“No está en mi naturaleza ocultar
nada: No puedo cerrar mis labios cuando he abierto mi corazón.”
Charles Dickens.
¿Acaso son las agujas del reloj las
que marcan la velocidad del tiempo?. A veces creo que no. Me baso en un detalle
interno, mío propio. Me voy a la cama con una preocupación, antes de dormir mi
cabeza da un par de vueltas más sobre dicho malestar, pero puntualmente llega
el sueño. Al despertar, siete horas después, seguramente el primer pensamiento
consciente será el mismo al de antes de dormir. Debo hacer un ejercicio de
constancia, para sacarlo de mi cabeza.
El tiempo debe estar en nuestros
cerebros. Esta apreciación no la podemos tomar con precisión de relojero,
porque cuando queramos atrapar el siguiente Metro, veremos que se marcha si
llegamos segundos después de fijada la hora de salida. Pero sí que controlamos
nuestro espacio, nuestra cabeza y nuestras rutinas; van tejiendo un mundo
interno de protección (y a veces, lo contrario) que regula el paso de los
minutos, horas, décadas, quizás de toda la vida.
Tengo un amigo dickensiano en
Plentzia. En una conversación sobre la actualidad de nuestras vidas, me
devolvió a Dickens, un autor que todo buen lector quiere y debe leer, y yo, en
mi afán de descubrir nuevos y viejos valores, no me detengo para releerlo, aún
cuando lo considero una asignatura pendiente al programar cada nuevo año, los del
calendario solar. “Oliver Twist”, “Historia de dos ciudades”, “Cuento de navidad”,
“David Copperfield”, “Dombey e hijo” o “Grandes esperanzas”, están siempre
señalados como material de relectura.
A Dickens se lo lee de joven, al
menos eso hice yo. Y luego, se le extraña toda la vida. Toda biblioteca de
lector, no de decorador, debe tener algún ejemplar del escritor de Portsmouth,
quién trascendió a su tiempo, y se instaló en el de muchos de nosotros,
deleitándonos con su estilo, humor e ironía; y obligándonos a
odiarlo, cuando algunos intentamos esbozar nuestras líneas literarias. Él nos
expone, es tan contundente la diferencia entre querer escribir o imaginar como
él, y el hacerlo.
Y mi amigo encaró la limpieza de su
trastero y me ofreció sus libros. Es un gesto de desprendimiento singular. A mí
me suele costar tamaña generosidad, con los libros no puedo. Trascienden en mi
biblioteca quizás por mi eternidad. Nadie los habrá de leer, la tendencia de
nuestras sociedades parece confirmarlo, si alguna vez entran a robar a casa,
los libros respirarán aliviados, nadie los considerará de valor. Retomando,
acepté gustoso la invitación al obsequio literario. El único problema era, que
yo estaba iniciando el proceso de desprenderme de un sinfín de cosas que
reposan en mi hogar, con la confirmada constancia de que no volvería a
necesitarlos. Para no irme en florituras, yo estaba haciendo esa limpieza que
encaramos cada tanto.
Así que aquella impresora chorro de
tinta que descansa, o se ahoga por el polvo que se acumula ante el abandono que
le he brindado (en complicidad con la tecnología), fuera; carpetas con cierto
material de Diputación que se encuentra estancado por la burocracia de los
mortales funcionarios, fuera; docena de folios de aquel cursillo que a nadie le
sirve, siquiera al que lo dicta, fuera; la garantía de compra de aquel hornillo
que ya no tenemos hace varios años, fuera; revistas que supuse hace décadas que
algún día leería, y nunca lo hice, fuera; el manual de instrucciones de una
cámara que expiró hace seis años, finalmente fuera; el callejero de la margen
derecha, que data del 2003, fuera; el programa de fiestas del año pasado,
fuera; la inmensa cantidad de papeles repetidos en el tiempo, fuera; pero el
viernes, veinte libros sin leer, adentro, a ocupar parte de lo que dejé fuera.
Y eso que cuento con una enorme ventaja.
En el año 2002 tuve que desprenderme de casi todo, y fue una enorme lección: se
puede seguir adelante, aun dejando en el camino nuestros amuletos. Apenas atiné
a llevarme conmigo treinta cd’s sin su caja, dos álbumes de fotografías
familiares, y diez libros de José Saramago, como símbolo de aquella buena
literatura que se quedaba con mis viejos, en Buenos Aires: al menos José se
venía conmigo. Pero sobreviví a todo lo que dejé, y me hizo, creo, un tipo algo
más desprendido.
Uno de los primeros trabajos de
decoración que encaramos con Fernanda en nuestra casa plenciana, fue el de embellecer las paredes de la cocina, con láminas de fotos de nuestros seres
queridos. Era una manera de tenerlos todos los días presente y contarles a
nuestras nuevas amistades, el árbol del que descendíamos. Pero cuando algún familiar
nos visitaba, guardaban otra imagen de nuestro “santuario”: les parecía un
mausoleo, un lugar perdido en el tiempo. “¡Qué la tía ya no tiene ese corte de
pelo hace años!”, ó “¡Qué el nene ya está en el colegio secundario y tiene
pelusilla en el bigote”, nos replanteó la posibilidad de dejar en paz nuestra
memoria, y de paso limpiar los azulejos de las paredes de la cocina, retirando
las fotos hacía alguna de los cajones de las cómodas.
Cada visita a Buenos Aires es una experiencia
de regreso al pasado el entrar en mi habitación. Los mismos posters, la misma
distribución de los libros, el mismo casette en el interior del equipo de
música, las revistas El Gráfico guardadas en el mismo orden. Era un tributo de
mi vieja a su memoria, era la única manera de que no me hubiera ido del todo de
casa y del país. Esto sucedió de forma inalterable las primeras cuatro visitas.
Un día, mis padres se mudaron. Y algo cambio, pero no tanto. Mi madre escogió
una casita donde dispuso una habitación para mí, y ahora para compartir con
Fernanda. En ella intentó mantener un orden parecido a aquella habitación de
niñez, edad del pavo, adolescencia y tardía madurez de mi convivencia con ellos.
Y yo en alguna visita, tomé coraje y
tiré algunas cosas. El frasco donde reposaba un menisco extirpado, fuera. La
foto de la beba de mi compañero Corcho, fuera, ya que esa beba tenía ahora más
de veinte años y se cumplían dieciocho años sin verla; El disco de Meteoro,
fuera; El poster de “The miracle”, de Queen, fuera; el adusto gesto de Clint
Eastwood en “Los imperdonables” (aquí Sin perdón),fuera; la misma suerte para
los posters de Michael Jordan o el del gol de Maradona a los italianos en 1986,
ambos con la lengüita fuera de la boca; las camisetas talla small de la
Fiorentina, selección de Italia, Brasil, Arsenal con el auspicio de JVC, Fluminense, Gremio, Flamengo o la vieja
casaca suplente de River Plate, de regalo a los hijos futboleros de mis
familiares y amigos. Así me desprendí de algunas cosas más de valor emocional,
pero dejé que mi madre conservara parte de la distribución de “mi presencia” en
esa casa. Para mi vieja, la definición de melancolía se encuentra en esa habitación.
Con el paso del tiempo, se vuelven a
acumular tesoros sin más valor que el recuerdo de momentos. No nos animamos a
tirarlos, forman parte de una compañía por los caminos. Son esas agujas que
regulan el tiempo, que nos permiten retroceder cada tanto, rellenar los huecos
que las carreteras del presente nos desvían del pasado, para volver a sentirnos fuerte y regresar a
lo desconocido, a ese futuro que ignoramos, del que no tenemos aún material
para acopiar.
Y entonces mi amigo dickensiano me
permitió recordar a La señorita Havisham, personaje que trascendió de esa gran obra que fue “Grandes esperanzas”. Esta novela, uno de las más grandes textos
de la literatura universal, fue adaptada a obras teatrales y cinematográficas
en más de doscientas cincuenta ocasiones. Pero yo, cuando me acuerdo de aquella
narración, mis agujas del tiempo me devuelven a esa curiosa mujer y su historia.
Y su recuerdo, vaya saber porqué, lo asocio con esta limpieza que estoy
encarando, y que ella indudablemente, no pudo realizar.
Miss Havisham era una rica hacendada
británica que había heredado una gran mansión al fallecer su padre, junto con
la fortuna que éste había amasado en el negocio de las refinerías. Ella se
enamoró perdidamente de un hombre, apellidado Compeyson, y a pesar de las recomendaciones
y advertencias familiares, decidió comprometerse con él.
La boda habría de celebrarse en la
misma mansión. A última hora, Compeyson sufrió un ataque de remordimiento. Era
un caza fortunas, y solo se había detenido en ella por su dinero, pero no por
el amor que sintiera. Le envió una nota y dejó plantada a su prometida a las
puertas mismas del altar. Miss Havisham recibe la misiva mientras sus
asistentas le estaban ayudando a ponerse el vestido de novia. En el gran salón
de la mansión estaban culminando los detalles de la celebración del banquete
nupcial. La mesa estaba dispuesta, la enorme tarta de bodas presidia el centro
de la mesa.
Miss Havisham reaccionó como pudo,
indudablemente mal. Humillada ante sus parientes y amigos cercanos, invitados a
la boda, también contempló los ecos de la noticia al enterarse el resto de la
sociedad. Por eso, decidió encerrarse en sí misma y detuvo el tiempo en el
momento exacto en que recibió la nota, y se convirtió a los ojos ajenos, en un
personaje siniestro.
Ordenó a sus criados que detuvieran
todos los relojes de la casa a las nueve menos veinte (hora en la que recibió
la nota que le rompería el corazón), y que dejaran la mansión tal cual estaba,
con el banquete servido. Los platos y cubiertos se fueron llenando de polvo.
Peor suerte corrió la tarta de bodas, el paso del tiempo (que no se detiene) la
fue pudriendo irremediablemente. En el tocador de su habitación dormiría
eternamente el ramo de flores, secándose día a día. Y el abandono carcomiendo
las bases de una mansión que resultó esplendorosa y con tamaña situación, dio
paso a un lugar descuidado.
Todos los días, se paseaba por su
casa con el mismo traje de novia frustrada. No lo llevaba completo, sino que
utilizaba las prendas que sus asistentas le habían puesto al recibir la noticia
de la cancelación. El resto de su vida se desplazó por la mansión con un solo
zapato (se había calzado uno solo), arrastrando la cola del vestido que ya no
era blanco, era gris o negro a medida que recogía la suciedad del abandono. Adoptó
un halo fantasmagórico y un aspecto cadavérico. Le acompañaba el dolor y un
rencor que tendría importancia en una historia, donde ella aunque no lo crean,
era un aspecto secundario; pero fue un personaje eterno.
A veces los personajes de la literatura
sirven para el desarrollo de las sociedades. Alguna vez les conté del Síndrome
de Ulises (retrocedo con este link las agujas de este blog); el personaje de
Miss Havisham (basado en un personaje real), permitió a una rama de la
psiquiatría documentar esta patología y nombrarla como “efecto Miss Havisham”.
La mención sobre la limpieza de lo
que acumulamos no guarda ninguna relación con el comportamiento ni patología del
personaje, funciona solo como un disparador de las agujas de la memoria; pero
es verdad, que cada vez que recuerdo, que hube de tirar aquel calzoncillo que
tenía grabada la cara de Homero Simpson, me entran ganas de caminar por la casa
con aquel bóxer que no guardaba sensualidad alguna, pero era el regalo inocente
de una madre, que cada par de años aguarda que su niño regrese a visitarle,
para ofrecer la merienda; y si es necesario, enfriarle el café con leche. Y sin
ningún esfuerzo, detendré mi reloj analógico en las cinco menos cuarto de esa
tarde, para poder merendar en aquel estado tan hermoso, que es el del amor
eterno…
PD: Gracias Ramón. Esos libros, algún
día me estarán esperando en Buenos Aires.
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