La última frontera no es
el espacio exterior, sino el interior del cerebro humano. Allí alojamos
secretos, momentos, falencias o virtudes de nuestro paso por la vida. Pero
albergamos en su interior la clave de un universo que puede definir que somos
como raza y que la misma ciencia no ha terminado de estudiar, de comprobar o
clasificar. Y hay científicos que consideran que la música ha estado presente
en todos los estados de la evolución de la raza, desde el rito o baile hasta el
mega concierto. Y una vez estudiados nuestros cerebros, dieron un paso más.
Estudiaron el de un músico consagrado.
La eficacia de un buen
jingle comercial garantiza que ha de quedar fijado en la memoria de quien
escucha. Breve, claro e identificable, son sus consignas. Y podemos estar un
buen tramo de nuestra vida repitiéndolo. O más asombroso, décadas después
escuchas una melodía similar y te lleva sin escalas a ese momento, y tardarás
en asociarlo dependiendo lo memorioso que seas.
Algo similar sucede con
las canciones, quizás la diferencia sea que estas te pueden regresar a un
momento intenso de tu vida donde escogiste una melodía o letra para reivindicar
esa etapa. En 1842 Felix Mendelssohn creó la famosa Marcha nupcial para la
obertura de la obra de música incidental “Sueño de una noche de verano”. Se
denominó la “Wedding March” y coincidía su partitura con el final de la
ceremonia. A diferencia de “The Bridal Chorus” o coro nupcial, pero mucho más
reconocida como “Aquí viene la novia”, escrita por Richard Wagner, compuesta en
1850 como pieza de apertura para el tercer acto de la ópera “Lohengrin”. A
partir de 1858 se volvió parte de la tradición de las bodas al ser utilizada en
el enlace de la princesa Victoria y el príncipe prusiano Frederick William. Y desde
ese momento y como efecto cascada, en la ceremonia religiosa de casi todos los
mortales. Y puestos a agregarle cada uno su impronta, rebeldes o transgresores
han descartado estos acordes, por alguna
melodía o canción importante en la pareja para luego ingresar al salón de la
fiesta con otra música emblemática. Como odiaba en los ochenta a los amigos o
familiares que invariablemente escogían “Golpeando las puertas del cielo”, en
la versión de Guns N´Roses.
Daniel Levitin era
productor musical, además de músico. Pero quiso saber más de ese mundo, y a los
treinta años se convirtió en neuro científico. Luego de comparar infinidad de
scaners cerebrales en momentos de relax musical, no encontraba diferencias o
hallazgos clarificadores. Y pensó en un músico, mejor dicho en su cerebro. Se
detuvo en un creador osado, de una voz particular, de enorme carisma y que
marcó una época. Y contactó con
Sting.
“If you love Somebody set
them free”, estribillos como este de The Police o los de Sting como solista, tienen la capacidad de registrarse en el
inconsciente colectivo del mundo entero. Los generacionales hagan el ejercicio
de comprobar si han superado con éxito la celebridad del grupo. Serán pocos los
que digan “Yo no sufrí las influencias de Gordon Matthew Thomas Summer”. En mi caso
particular luego de iniciarme en el tímido dododo, dadada del tercer disco de
la banda, quedé eclipsado durante casi una década con los acordes de Every
breath you take. Y lo paradójico es que yo estaba enamorado de las ganas de
enamorarme que tenía. “Cada paso que des, estaré observándote” era el paradigma
de un alma rendida ante el amor, aunque ahora que lo pienso, también podría ser
leitmotiv de un obsesivo. Y retrocediendo uno años más, me había enamorado del
sugestivo canto al amor de otro cerebro privilegiado de la música que era
Freddy Mercury con el “Love of my life”. Y cómo decía más arriba, ambos acordes
me llevan sin escalas a dos amigos de la infancia, Marcelo y Andrés, los veo
llegar juntos a la plaza caminando desde Barrancas de Belgrano.
El cerebro siempre está
buscando el placer, que vendría a ser una especie de equilibrio. Y cada uno
tendrá una definición de equilibrio. Retomando las partituras, música y
excitación serán para algunos, sinónimo de equilibrio, música y reflexión para
otros, meditación será para un segmento el complemento, y porqué no el dolor,
la angustia o la congoja para otros. Y a lo largo de nuestras etapas podremos
alternar estos momentos.
El profesor James
Kellaris, psicólogo social estudió los motivos de porqué una canción se
convierte en pegadiza al oído de un ser humano. “Una combinación de
simplicidad, repetición e inducción de adrenalina pueden convertirse en
inolvidable una secuencia ordinaria de notas musicales”, afirmó luego de un
exhaustivo trabajo de campo. Según Kellaris se genera una picazón que simboliza
como picaduras de mosquitos mentales. Nos rascamos buscando placer o alivio
pero eso reanuda el fenómeno de la picazón. Con la música lo aplacamos
escuchando una y otra vez esa melodía reparadora, o adictiva. Ese síndrome
también se denomina “gusano de oído” y funcionará al recordar la canción con un
momento personal o colectivo.
El pasado jueves,
presencié la ceremonia celebrativa del 25º aniversario del Programa de
Cualificación Profesional inicial de Getxo-Leioa (antiguo Centro de Iniciación
Profesional-CIP). Durante esos años, más de 1500 jóvenes entre 15 y 18 años que
no han finalizado sus estudios por diversos motivos, se han formado en el
centro buscando una alternativa para crecer como personas e incorporarse a la
vida laboral de la sociedad. En ese cuarto de siglo, se ofertaron una veintena
de especialidades distintas. Hoy desarrollan siete actividades y al finalizar
el acto conmemorativo pudimos acercarnos a los distintos talleres.
Pero luego del turno
protocolar de todo acto, un grupo de jóvenes del centro ofrecieron una pequeña
obra de teatro donde graficaron con bastante precisión las limitaciones
sociales que deben afrontar, antes de poder encarar una solución al conflicto
que nos plantea la vida. Y luego, con un baile preparado por los mismos
alumnos, se arroparon con la canción Color esperanza, de Coti, que interpretara
Diego Torres, para expresar la necesidad de creer que las ventanas se pueden
abrir y que cambiar el aire depende de ti, o saber que se puede y desear que se
pueda, entre otros conceptos de ilusión. Daban ganas de ayudarles a que
lograran superarse, y de paso lograron emocionarnos con su presencia.
Y si James Kellaris o
Daniel Levitin hubieran estado sentados a mi lado, quizás hubieran podido
reconocer ese gusano que me retrotrajo hasta un lejano 2002, año en que me
instalé en el País Vasco. La canción no es mi preferida, ni siquiera es de mi
gusto. Pero la canción actuó de inmediato en mi memoria, no en un recuerdo
personal, sino en un deseo colectivo. Aquel fatídico año 2002 argentino,
bastante indiferente en el devenir de otras latitudes, al extremo de sentirte
incomprendido lejos de casa o creerte culpable de haberlo hecho todo mal y
tener que dar explicaciones ante tanto consumo a tu alrededor.
Color esperanza fue la
canción del 2002 en Argentina. En España lo fue el “Aserejé”, de Las Ketchup.
Momentos bien distintos en las realidades de dos sociedades y yo tratando de
comprenderlas y sentir pesadumbre al comprobar que los dos mundos podían
convivir al mismo tiempo sin casi rozarse. Pero en este 2014 recién iniciado estos
jóvenes recurrieron a la esperanza como color, mostrando que las necesidades
pueden ser cíclicas y también lo son los gusanos del oído.
Cinco presidentes en un
espacio corto de tiempo, devaluación, piquetes, cacerolazos, terribles
asesinatos sociales, la irrupción del “paco”, pérdida de empleo continuo,
desilusión, bajón, váyanse todos, salida del país de algunos, no saber donde
quedarse de otros, hambre y dolor, hicieron todos estos estigmas un esfuerzo
para convivir juntos en un solo año calendario. Fue demasiado.
Y si analizamos ese año
con un punto de frivolidad, el fracaso en el Mundial de futbol de Corea-Japón,
la explosión atónita de orgullo con el seleccionado de básquet masculino
alcanzando la final del mundial de Indianápolis, el triunfo de las leonas del
hockey femenino en el mundial de Perth, en Australia, o el boom del cine
nacional nos depararon un sinfín de madrugones o de mañanas (dependiendo donde
habitaras) donde la necesidad de un sueño reivindicativo nos librara de la
pesadilla social. Y todos tenían una canción en la cabeza, que los medios o los
patrocinadores no cesaban de fomentar, que era aquella donde te podías pintar
la cara color esperanza y entrar al futuro con el corazón.
La apelación al optimismo
es algo de combustible cuando el motor parece estancado. Una canción no puede
cambiar algo de un día para otro, y muchas veces nunca lo logra. Pero para gran
parte de la humanidad, plantan semillas que permiten animar a la gente en la
espera. Más allá de si Argentina salió de aquel infierno, o si la gente
realmente aprendió algo de todo aquello, me lleva a pensar que de aquí a diez
años, estos jóvenes que ofrecieron este baile del pasado jueves, puedan tener
un sentimiento de satisfacción si se topan con la melodía o letra en algún
rincón insospechado.
Y el gusano o mosquito
sigue haciendo mella en mí. En estos últimos acordes o también llamadas líneas
editoriales, comparto un Word con una carpeta que dice Sting & The Police,
the very best of y mientras escucho el último tema, “So lonely”, me acuerdo que
desde que volví en enero de Buenos Aires, no he hablado con Marcelo. No sé si
agendarlo en alguna de mis libretas o confiar en el mosquito que me lo devuelva
a la mente con el siguiente cada vez que respiras.
PD: La investigación sobre
Sting tiene conclusiones interesantes. Tienen el link para ver un documental o
buscarlo con sus medios, si es que la picazón se los permite.
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