El ahorro es la base de la fortuna.
Mi generación se acostumbró a escuchar desde temprana edad, de voz de sus
mayores, este dicho popular emblemático, que servía de estímulo para abordar el
crecimiento personal de nuestra economía, a través de los logros. Más que dicho,
quizás era un tópico, pero era posible su realización, en parte. Nuestros
mayores con su sacrificio constante, aspiraban a tener una casa propia, una
carrera para sus hijos, pequeños gustos y poco más. Hoy las diversas opciones
vinculadas al consumo, permiten suponer que más de uno al escuchar esta frase,
que corre riesgos de extinción, se sentirá frustrado.
Me arriesgo a suponer que las nuevas
generaciones desconocen la importancia de este tópico. La consigna parece ser
consume todo lo que puedas, no te frustres por el futuro y vive el día a día,
el mañana ya se verá, puede ser que no sea como deseas planificarlo. El mundo
cambió, y con él, sus conceptos. Antes ahorrar era el resultado de tu trabajo,
combinado con una vida financiera responsable. Ahora el universo se nutre de
cosas ahorrables, y entonces sólo intentamos ahorrar calorías, bytes, plásticos
en forma de bolsas, energía física o mental ó, en el mejor de los casos, el regular
el uso del agua o de la energía eléctrica. Existen personas que aconsejan hasta
el ahorrar sentimientos si no tienes una faceta de entrega en tu vida.
Lo llamativo es que los que nos
estamos cargando el mundo somos nosotros. Nuestros abuelos, además de ahorrar,
eran sumamente ecológicos. Desde la perspectiva de estas sociedades modernas,
solemos escuchar juicios de valores sobre aquellas vidas, vinculadas únicamente
a un retroceso. Pero nuestros mayores además de tener sus convicciones, se
planteaban que les interesaba de la vida. Y no parece ser que fuera el consumo
masivo. Rara vez desperdiciaban el agua, la recogían de la fuente, la hervían y
la administraban a baldes para su limpieza. Cocinaban a leña o carbón, y solían
tener a mano velas, los cortes de energía eran por demás frecuentes. Era un
retroceso desde nuestra perspectiva, pero qué pensarán ellos cuando nos ven
desesperados porque no conseguimos cobertura para nuestro teléfono móvil, o no
logramos los puntos necesarios para bonificar el nuevo modelo, o nadie nos pone
un me gusta, cuando cambiamos por enésima vez la foto de perfil en nuestra red
favorita.
Nos transmitieron el legado de
esfuerzo, sudor y lágrimas, y eran seres humanos dispuestos a pelear, a
compartir y aspirar a un mundo más justo. Se adaptaron a los cambios, si bien
es cierto que no fueron tan contundentes como en los últimos tiempos, y
accedieron a sus conquistas.
Los medios de comunicación de que
disponían no pasaban de un periódico al día o del uso exclusivo de la radio. Y
no se sentían desinformados. Y no se manipulaban unos a los otros, dependiendo
el medio si era oficial u opositor. No existía la TV, era probable experimentar
una sobremesa o una conversación en el patio, jardín, porche u acera de la
casa, junto a vecinos. Y no existía la trasnoche en la TV, quizás por eso no se
razonaba tanto la natalidad.
Y los frigoríficos duraban décadas,
no era necesario ampliar una supuesta garantía de ningún servicio técnico, eran
aparatos resistentes, si bien es cierto que necesitaban descongelarse cada, al
menos, quince días. Y en el barrio siempre existía un técnico manitas que se
animaba a reparar todo artefacto. No necesitaban llamar a un teléfono 902, si
bien es cierto que el teléfono en aquel entonces era medido, y una llamada de
cierta duración, comprendía el gasto de una pasta considerable.
Lavaban a mano, en el lavadero o
patio de casa, y con la única ayuda de la tabla de lavado. No conocían del
ahorro del programa económico. Un pan de jabón, fuerza en las manos y tratar de
eliminar las manchas del oficio, grasa o simple suciedad. No tuvieron la suerte
de acumular puntos en el banco o en la tarjeta de crédito para hacerse con una
aspiradora de las económicas, en cuestión energética. Barrían a diario la casa,
y las aceras. Es verdad que las mujeres se dedicaban en exclusiva a las
actividades del hogar, pero nadie ahorraba elogios hacia su figura, era normal
que lo destacaran. Y cuando presenciaron este mundo global, intentaron
acomodarse; aún cuando sus descendientes no repararon en la incertidumbre que
el capitalismo les generaba, ya que estos hijos estaban únicamente preocupados
por aprovechar el confort que el sistema cree proponernos.
La necesidad tiene cara de hereje,
es otra frase popular de la que nuestros mayores se agarraban las veces que
debían aceptar o hacer cosas con la que no estaban de acuerdo, pero no había
alternativa. La vida no suele ser un lecho de rosas, qué me pasa con tantos
tópicos. La cuestión es que en muchas oportunidades, no tenemos posibilidad de
ahorrar, el dinero no nos alcanza. Nos las pasamos endeudándonos simplemente
para vivir, para pagar los servicios o comer. Así no hay cerdito alcancía que
romper.
Mi madre me ayudaba a ahorrar. No
gozaba de hucha, lata o frasco para acumular las monedas. No, mi madre además
de llevar la economía casera, se encargaba de administrar mi capital. Todos los
meses me actualizaba el saldo, parte de una escasa mensualidad la utilizaba
para comprar El Gráfico, y el resto era empleado para las vacaciones de verano.
Crecí con ese convencimiento, saber que el dinero era un valor y una
responsabilidad. Y cuando estábamos en Villa Gesell u otra localidad balnearia,
ya sabía de antemano que podía aspirar a tantas fichas en los videojuegos, a
tantas revistas en las casas donde se cambiaban las historietas, o helados en
la heladería Massera. Nunca gastaba por gastar, aun sabiendo que mis padres, si
disponían, eran sumamente generosos.
Y durante años, mis padres
privilegiaron el pago del piso donde crecí, que unos días de descanso en la
costa atlántica. Ni siquiera gozaban de las vacaciones al mismo tiempo. A mis
padres no les indignaba esa situación, era lo que tocaba. Con el tiempo, cuando
pudieron adecuar sus calendarios y sincronizarlos, se permitieron programar
unas cortas vacaciones junto al mar, donde un par de visitas al casino era el
objetivo de mi padre, y el desvelo materno, el no dilapidar un importe que le
había permitido disfrutar de antemano.
Mi padre no es un hombre pedagógico,
solo es una persona que tomó todas las decisiones en nuestro nombre. Nunca le
pesó, o al menos no lo transmitió. Fue siempre de pocas palabras, para lo cual
nunca necesitó disponer de minutos libres que le permitieran “ahorrar” en su
factura telefónica. Nunca llegaba tarde al trabajo, y eso que no conocía las
bondades del bono de transporte público que le permitiera acceder a importantes
beneficios. Jamás hizo esperar a nadie, era un hombre puntual en exceso,
detalle que yo heredé, aunque disponga del beneficio del móvil y su alarma que
me recuerde cada cinco minutos, que estoy dilapidando mi tiempo.
Mis padres nunca se entrometieron en
las vidas ajenas, no murmuraban, ni “ahorraban” elogios hacia sus seres
queridos. No debían actualizar su perfil en las redes sociales, ni sentir a
cada instante la sensación de ser premiados con un me gusta o un comentario de
ensueño. Eran, y prefieren seguir siendo seres anónimos, aún cuando negocian
cada seis meses las tarifas de la banda ancha y llamadas locales, y no
aprovechan los innumerables beneficios que nos brindan contar con tantos
operadores de internet. Solo quieren verme por Skype.
Me inculcaron el ahorro y el no
malgastar. Me explicaron que lo importante no era tener mucho, sino
administrarlo para que perdure y utilizarlo en los períodos de vacas flacas. Si
bien vivieron innumerables épocas de escasez, tuvieron una buena formación y en
un principio, no sufrieron la sensación de estar perdiéndose de algo. “Si
guardas cuando tienes, tienes cuando necesitas”, podría haber sido el legado
que me transmitieron. Legado que la economía moderna combate, de ahí que cuando
se experimenta una crisis, lo primero que los economistas deben evitar es la retracción
de la moneda, no está bien que en momentos de escasez, la gente no gaste, nos
dicen a diario. Al final, quién tenía razón.
La fábula de la cigarra y la hormiga
era la mejor lección para encarar la vida. El invierno ha de ser largo y frio,
y nadie como la hormiga para saber que es indispensable afanarse (no en el
concepto de robar) durante el otoño para aprovisionarse. La cigarra mientras
tanto, no interrumpía su canto diario, como único derroche de energía. Cuantas
enseñanzas asimilábamos a través de las fabulas. Hoy en día, la cigarra no es
un bicho, dicen, y supongo que no está tan mal vista. La hormiga es un insecto
casi invisible, y el ahínco es un sentimiento también imperceptible.
Las cigarras de hoy tienen dvd,
tablet, home cinema, auriculares inmensos, televisores de plasma, pc box y
demás adelantos para poder pasar todas las estaciones del año con desgana. Así
todo, la sociedad se frustra. La tecnología acepta una carrera de vértigo, por
lo cual cuando te haces del último adelanto, es cuestión de meses el
considerarlo perecedero. Entonces rompes la hucha, no es lógico no tener la
nueva denominación. Mientras tanto, la hormiga hace caso omiso del dicho:
“tanto tienes, tanto vales”. Prefiere tener lo necesario, y solo si es
imprescindible. Eso se llamaba ser austero, eso siempre y cuando, algún
descuidado lector moderno no recuerde el nombre ni significado de esa virtud.
En la ONG que asisto, se dispone de
un pequeño presupuesto destinado a ayudar al pago de los servicios mínimos de
la gente sin recursos. La información se trasmite de boca en boca. Luz, gas,
agua, a veces el móvil, son las demandas casi repetidas de parte de la
ciudadanía. Una mañana se acercó un joven de unos dieciocho años, extranjero y
había accedido a una vivienda protegida por el estado, ya que había cruzado al
país por el sistema de pateras siendo menor de edad. Acababa de acceder a la
mayoría de edad, por lo que el Estado ya no debía hacerse cargo de la totalidad
del sustento. Venía a pedir que le pagáramos la factura de la luz, que ascendía
a 250 euros. Tenía orden para esa misma tarde de corte de suministro, ya que el
atraso era considerado.
Al presentarse, ya me planteó que
debía pagarle esa misma mañana la factura porque se quedaba sin luz. Le dije
que así no solía ser nuestro proceder. Que se debía estudiar cada caso. Me dijo
que no tenía tiempo para eso, que le cortaban la luz y como iba a cocinar, ya
que su cocina solo era eléctrica. No tenía nada en claro cómo funcionan las
responsabilidades, principalmente las suyas. El estado no lo habría preparado para funcionar correctamente en una vida ciudadana, y su actitud demostraba que quizás él no había comprendido una supuesta enseñanza. Sorprendido por el importe del
recibo (yo consumo la mitad de ese importe), le pregunté cuántos vivían en ese piso. Me dijo que él y otro joven. Mi
sorpresa pasó a una ofuscación, nunca con él (sólo interna). ¿Cómo gastan tanta
energía dos personas solas? No supo contestar, le pareció una pregunta
innecesaria. No era esa la cuestión, sólo necesitaba que le diera el dinero en mano y listo. Le
pregunté qué pasaría el siguiente bimestre. Como pagaría el servicio. Le
pregunté si tomaba recaudos para ahorrar energía, para moderar el consumo. Si acudía a centros que le asesoraran, si no se preguntaba que debia hacer para controlar los gastos. No
le interesó mi inquietud, solo consultó una vez más si iba a disponer ahora
mismo del dinero. Le dije que no, que le tomaba nota y se fue sin saludar. El
estado no corrige a las cigarras, les deja tocar la guitarra hasta que un día
les quita lo que les daba.
“El éxito en la vida no lo da el
dinero”, otra de aquellas frases que hoy muevan a risa ancha. Mis padres me
enseñaron el secreto para tener éxito: hacer siempre lo correcto. Así
asimilado, son muchas las veces que me frustro cuando considero que estoy
fracasando. Lo bueno es que yo mismo se, cuando estoy o no haciendo las cosas
bien. Eso se debe a que tengo referentes o modelos en quien sostenerme en estos
momentos de incertidumbre y economías en crisis.
Quizás a la gente no le interese
pensamientos tan íntimos, pero los suelo compartir para recordarnos que solo
somos seres humanos y que el afecto, los sentimientos y los valores serán lo
único que nos sostenga cuando esta farsa continúe desacelerando su fracaso. Si
lo dudan, observen quienes sostienen las economías modernas en recesión o
crisis: los abuelos con sus raquíticas pensiones.
Para terminar la entrada y sin
lograr “ahorrar” ninguna carilla, recuerdo un sábado a la tarde, cuando mi
viejo me llamó al comedor y me preguntó si me gustaría tener mi propio coche.
Si bien nunca me interesé por los vehículos, le dije inmediatamente que sí.
Entonces me asesoró con tranquilidad: “Te vas a la concesionaria Renault de
Avenida Libertador y Congreso, y te apuntas en un plan de ahorro previo para
acceder a un Renault 12. Pagas la cuota estipulada durante 50 meses y podes
sacar el coche por sorteo o por licitación. ¿De acuerdo?”, fue una síntesis de
lo conversado. Le dije que sí, quizás porque estaba azorado. Pero esa misma
tarde me acerqué al concesionario y me apunte al plan recomendado por mi viejo.
Eso me permitió valorar lo poco o mucho que hoy tengo. Y es el día de hoy que
me vuelve la sonrisa tonta al acordarme la lección generosa de mi viejo,
aquella que me permite seguir siendo un tipo austero entre tanto derroche
innecesario.
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