¿Cuántos de nosotros afirmamos
basarnos en pálpitos o clarividencia a la hora de valorar a las personas?
Muchos aducen tener un sentido afilado para dar un veredicto o impresión sobre
otro, con sólo la primera observación, o apenas un atisbo de relación. ¿Cuántas
veces esa impresión estuvo acertada? Un sinfín de nuestras relaciones puede
llegar a perdurar a través de ese primer linchamiento, de nuestro scanner
sensorial. La empatía puede darnos un
alto porcentaje de aciertos, pero también interrogantes. Debemos reconocer, las
veces que nos hemos preguntado: ¿Cómo podemos ser amigos de este personaje?
Cuando prejuzgamos, estamos
elaborando una opinión de algo o alguien, sin tener hasta el momento, elementos
suficientes de valoración que argumenten nuestro concepto. Dicen que todos
pecamos de este proceder. Algunos más que otros. Es verdad que existen seres
que no se rigen por aquella primera impresión. Me ha tocado compartir
diagnóstico sobre un recién llegado. Uno dijo de inmediato: “Me gusta”, y el de
al lado afirmó: “Es un pelotudo”. Servida la polémica, el disenso.
Con el correr del tiempo, cuando
hemos constatado que nos habíamos apresurado a valorar negativamente a alguien,
¿Hemos sido capaces de reconocer nuestro error? Si lo hicimos es un buen síntoma,
reflejaría nuestra sinceridad, valor que no siempre nos acompaña, a diferencia
del prejuzgar, que de una manera u otra, todos portamos en diferentes medidas.
En mi vida he conseguido mantener un
sinnúmero de amistades. Mantenerlas no significa verlas, hace tiempo que he
perdido el rastro de varios de ellos. En esta etapa en Plentzia, hoy recuerdo a
varios de esos amigos que conquisté a lo largo de la década. Y me acuerdo de
uno en especial, quizás porque se volvió a Argentina, quizás porque mantuvimos
momentos demasiado intensos, en esos tiempos en que acabas de llegar, te tratas
de adaptar a un terreno que a priori, te parece inhóspito y desnaturalizado, y
la simple filiación con tu país de origen, te acerca a la persona y a su
confidencia.
El cordobés es simplemente un tipo
gracioso y ameno. Desde el primero momento en que me senté a tomar un café en
el bar del puerto, tuve esa impresión. Juan me transmitió alegría, a pesar de
que al enfriarse casi el café, ambos nos alternábamos para contarnos nuestras
nuevas desgracias. Nos hicimos amigos en ese primer encuentro, propiciado por
su esposa, a la que había conocido unas semanas antes, en una visita
acostumbrada a la biblioteca, único lugar de existencia de internet. En esos
tiempos, creo no errar, no habría domicilio que tuviera contratado el servicio.
El tiempo vuela, hoy te miran extraño si no llega la fibra óptica a la puerta
de tu casa.
Pero Juan me aceptó, y al mismo
tiempo, mantuvo en vilo su scanner conmigo. Juan nació en Capital Federal, pero
vivió en muchas ciudades y países, hasta recalar en Córdoba, su lugar en el
mundo de acuerdo a su corazón. Entonces tenía una especie de alarma con todo lo
que significara ser o nacer porteño. Y yo sin saberlo, portaba esa mancha en mi
persona. La primera noche que invitamos a la pareja y a su hijo a cenar a casa,
en medio de una cena agradable, anécdotas y chistes, Juan dijo casi con euforia
una frase que creo perdurará en mi memoria: “Nunca pensé que la pasaría tan
bien en casa de un porteño”.
Un día Juan volvió a Argentina. Y le
perdí el rastro. Sabía con grageas los cambios en su vida, y sinceramente me
alegré por él. En los últimos años aquí no lo había pasado bien. Y en el último
viaje a Buenos Aires, nos encontramos a tomar un café y tres semanas después
vino a casa de mis padres, con su hijo, que está inmenso, porque tenía ganas de
volver a verme. A eso me refiero con amistad, no nos veíamos hace más de cinco
años, pero todos tuvimos ganas de encontrarnos para vernos, para agradecernos
aquellas duras épocas de adaptación. Y para más inri, hoy Juan es muy porteño
con tonada cordobesa.
Y la pregunta es cuales son los parámetros
que utilizamos para prejuzgar, o para activar o no la empatía cuando conocemos
a alguien, además de su origen geográfico. Muchos afirman que la belleza es lo
primero que nos atrae. La belleza es una capa externa agraciada, eso ya lo
debemos tener bien en claro, al menos los que estamos rondando las cinco
décadas. Pero continua vigente, lo lindo entra más fácil. Bonito se corresponde
con sintonía, aunque ojo, algunos solemos desconfiar de tanta belleza.
La personalidad creo que debería ser
un atributo más interesante que la belleza. Si la persona se muestra segura,
con carácter y además es graciosa y divertida, aprueba nuestras resistencias en
el acto inaugural. El problema es la percepción que podamos tener de nosotros
mismos. Ya que muchas veces nos equivocamos al juzgar al otro, pero es también habitual,
el equivocarnos al definirnos a nosotros mismos. Conozco amigos que creen ser amenos,
divertidos, directos, sucintos, y resulta todo lo contrario. De manera que te
da hasta apuro, marcarles el contraste. Es decir que hasta nos podemos
equivocar al prejuzgarnos, y eso que convivimos con nosotros mismos todo el
tiempo.
La apariencia atrae, lamentablemente,
nuestras miradas. De inmediato, la clasificamos en una supuesta escala social.
La mayoría de amigos de la infancia lucían un look futbolista, que de inmediato
franqueaba el acceso a nuestra amistad. Pero no era ese look Cristiano Ronaldo,
por favor. Esa gente, debo confesarlo para que no continúen prejuzgándome un
santito, era invitada a jugar con nosotros, con la única finalidad de hacerle
pasar un mal rato, con quites, patadas, regates, desplantes u otras acciones
que minara esa apariencia chulesca, unida de una personalidad infravalorada.
El tema de la apariencia cada día
determina más. Las redes sociales pueden definirse como el movimiento social
donde la apariencia es la huella digital. El me gusta, la mejor foto (esa que
resulta casi imposible de repetir en el tiempo) alumbra nuestro perfil. Por
suerte, las redes sociales y el 2.0 proponen interactuar, y ahí es donde
podemos desenmascarar la fachada. Al primer mensaje usamos el filtro, podemos
prejuzgarlo tranquilamente. Es decir que de manera virtual hacemos lo mismo,
pero deshumanizado.
Alessandro Baricco tuvo una idea
para novelar el día que visitó una galería de arte y divisó retratos de
personas anónimas y desnudas. “Mr. Gwyn” fue el resultado de esa percepción. La
novela narra la historia de un escritor que decide dejar de escribir y
publicar. Parece ser un dar la espalda a la escritura, pero en realidad se
trata de un homenaje al escribir. Jasper Gwyn pone todo su empeño en buscarse
otra profesión, y el nuevo oficio será el de escribir retratos o copista.
Utiliza un metalenguaje, ya que nos quiere decir que escribir es profundizar la
mirada. Un gesto es una historia, una palabra escuchada al azar pueden ser
trescientas páginas, una imagen es el perfil de un personaje entrañable para
toda la vida. Baricco escribe como con agua, de tan cristalina que es su
escritura, nos permite comprender lo que leemos como si fuera una simple
fábula. Y yo interpreto que el arte de escribir es tratar de prejuzgar la vida,
y el problema es que tantas veces me siento más cómodo dentro de un libro que
en la vida de afuera.
“Los narradores hacen esto: crean
una historia y la gente se reconoce en determinadas páginas”, explica Baricco.
Dado que Jasper Gwyn no es pintor ni sabe pintar, opta por retratar esa impresión
que nos dejan las personas, a través de retratos escritos. Su deseo es
transformar en palabras la esencia pura de una persona, a través de un contacto
cercano pero alejado, y la observación del retratado en el estado más original posible,
desnudo, y la libertad que ese estado permite o neutraliza. “Somos el bosque
donde camina, el malo que la estafa, el alboroto que lo rodea, la gente que
pasa, el color de las cosas, los sonidos”, es la confesión de Rebecca, la
coprotagonista del libro, y la primer retratada. “Somos el fruto de alguna
mirada”, eso es mío, o al menos imaginando que ya existe, no recuerdo habérselo
robado a nadie.
“La diferencia entre cómo te ves y
cómo te ven, en retratos dibujados a ciegas”, es el concepto de una campaña de
Dove. No se trata de hacer publicidad a la publicidad, pero si continuar con
este Mr. Gwyn que nos puede acompañar en el acto de juzgar o juzgarnos. Un
retratista forense se encarga de dibujar a ciegas el retrato de siete mujeres.
Ellas, una por una, se encargan de darle a esa persona que no ven, los detalles
de su aspecto o personalidad. Al terminar la descripción, la mujer se retira y se
cruza unos minutos con otra persona (hombre o mujer), que ha de sentarse luego
en la misma silla para describir la percepción que de la mujer tuvo. De esta
manera el retratista hará dos retratos, y se colgarán uno al lado del otro. La
sorpresa o no, se dará cuando la mujer retratada vea los dos retratos. Son siete minutos, vale la pena verlo.
¿Somos víctimas o victimarios del
prejuicio? Casi con seguridad seremos ambas cosas. La pregunta será: ¿Por qué
hacemos con los demás lo que no nos gusta que hagan o hagamos con nosotros
mismos? A veces el prejuzgar aparenta hacernos la vida más fácil, ya que no
queremos a veces tener tiempo para conocer a las personas. Con un juicio
apresurado, podemos clasificar a todo mortal que nos rodea. La empatía definirá
luego la cercanía. Y la sinceridad nos permitirá cambiar a tiempo la errónea percepción
que hayamos generado de la otra persona. El prejuicio va de la mano de la
intolerancia, el problema es cuando la diversidad nos molesta, solo queremos
convivir con la supuesta especie a la que creemos pertenecer. ¿Cómo juzgamos a
alguien por cómo se viste, peina o produce? ¿Cómo nos acerca o aleja su ideología
o su afiliación religiosa? Las personas no suelen ser mejores o superficiales
sólo a través de esa primera mirada, y para ser un buen retratista, está claro
que se necesita tiempo y oficio.
No tengo claro porque estoy
escribiendo sobre esto. No estaba hasta ayer en mi cabeza. Pero creo que tiene
que ver con un regalo recibido el sábado pasado, en la primera despedida
oficial que nuestros amigos de aquí, nos están ofreciendo. Una buena pareja
amiga nos regaló una caricatura que realizó el hermano de él, a quien conocemos
(el dibujante) pero creo que de un par de vistazos, al menos conmigo. Más de
allá de las percepciones sobre el dibujo de Fer o el mío, es agradable la apreciación
de que alguien se detenga a observarte. Quizás yo me sienta una mezcla del
Pastor del Gorbea o del loco Bielsa con su chándal, pero lo que traté de intuir
es que mi dibujo portaba una mirada sana, cristalina como el agua que usa
Baricco para alimentar su pluma literaria. El análisis del dibujo de Fer corre
por cuenta de Fer, ella está espléndida, según el retratista. Me gustó mucho el
regalo.
Se tiene la percepción de que se nos
educa para tener un buen juicio. A veces condenamos en exceso a los otros, y
somos más que tolerantes con nuestras propias limitaciones. Otras veces somos
más simpáticos con el otro que con nosotros mismos. “Somos páginas de un libro
que nadie ha escrito jamás”, diría Baricco. “Somos un drama precisamente,
porque somos un libro no escrito”, también nos cuenta el escritor italiano.
Sigamos el camino trazado de escribir palabras para definir la esencia de las
personas. Y pregonemos la empatía, hay mucha gente linda dispuesta a conocernos…
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