“Cuando eres escritor, y te dejas
caer por el bar, todo puede suceder. Incluso vomitar sobre un poema recién
escrito.”
Dylan Thomas
Generalmente no persigo manías a la
hora de sentarme a escribir. No me baso en ritos o costumbres. En el último año
y medio, he logrado una continuidad en la escritura que tantas veces, temo
perder. Pero de momento la costumbre se mantiene, un par de veces a la semana
las teclas del ordenador se encargan de completar cinco carillas y el tema
suele ser una excusa, las carillas se completan. La operatividad parece
alcanzada, hasta que me decido a escribir sobre los ritos y las costumbres, y
como resultado, ya he escrito y borrado como seis o siete encabezados de esta
entrada, sin convencerme. Hasta ahora, que a la novena línea parece que readapté
el vicio.
Don de Lillo, a sus 77 años, sigue
con la costumbre de escribir a máquina, ya que no se concentra ni siente
inspiración al sentir el repiqueteo de las teclas de un ordenador. Gabriel
García Márquez, por otro lado, llegó a confesar que si en su tiempo iniciático,
hubiera contado con los servicios del ordenador, hubiera escrito cien libros y
todos hubiesen sido aún mejores que el mejor escrito. Antonio Tabucchi suele
escribir en cuadernos del tipo escolares, no amplía la información, por lo que
nos resta saber si son de tapa dura o blanda.
Soy de la generación que ha escrito
en ordenador a partir de los veintilargos años. Hoy se me hace difícil escribir
en cuadernos o agendas. De hecho, mi letra se ha ido degradando de manera
espantosa. Y si lo que escribo a mano se dilata en el tiempo, siento una
sensación de cansancio y agarrotamiento en mi mano izquierda, que me invita a
pensar, como hice para subsistir sin esta tecnología en mis primeras dos
décadas de vida.
Y como tengo ordenador de mesa,
siempre escribo en el mismo lugar de la casa. Y no condicionó el escenario,
alguna vez puedo escribir con música de fondo, otras con la radio cercana en la
cocina, otras en el más absoluto silencio, y otras veces con la presencia
cercana de mi esposa. Hoy elegí sentarme a escribir sobre una temática, que sin
estar inspirado, por ahí no me convence del todo; y lo hice con el partido de
River Plate de fondo, y pasada la medianoche. Al momento de avanzar en esta
línea, mi equipo está perdiendo un invicto de treinta y un partidos. No es ésta
una buena ceremonia para adentrarme en supercherías o rituales. Pero no creo
que vuelva a escribir en estas condiciones.
Algunos escritores han basado su
éxito literario en el bullicio de bares o cafeterías. Ramón Gómez de la Serna,
Jean-Paul Sartre, César González Ruano, Mariano José Larra, Sinclair Lewis, James
Joyce, Ernest Hemingway y más cercanos en el tiempo Claudio Magris y Joanne
Rowling, han utilizado el café como conductor de ideas y estimulador de
historias. Es que muchos escritores no soportan los ruidos de su casa, pero
encuentran el motor de su creatividad en los ruidos de una cafetería, que no
molesta y en realidad acompañan. Es el concepto de una atmósfera atroz, pero al
mismo tiempo, favorable.
Ramón María del Valle Inclán ha ido
aun más lejos. De vez en cuando escribía sentado en un banco de una de las
plazoletas del Retiro, y apretaba las cuartillas logradas contra el costado,
contra el muñón (sufrió la amputación del brazo izquierdo por una herida mal
curada), para que el viento no arruinara tan grato momento de inspiración. Raymond
Carver, experimentó en un momento de su carrera literaria, sentarse en el coche
a escribir, ya que no conseguía un lugar tranquilo para inspirarse. Y yo, de
momento, en la habitación del ordenador, sin gesta y sin matiz, pero con
constancia. Estoy promediando la segunda carilla.
Regresando a los bares, Claudio
Magris suele escribir casi siempre en el Café San Marcos, en Trieste. “Se trata
de un espacio en el que no se enseña nada, pero se aprende la sociabilidad y el
desencanto”, sostiene el escritor italiano, a quien los ruidos no le molestan.
El bar es el sitio donde la soledad se verifica en medio de los demás, confiesa
que en casa le resulta imposible escribir, acechado por la familia y los
objetos cotidianos.
César Aira, cultiva la misma
suposición que el escritor italiano. En las cafeterías del barrio de Flores, en
Buenos Aires, confiesa que para él es indispensable una mezcla de concentración
y distracción, por lo que necesita un local lleno de gente comentando
trivialidades en la barra. “Si hay suerte, alguna de esos personajes me sirven
para la siguiente novela, incluso para dar un giro a la que esté escribiendo en
ese mismo momento”.
Para muchos, el confort es relativo
a la hora de seducir musas. Para muchos, una silla y un escritorio son más que
suficientes. “Me siento frente a una máquina e intento sacar algunas ideas. A
veces no apetece, pero uno debe hacerlo. No se necesitan rituales.”, confiesa
su falta de sistema Elena Poniatowska. Y ahí surge la siguiente duda, disipado
parte de los ritos de algunos, porque ritos habrán como escritores. El tema de
las musas, si existen o no. Igual, no me animo a contradecir a Pablo Picasso.
El pintor malagueño creía firmemente en las musas, y les rogaba, pasaran a
visitarle solo cuando estuviera en su taller y trabajando.
Para muchos, la cuestión de la inspiración o
numen, se trata más de un impostura, para darle más categoría a la creación artística,
que a ramalazos de inspiración que uno no sabe cuando accederán. Si bien es
cierto, que no siempre te sientes suelto o acertado para plasmar una idea,
también es verdad, que la constancia y disciplina muchas veces te permiten
cumplir con el objetivo. Durante una larga década, cuando no me aparecía el
arrebato o soplo, me sentía abandonado y la hoja en blanco me invitaba a
retirarme. Ahora con disciplina, escribo, el tema de la musa me puede servir
para que me guste lo que hice una vez que tecleo el punto final.
No sé si lo notarán, pero desde el
párrafo anterior, he continuado la entrada en la mañana del nuevo día. El
cansancio acumulado, el frío en mis pies (¿Por qué siempre hace frío en la
parte baja de los escritorios?) y la derrota de River, me obligó y contra mi “costumbre”,
a dejar pendiente la entrada por unas horas, cuando la musa o la resignación,
me permitieran sentirme más cómodo para completar la idea, o desvarío. Es paradójico,
el día que escojo escribir sobre costumbres o rutinas, he hecho todo al revés.
Es como si la práctica contradijera toda la idea previa que albergaba para
cumplir con el blog.
¿En qué momento del día escribes? Sería
otro de los interrogantes. Yo, prefiero a la mañana luego del desayuno.
Promediando la escritura, solo interrumpo para hacerme un té, y poco más. Pero
como en botica, tampoco en esta cuestión existe pleno de coincidencia. Haruki
Murakami se despierta a las cuatro de la mañana, trabaja sus cinco o seis horas
de un tirón y luego, suelto de cuerpo se va a hacer footing por el campo.
A Alice Munro le encantaba la hora
en que sus hijas dormían la siesta. Cuando las niñas reposaban, se encerraba en
su cuarto para escribir. William Faulkner escribió sus mejores obras, por las
tardes, antes de fichar en el turno de noche como supervisor de una planta
eléctrica. Y Thomas Wolfe descubrió casi por casualidad, su inefable método
creativo: Una noche poco inspirada, se dio por vencido y se quitó la ropa para
acostarse. Desnudo frente a la ventana, descubrió que su cansancio se había
evaporado. Al sentirse fresco, regresó a la mesa y escribió hasta el amanecer
con asombrosa rapidez y seguridad. Al reconstruir la secuencia, concluyó que el
cambio se debió únicamente a que mientras observaba la ventana, se estaba acariciando
inconscientemente los genitales, lo que le produjo una agradable sensación masculina,
que le obligó a repetir en el tiempo, para avivar sus energías creativas. Es
decir, que incorporó otro vicio.
Una vez una periodista le preguntó a
Dorothy Parker donde era el mejor lugar para escribir, y ella le contestó
simplemente: “En mi cabeza”. Es que lugares habrá tantos con tal de lograr
comodidad. Muchos han optado por la bañera. Vladimir Nabokov gustaba de
escribir en la tina porque afirmaba que era de gran ayuda para su creatividad.
Jorge Luis Borges aprovechaba su aseo personal para recordar, en las mañanas,
sus sueños nocturnos y evaluar si eran potables para la construcción de un relato
o poema. Benjamín Franklin, quién dicen que poseyó la primera bañera de los
Estados Unidos, gustaba de escribir dentro de ella.
Desde sus orígenes, consideramos que
la escritura está profundamente vinculada con la idea de que el mundo es mucho
más de lo que vemos o tocamos. Tzevan Todorov afirma que la escritura debe
enfocarse en un estudio etnológico, porque la redacción más que el habla parece
relacionada con una mística o magia. De ahí la aceptación de un vinculo ritual.
Un escritor se convierte en un notario, pero a diferencia de este escribano, lo
que se escribe no es tan solo un reflejo de las sociedades, sino un espacio de creación
o apertura de sentidos, otorgándole una nueva dimensión a la vida que como
sociedades vivimos. Esa revelación que escribimos equivale a solo una porción de
la eternidad.
Sin tener en claro si se llega a una
conclusión o no en esta entrada, el rito o la costumbre para esta ceremonia
está más vinculado con el logro de una dimensión, que con los accesorios para
encontrar confort a la hora de sentarse a escribir. Cada escritor seguirá
buscando la manera de cercar ese lugar interno que le permita accionar la luz. Todo
lo demás será irrelevante, salvo el hecho que me olvidé de retirar el agua del
fuego para hacerme el té, y temo encontrarme con un cazo incandescente. Y no
hay musa ni tradición a quien achacarle mi descuido…
No hay comentarios:
Publicar un comentario