"Por mucho que nos digan lo
contrario, los humanos nos parecemos mucho".
Joan Manuel Serrat
Los dos entraron en la casa paterna
por separado, y en décadas distintas. A uno lo invitó mi viejo; al otro le abrí
yo la puerta, eso sí con disimulo. El preferido de mi padre representaba la permanente
utopía, mientras que mi invitado encarnaba la carraspera del exceso permanente;
¡vamos, que yo metí en casa a un rufián!. Y como yo era un alumno e hijo
aplicado, lo que podría generar conflicto con esa imagen tan severa que yo tenía de mi viejo.
Pero el rufián le encantó a mi padre. Le abrió de inmediato el mueble bar con
vinos y whisky, y de a poco se creyó el descubridor del personaje. Yo, en dura
represalia, adopté al icono, al formal, al juglar. Y los dos se quedaron para
siempre en casa.
Alguna vez conté que durante los
fines de semana, teníamos horarios definidos para escuchar música. Nunca antes
de las 8:30, pero a partir de ese instante, corrían por mi cuenta los casettes que
se sucederían en el salón. Era siempre la misma contienda, en este caso con mi
vieja. Debía bajar el volumen, y en lo posible, me explicaba nuevamente, no era
necesario gritar para cantar con entusiasmo las canciones que me encandilaban.
Yo bajaba ambos registros unos minutos, y vuelta a comenzar el conflicto
generacional. Hasta que a las 12 en punto, mi viejo me invitaba a ponerme a un lado y escuchar, según su criterio, un poco de buena música. Y ahí solía
aparecer, entre varios, aquel juglar que mi viejo decía que era catalán, pero
que casi siempre observaba de paso por Buenos Aires.
Lo sigo conociendo como Nano. Así me
lo presentó mi viejo, segun dice es una palabra afectiva, familiar, que en
catalán es un vulgarismo del vocablo niño. En América todos le dicen Nano, el
tío tiene hoy 71 tacos, sus arrugas son evidentes, pero el apodo aún continua
clavando su esencia. Sus canciones nos dejan escapar al niño revolucionario y
romántico que llevamos dentro.
El otro no tiene apodo definido.
Rufián, gandul, pendón, canalla, macarra, y la que escucho desde que vivo en la
península: rojo, que no sé si es agravio o distintivo. Si revisamos sus
viejos discos, el cambio de registro vocal es escandaloso. Ha cambiado a la
baja su tono. Dicha limitación, producida por el exceso o por los eternos humos
de los subsuelos, lo hizo marca registrada. Pero se hizo más auténtica su voz, gusta
como antes. Y ya nadie podría tararear una de sus canciones sin tener de compañía
en la mente esa voz algo limitada, como si el escupitajo fuera inminente. Y
tiene 65 tacos, pero de Nano no tiene nada. Está limitado física y quizás mentalmente, a consecuencia de un ictus, pero sigue siendo esa oveja
descarriada a la que todos, o casi todos, ocultamos sus defectos.
Mi viejo me contaba que el Nano era uno
de los tantos que intentó combatir a Franco con la poesía, con canciones. Eran épocas
difíciles para baladas de protesta. La policía tenía infinidad de tareas en ese
régimen. Uno de ellos, de lo más curioso y si se quiere, más ruin, era el de
observar los temas que iban a cantar en cualquier recital de pueblo o ciudad.
Escuchaban las canciones y las prohibían. Quizás con el tiempo la persistencia
de esos cantantes percutió el muro de esa dictadura. Pero fue duro, muchos se
tuvieron que exiliar, estaban proscriptos.
Si se decidieron a luchar, el primer
paso fue rescatar a los poetas damnificados en la guerra civil. Le dieron música
a los versos de Lorca, Machado, Hernández, Alberti o Celaya. No eran canciones
políticas, pero eran censuradas. Se convirtieron en una actitud y en una
inquietud, en ambos bandos. Y el Nano sufrió en carne propia que retiraran sus
discos del mercado. Hasta tuvo orden de busca y captura. Y se marchó a México.
Y descubrió América. Y los americanos lo descubrimos, y lo adoptamos como nuestro.
Y esa nueva canción arrasó en
Argentina. La juglaría vino a reemplazar esas canciones ramplonas que la
juventud creaba casi sin esfuerzo, y sin cultura. Ahora las canciones tenían contenido,
compromiso, ilusión. Y de desconocido, el Nano pasó a ser el hijo preferido. Y
la cultura entró de lleno en una porción social interesada en cambiar, en
razonar. Y sin saberlo, conocieron a Antonio Machado. De él dijo una vez el
Nano: “O fue un profeta que se adelantó a su tiempo, o el mundo no ha cambiado
nada desde entonces”. Si se te ocurre tararear “Cantares”, te darás cuenta que
su vigencia es total.
“Lo único que lamento es
que la gente no conozca de Machado más que esas canciones. Es como pretender
apreciar un libro habiendo leído apenas la solapa”, dice aún en nuestros días.
Y lo llamativo es que el Nano conoció a Machado o Miguel Hernández a través de
una editorial argentina, Losada. En España no se editaba la literatura del
perdedor, del humillado, del comunissssta. “Nunca es triste la verdad, lo que
no tiene es remedio”, y el hombre proscripto en España, pasó a ser prohibido en
Argentina, la dictadura militar lo vetó por mala influencia. En el silencio del
hogar, su apellido era como una contraseña, se le escuchaba en el tocadiscos
como si fuera una advertencia o resistencia. Hasta que en 1983, se dio un baño
de reencuentro en el Gran Rex y Luna Park, y nos enseñó que no era necesario
dejarles un recado a los censores, y cantó como si no hubieran mediado esos
nueve años. Volvió justo para presentar “Cada loco con su tema”, si siempre su
destino pareció regido por extrañas coordenadas, todos coreaban “prefiero
querer a poder, palpar a pisar”.
El otro, el rufián, llegó
más tarde a nuestros pagos. En Argentina, descubrió que los tangos escribían cincuenta
años atrás, lo que él escribía en sus canciones. Explotó en México con su “Y
nos dieron las diez”, y la masividad lo acogió, y él se dejó. Ya no cantaba en
los restaurantes, ya no era parte de la carta del menú. Este no es un juglar,
es simplemente un poeta. Y en sus letras esconde el puñal, esa arma que es la
más certera y alguien definió como “palabra”. Por eso creyó que iba a ser
escritor, que escribiría esa novela genial, que nadie nunca leería. En cambio,
se encontró con una infinidad de temas, donde una cantidad de párrafos lastiman
por su certeza, cuantas veces dijimos: “Este hijo de puta parece que supiera lo
qué me está pasando”. “Ahora que tocan
los ojos, Que miran las bocas, Que gritan los dedos.”, simboliza el saber jugar
con las palabras como nadie. Y sí, es verdad, este tipo es un excelente
tanguero.
Y se hizo habitué de
Buenos Aires. Y escribió canciones donde figura nuestra ciudad. Hasta se
enamoró de nuestras minas, y dejó constancia en “Peor para el sol” o “Dieguitos
y Mafaldas”. Uno de sus placeres luego de sacar un nuevo disco, era encarar las
giras. Y una de sus inmediatas aspiraciones era regresar al “coño sur”. Compartió
temas con varios de nuestros talentos, entre ellas Mercedes Sosa o Andrés
Calamaro. Y hoy, y a manera personal y con algo de mala leche, siento cada día
más placer de aquella carta de 1998 donde puso punto final a una polémica con
Fito Paéz. Será que Sabina quince años después sigue siendo Sabina, y yo no sé
bien quién es o fue Paéz.
Donde vivo no suelen
escuchar tanto a ambos. Salvo en las fiestas del pueblo, donde se filtran
varias de sus canciones. Yo resisto al olvido en el ordenador de casa y también
en el coche. La semana pasada regresando de unos días en las Bárdenas Reales y
las Cinco Villas aragonesas, me encontró la ruta con “Aquellas pequeñas cosas”,
versionada junto a la negra Mercedes Sosa. Y me puse a llorar sin más. Pero
eran lágrimas amenas, aunque desgarraban. Me acordé de aquel salón en la casa
paterna, y sin saberlo entonces, hoy la distancia me permite confirmar que esos
momentos fueron increíbles, aún cuando mi viejo menospreciara mi música. Y atiné
a no poner “19 días y 500 noches” del otro, porque entonces, no me recuperaría.
Un 18 de octubre de hace
varios años, volvió a tocar el Nano en Bilbao. Lo hizo en el Teatro Arriaga.
Era su reaparición luego de superar un cáncer. Nunca lo había visto en vivo. Y
estaban mis viejos de visita. Saqué las entradas sin decir nada, solo lo sabía
Fernanda. El 18 de octubre es el cumpleaños de mi vieja, y era una sorpresa. A la salida de nuestros trabajos, quedamos con ellos
en Bilbao, con el objetivo de celebrar el cumpleaños
de mi madre. Ya la ría se estaba convirtiendo en paseo ameno, y la fuimos
bordeando con el teatro allí, de fondo. Al acercarnos, aproveché la concentración de gente para mencionar el teatro, y de paso mostrarles a mis padres el lugar por
fuera.
Preguntamos qué sucedía y
nos dijeron que tocaba el Nano. Le pregunté a mi madre si lo había visto alguna
vez en vivo y me dijo que no, que sentía la certeza como de haberlo visto,
pero no, que sólo era un habitué de casa. De inmediato le
mostré las entradas. Mi vieja se puso contenta, algo emocionada. Lo que nunca
calculé fue que sería el mejor regalo para mi viejo. Antes de entrar
al teatro, lo abordaron las cámaras de un canal de Bilbao. Le preguntaron si le
gustaba el Nano, y mi viejo, sacando pecho, dijo: “Mire si me gustará, que me vine
de Buenos Aires para verlo”, y como si fuera bilbaíno de toda la vida, mostró
su parte chula. Si bien alabó al Nano, en ese momento se reflejó en él, el
otro, el rufián. Conquistó con poco a las cámaras.
Ya sentados, yo al
lado de mi viejo y Fernanda, de mi vieja, conversamos, observamos el teatro. Y comenzó el espectáculo. El Nano eligió “Mediterráneo” para abrir el
concierto. Y en el momento que promediaba con “Yo, que en la piel tengo el
sabor amargo del llanto eterno que han vertido en ti cien pueblos, de Algeciras
a Estambul”, se me ocurrió girar mi cabeza hacia la izquierda para observar a
mi padre. Me encontré con una imagen inédita. En sus mejillas se deslizaban
varias lágrimas. Nunca había visto llorar a mi viejo, no es como yo, que tengo
un sinfín de instantáneas con ese momento. Me asusté, giré rápido la cabeza y
me concentré unos segundos en el Nano. Codeé a Fernanda y le dije que mirara
con sutileza. Las lágrimas se renovaban. Le dije que no dijera nada, mi viejo era
de los que negarían ese santo sacramento en el mismo momento que ella se lo
mande. No quise arruinarle el recuerdo, treinta años de tocadiscos ahora daban
paso a la gratitud del encuentro. Entendí porque el Nano es tan nuestro.
Nunca me olvidaré del
salón de casa, tampoco de aquella tarde noche en el Arriaga. También me quedaré
con el viaje de regreso de las Bárdenas. No necesito ponerles nombre ni al Nano
ni al rufián. Todos los conocen. Ahora, hace siete años se decidieron a tocar
juntos. Los he visto en la plaza de toros de Bilbao. Como al de Úbeda, aspiro a
que nadie me lea las cosas que escribo. Cómo al de Barcelona, intento seguir la
huella de Machado. En todo caso habrá más lágrimas dispuestas, porque creo que en
la memoria de mis grandes momentos, estos dos están ya abonados. Sólo me resta
despedirme, y creo que lo más acorde sería: “Así que de momento, nada de adiós,
muchachos”.
PD: Es justo y de
caballeros, mencionar que cuando aspiré a tener discografías de ambos, recurrí
a mi amigo Sebastián. Era hora que él en algo me compensara.
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