultando bien real. Se habla el
mismo idioma, el tiempo climático es el mismo, el mismo huso horario, pero por
arte de magia, tu dinero se multiplica. Si tomas un café del otro lado, te sale
tres veces menos, y si te decides a almorzar un gulasch, un marco y algo de los
tuyos, compensan los 3,95 que te cobran del otro lado. Algunos sacian la
curiosidad por conocer la otra zona, la que estuvo limitada por 28 años largos.
Otros regresan con más frecuencia, mientras se unifique, intentarán estabilizar
la diferencia monetaria. ¿Hacen faltan muros para ver cómo huele el dinero?
Para las generaciones que habitan
hoy las escuelas, esto es una mención añeja de los libros de historia, lejana
en el tiempo. Ellos no pueden entender lo que estudian. Ellos caminan por
cualquier calleja de Berlín, la ciudad que no tiene límites y que en su
recorrido, alberga tres siglos bien definidos de la historia. Estos niños no
estuvieron sentados frente al televisor, llorando al ver unas imágenes que parecían
increíbles, imposibles. Quizás esa misma noche, sus abuelos concibieran a sus
padres, pero ellos hoy solo pueden acercarse a los museos o a ver los tramos de
muro que la historia conserva.
Y quizás aquel jueves de noviembre,
terminó de generar la Unión Europea, espacio que las sucesivas crisis
económicas y de corrupción del despilfarro, cada tanto recuerdan que puede
terminarse. Hoy los socios, en silencio, recelan otra vez de Alemania.
Veinticinco años atrás, los socios, representados por otros directorios,
recelarían de la posibilidad de estar gestando nuevamente un coloso, el nuevo
imperio germánico. De momento, nadie se aventura a suponer que puede pasar si
rompen el pacto europeos y alemanes. Aunque los ciudadanos griegos,
portugueses, españoles, italianos o irlandeses, ya se estén dando una idea de
los efectos de esa “supuesta” igualdad de monedas y fronteras. El precio lo
paga el pueblo, el despilfarro, las cuentas en Suiza y los presupuestos
apócrifos, fueron gestiones de los políticos del “pelotazo”. La culpa no es
germana.
Y el muro tuvo un poder fascinante
sobre la literatura de ficción. La sombra que dan 168 kilómetros de hormigón,
permiten suponer un sinfín de historias, dramas y aventuras. John le Carré se
consagró con la Guerra fría, aquella sensación latente de que un botón
accionado terminaría con el juego. Ese miedo existía, aun cuando nadie conocía
una botonera. Hoy, los niños indiferentes de aquella post Guerra Mundial, saben
y conocen como nadie el accionar de video-juegos que permiten matar, destruir,
mutilar o colapsar mundos. El de mis padres se supone que era un miedo
irracional ante lo que no se puede imaginar. El mundo a pesar del horror de
tantas guerras, parecía algo más virgen.
Otros escritores prefirieron dejar
aparcada la ficción, y concentrarse en los efectos pre y post muro. Reinhard
Jirgl basó su obra literaria en torno a los traumas colectivos que primero la
división, y luego la reinstauración propició en las Alemanias. En el mismo
efecto de estallidos emocionales basó su obra, Antje Rávic Strubel, abordando
el legado psicológico de la RDA, basado en subordinación laboral, homofobia
misógina y mentalidad de denuncia. No es gracioso, pero la vigilancia no solo
era competencia de la Stasi (Ministerio para la Seguridad del Estado de la
República Democrática Alemana), el entramado de denuncias estaba tan aceitado
por convicción o por temor, que el vecino espiaba al vecino, el sobrino
denunciaba al tío, y un sinfín de espías perdieron su función en el nuevo
entramado.
El principal dirigente del Partido
Socialista Unificado de Alemania, Walter Ulbricht, declaró en julio de 1961:
“Nadie tiene la intención de construir un muro”, ante la huida masiva de
ciudadanos de la RDA hacia la otra Alemania. Las bondades del sistema colectivista
podrían quedarse sin practicantes, si continuaba la estampida de ciudadanos.
Pero los políticos no cumplieron con sus declaraciones, no reconocieron que
preocupaba la falta de credibilidad del comunismo, sino que construyeron un
muro para preservar a la gente de las obscenas tentaciones del capitalismo y de
los nazis, que se presumían aun vigentes. El muro de protección antifascista
fue parte de la frontera interalemana a partir del 13 de agosto de 1961.
El fin del nazismo y el fascismo fue
un soplo de optimismo, ráfaga que siendo sinceros, debió durar poco, porque la
esencia sigue estando en el hombre. Hemos llamado horror a algo que fue
orquestado con complicidad, indiferencia o ignorancia ciudadana, porque si lo
reconocemos como un horror, puede sonar a excepción. Cuarenta años después, la
caída del Muro fue otro soplo, quizás el último que disfrutó la raza humana.
Pero tal vez, en algún rincón, alguno del Este hable aún hoy sobre los del
Oeste, como si fueran una raza aparte, extraña, irreconocible en su ADN. Al
revés ha de suceder lo mismo. Pero no derriben un muro de concreto, revisando
los muros mentales, encontraran el mismo concepto, sin ir más lejos entre
madrileños o catalanes.
Caminé solo tres días por Berlín. Me
apasionó el recorrido por su historia imperial, fascista, de guerra fría y actual
modernidad. En todo momento no pude precisar por donde caminaba, no sabía que
esquina era del Este y cuál del Oeste. La ciudad si bien conserva rasgos, hoy
se muestra como una unidad. Es una síntesis de seguir adelante, de reconstruir.
Sí tenemos líneas en el piso que recuerdan el paso de un muro, sí bien tenemos
fragmentos de concreto que se usan más para fotos que para recuerdo vivo, hoy
se vive en la parte oriental o occidental, pero la ciudad es una sola, parece
magnífico que no perduren aparentes grietas.
Un par de años después de la caída
del muro, el grupo musical U2 se acercó por primera vez a Berlín, a relamer sus
heridas personales. Luego del inmenso éxito de “The Joshua Tree”, sobreviene el
fracaso o descenso del proyecto “Rattle and Hum”, y los problemas personales de
los integrantes del grupo. Parecen desnortados, parecen estar habitando esa
frontera de dos mundos donde a veces te deriva la vida. De esa reunión salió
quizás el mejor tema de la banda, “One”, y quizás el mejor trabajo
discográfico: “Achtung Baby”. Con este disco, U2 consiguió seguir en lo más
alto de la cúpula del rock, y ese renacimiento muchos lo hacen coincidir con el
nacimiento de la nueva moneda única en la vieja Europa, con el volver a las
fuentes para reunificarse, y utilizar un sonido innovador, que la fragancia de
Berlín siempre había aportado a las artes. Es más que un símbolo, pero así
funcionan los muros, acercándose a un cocktail entre decadencia, originalidad y química sexual de una ciudad
que se destacó entre guerras, allá por los años treinta, con el resurgir en el
mismo momento que se unifican conceptos en los noventa.
El símbolo de Achtung Baby es el
inicio de los megas conciertos. Y el emblema escogido por Bono para decorar los
escenarios lo dan tres coches viejos, los Trabant, que en alemán significa
satélite, y que durante el aislamiento forzado, quizás permitió la escasa
movilidad en el sector este. Eran coches simples pero confiables, un Trabant te
podía durar 28 años, lo mismo que el muro de la infamia. Eran confiables pero
lentos, confiables no significaba eficientes. El Trabbi o Trabi, era difícil de
adquirir, las listas de espera inmensas. Al caer la URSS, y reunificarse
Alemania, dejó de fabricarse, pero no de existir. Hoy también es buscado por
los turistas para las fotos, una vez saciada la búsqueda de restos del muro. Y
Bono le dio un aire sofisticado, una foto de portada y el cuarteto paseando en
el coche dio la imagen publicitaria distinta, más acorde con los coches del
oeste germano.
Un muro puede ser el atributo hacia
un rechazo. Actúa como metáfora, porque tras los muros viven los otros, y estos
otros son muy distintos, que de tan distintos, peligrosos. Mejor que se queden
donde están, es el grito de muchos. Menos de algunos, que ven como la lapida de
ladrillos y puestos de vigilancia, comienzan a separar amigos, familiares,
conocidos o ideales. Así todo, triunfan
los muros, al menos durante un buen tiempo. No sabemos escalarlos ni
derribarlos y si aprendemos, nos puede costar la vida. Un muro es el resultado
de varios bandos, de la acción de uno y la indiferencia o impericia del otro.
Un muro nos recuerda hasta dónde puede llegar el ser humano cuando persiste en
el intento de suponer que sus ideas son mejores que las del grupo contrario.
Esos imperios protegidos por el
miedo, y auspiciado por guardias, perros sabuesos, torres, alambradas y
barreras, continúan existiendo. Dicen que hay más de ocho vigentes en el mundo.
Pero deben ser más, mantienen a la humanidad constantemente atenazada. Todos se
preguntan lo mismo, que pasará al día siguiente. Si gana el miedo, seguiremos
cerrando fronteras y levantando muros, y si persiste el egoísmo, seguiremos
dándole la espalda a nuestros semejantes. No olvidemos que recordando cosas
porque las vivimos o las vivieron nuestros mayores, o porque las estudiamos o
leímos, trataremos de equipararnos a aquellos que ignoran todo de todo, que
aplauden monstruos y después avalan muros o relatos. Y cuando todo termina, se
alinean con el nuevo, y creen que aquí no ha pasada nada.
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